Crónica

Carlos Maslatón


100 por ciento barrani

Sobrevivió a un bombardeo en Gaza y a un secuestro en Perú, fundó la agrupación universitaria liberal más importante del país, fue concejal porteño por la Ucedé, se hizo rico con un juicio a una empresa de finanzas online y es -posiblemente- el millonario argentino con más Bitcoins. En su teléfono tiene agendado a ex presidentes y grandes empresarios. La militancia anticuarentena lo convirtió en el nuevo ídolo de la juventud libertaria. Perfil de Carlos Maslatón, el hombre que jura ser “indestructible e inmortal” y cuya mayor satisfacción es incomodar a los demás.

Carlos abrió la puerta y sintió que algo andaba mal. La casa de Villa Crespo, siempre alborotada por los gritos de los chicos y el ruido del taller textil sirio-libanés, estaba en absoluto silencio. En la cocina, el niño de trece años encontró a su madre sentada con la mirada clavada en el piso. A su lado, un hombre largo y de sobretodo -al que Carlos no había visto nunca- revisaba, una por una, las cartas desparramadas sobre la mesa. El extraño miraba con repugnancia los sellos impresos en los sobres: Alemania Oriental, Unión Soviética, Cuba, Vietnam. Al verlo entrar, el desconocido interrumpió su tarea y le extendió la mano. Se presentó como un agente de Aduana. Le explicó que estaba tras la pista de centenares de cartas provenientes de países comunistas, todas con un mismo destinatario: Carlos Gustavo Maslatón, Gutemberg 3270.

 —¿Vos lo conocés? ¿Dónde está? —preguntó con aire amenazante.

 —Soy yo —contestó el chico.

El falso agente de Aduana lo miró sorprendido. En aquella Argentina dictatorial un cruce sospechoso de misivas con países comunistas podía merecer -cuanto menos- una acusación de subversivo. Caer en esa lista negra se podía pagar con la vida. A Carlos le llevó un buen rato convencer al hombre de que no mentía: todas esas cartas eran respuestas de estaciones de radio a las que él le había escrito para confirmar que estaba sintonizando bien las antenas de larga distancia que había instalado en su terraza.

 —¿Hasta cuándo vas a joder con estas cosas, Carlitos? —le preguntó la mamá cuando estuvieron solos.

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***

Entre las cualidades que distinguen a Carlos Maslatón hay una que resalta por sobre todas: la extraña satisfacción de incomodar a los demás. Una característica que él se esfuerza por hacer notar y que entrena a diario. Nada en esta vida lo mueve más que “joder”, podría decir su madre.

Para experimentar esa incomodidad hace falta poner un pie en el piso 18 del Kavanagh, el lujoso edificio donde vive a metros de los empresarios más poderosos del país, como Paolo Rocca y Benito Roggio. Apenas se abre la puerta de rejas del ascensor, que comunica directamente a su casa de 222 metros cuadrados, aparece Carlos en toda su plenitud: una mano de dedos chicos, custodiada por un reloj que parece caro, con la palma abierta invitando al pecado sanitario. En ese gesto -podría decir el escritor español Javier Cercas- se adivina su rasgo más profundo. Antes de la pandemia Maslatón era de esos que preferían evitar el contacto físico al saludar. Ahora no sólo lo disfruta sin pudor. Lo convirtió en un transparente desafío a sus interlocutores.

—Acá está prohibido usar barbijo —advierte, mientras con su metro sesenta franquea la entrada a un living repleto de obras de art déco.

Es una oferta que no se puede rechazar para entrar al extraño mundo de Maslatón: en plena llegada de la segunda ola de covid el tapabocas, la distancia social, el alcohol en gel, la ventilación cruzada y cualquier tipo de cuidado contra el covid-19 están estrictamente vedados en su hogar. La pandemia -y quizás la vida misma- parecería que para él es poco más que un juego. Uno en el que gana el que logra irritar al otro.

Hay que bucear mucho en las profundidades de la llamativa fauna política local, donde todavía sobreviven negacionistas, nazis o militantes antiderechos de todo tipo, para encontrar a alguien que incomode tanto como él. Fundamentalmente por la pulsión que tiene de hacerlos públicos y, sobre todo, de presentarlos de la manera más incorrecta posible.

—Es que yo me pongo mal si lo que hago o digo no cae mal, no jode. Necesito tener enemigos, lo vivo como una necesidad. Para que te des una idea, yo necesito que al menos un tercio de mis seguidores me repudie completamente.

Esa “necesidad” de ser insultado es lo que lo distingue por sobre el panteón de enemigos públicos de una buena parte de la sociedad argentina.

***

Desde marzo de 2020 Maslatón le puso el cuerpo -a pesar de entrar dentro del grupo de riesgo- a la lucha contra el encierro sanitario que decretó el Gobierno. No respetó un solo día de confinamiento. Se la pasó despotricando contra la “mentira” del virus y criticó la “dictadura comunista” de Alberto Fernández y Horacio “Sombrilla” Larreta, un apodo de su autoría en un irónico homenaje por las falsas playas que construyó en la Ciudad en 2018.

