Clase de guitarra

Guitarra
Por: Lucía Gutiérrez

 

“Ya te va a salir, ya te va a salir… es cuestión de práctica, nadie nace sabiendo”, repite como una nana mientras me debato con el tamaño del armatoste. “Subí el pie, pone la mano derecha, así, así, va sonando, ¿no?”. Me está tratando de animar, es obvio. ¿Por qué cuando él la agarra suena tan dulce, le saca mil sonidos, y yo parece que la estoy torturando? “Ahora dos golpecitos, como hace Mariel cuando baja del ascensor”. Me saca la viola y empieza una de mis canciones preferidas. Canta, me arrulla: “Ella toma el ascensor a la mañana, sin temor a que se caiga”. Es triste. Me agarra un no se qué en la garganta, el mismo que cuando él se despide a la mañana para ir a trabajar. Trabaja mucho, viene cansado, pero nunca lo suficiente como para no darme una mano cuando lucho con las cuerdas. Pobre viejo, todo el día peleando en el laburo y ahora tiene que seguir batallando conmigo. Hay cosas con la que me doy maña, pero el talento musical me parece que me saltó y les tocó todo a mis hermanos más chicos. Uno con una voz más dulce que la otra, a la primera que agarraron la guitarra ya hacían acordes con cejillas y yo acá, peleando para cambiar de un Mi a un Do.

 

¡Qué paciencia infinita! Ya van tres veces que me muestra cómo tengo que apoyar los dedos para que suene. Le paso la guitarra, a él no le queda grande, parece que se la hicieron a medida. Creo que las clases son más un excusa para escucharlo a él que para que yo aprenda. “Toma Luis, llévalo a tu casa y podrás junto con tu padre, la navidad festejar”. No me canso de escuchar ese tema. A Luis le alcanza con pasar las fiestas con su papá y a mí me alcanza con practicar un ratito a la noche con el mío. Una horita, treinta minutos, que de pasadita me corrija la mano, los dedos. Entre acorde y acorde, mi papá me cuenta de mi abuelo, que murió cuando él era chiquito, yo no llegué a conocerlo. Era policía y también trabajaba muchas horas, pero cuando volvía se tomaba un ratito, cazaba la guitarra y se ponía a cantar zambas con mi papá. Lo corregía, le acomodaba las manos, igual a como hace él ahora conmigo.

 

“¡No me sale!”, le digo frustrada, quiero tirar todo. “Por hoy ya estamos, si te enojás no te va a salir nunca. Mañana seguimos”. Le pido que me cante una canción más, se acomoda y empieza: “¿Sabes, hermano, lo triste que estoy? Se me ha hecho vuelo de trinos y sangre la voz”. Me doy cuenta de que me gustan todas las canciones tristes con la voz de papá, me parece que las canta pensando en mi abuelo. Lo acompaño con la letra, bajito, para no taparlo y porque mi voz no suena tan bonita como la suya. Cuando termina, papá está medio llorando, me abraza con la guitarra entre medio de los dos y es un abrazo incómodo, pero lindo. Mamá nos llama para poner la mesa y él se levanta rapidito, me pide que guarde las cosas y que no deje tirado el afinador. Yo me quedo con ganas de preguntarle a papá por qué estaba llorando. Me da un poco de miedo preguntarle porque no quiero que se ponga triste, capaz es porque no me salen las notas, capaz es porque está cansado, capaz es porque extraña al abuelo. Si me animo, le pregunto en la próxima clase de guitarra.