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Mientras en Argentina aumentaban los índices de pobreza, Maslatón salía a comer a restaurantes clandestinos y compartía en sus redes fotos de exuberantes facturas -que llegaban hasta los 50 mil pesos- junto a una frase que acuñó y luego se convirtió en uno de los emblemas -además de todo tipo de merchandising- del movimiento anticuarentena: 100% barrani.

—Barrani es un término árabe, muy utilizado por los judíos de Damasco, de donde vienen mis abuelos. Es muy usado en los comercios de Once: dame una parte en blanco y otra barrani, por izquierda. Es la defensa del consumidor y comerciante frente al Estado ladrón.

—Pero la frase quedó más ligada a los que se rebelaban contra la cuarentena que a la economía informal.

—Es que yo fui el primer militante contra el encierro comunista en todo el mundo, antes que Trump o Bolsonaro. Fui un violador serial de las imposiciones de una dictadura maoísta: en lugar de distanciarme, me acerqué; en lugar de dejar de saludar, saludé. ¿Y me pasó algo? Nada, ni me va a pasar nada, me decían que iba a estar muerto y estoy perfecto. Quisiera que me recuerden así, como el adalid de la anticuarentena.

Aunque Maslatón fundó UPAU, la juventud liberal más importante de la historia local con la que abrió un acto para 65 mil personas en 1985, aunque probablemente sea el multimillonario argentino que posee más Bitcoins, aunque en su teléfono tiene agendados los números de Alberto Fernández, Mauricio Macri y de otros presidentes, y aunque desde hace años tiene a miles de seguidores que lo idolatran como a un semidios -gesto que devuelve juntándose rigurosamente todas las semanas con un grupo de ellos al azar-, fue su peligrosa militancia contra la cuarentena lo que hizo que su figura se viralice.

—Estamos en un gobierno totalitario de tipo maoísta que inventa un problema que no existe.

Eso se lo dijo, sin una mueca de gracia, a la periodista Ernestina Pais, cuyo padre fue desaparecido por la dictadura. Era agosto de 2020 y los muertos por covid en Argentina llegaban a 10 mil. En el estudio, los panelistas piso hacían esfuerzos por no perder la compostura.

—Vos estás para ir a Carlos Paz con este monólogo—le gritó la conductora antes de abandonar la entrevista.

Aún cuando lo empezaron a insultar, el rostro de Maslatón que aparecía del otro lado del Zoom no se movió de su invariable pose foto carnet. Ese picante ida y vuelta de veinte minutos en Intratables fue furor en las redes. #MaslatonEnIntratables, #Maslatón, #PartidoComunistaChino y #Ernestina se convirtieron en trending topic en minutos, en el primero de varios debates televisivos que mantuvo en el prime time durante la pandemia.

—No creemos que el Presidente sea un dictador —dijo Fabián Domán, a modo de epílogo—. Y tampoco maoísta.

***

Maslatón dice que la borró de su memoria. Que de esa noche afiebrada de noviembre de 1987 -y eso que él jura tener una memoria perfecta- no le queda ningún recuerdo. Tiene sentido: aquel día terminó inconsciente y en una cama de hospital.

Quien sí tiene presente aquella jornada es Hernán Lombardi. El radical llegó a las cinco de la mañana a la Facultad de Ingeniería a ayudar a un conteo de votos que parecía irreversible: los últimos días del año anunciaban el fin del monopolio de la Franja Morada en la Universidad de Buenos Aires y el principio de la descomposición del gobierno de Alfonsín. El pesar que arrastraba Lombardi era la contracara del éxtasis de Maslatón, que ganaba con Unión para la Apertura Democrática, su agrupación liberal, ese centro de estudiantes -y otros 59 en el país-, y se convertía en la joven promesa de la política argentina. Aquel era un éxito que los perdedores de las elecciones no iban a perdonar.

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Lombardi puso un pie en la sede de Paseo Colón en el momento exacto en que una turba enfurecida sacaba a Maslatón por la ventana rota de un taxi. Según la víctima eran 200; para Lombardi, varias decenas; “más de 30”, dijo al día siguiente el diario La Prensa. “Los agresores lo identificaron y comenzaron a destruir el coche particular del taxista a golpe de puño. Otro grupo, coordinadamente, lo retiró del automóvil y, arrojándolo al piso, comenzó a golpearlo con puntapiés, palos y elementos cortantes”, relató el diario.

Lombardi llamó a dos amigos y juntos se abalanzaron sobre Maslatón, que para ese entonces ya había perdido la consciencia. Mientras uno de los ocasionales ayudantes arrastraba, como podía, al joven liberal desmayado y ensangrentado, Lombardi se convirtió en el nuevo blanco de la bronca generalizada.

—Ahí me empezaron a pegar a mí, y eso que yo con Maslatón no coincido en casi nada. Pero si no nos metíamos lo iban a matar —dice hoy el ex funcionario de Macri, que en aquel entonces logró subir al herido a una ambulancia.

Diez días después de la paliza, el entonces todopoderoso ministro del Interior, Enrique “Coti” Nosiglia, recibió a Maslatón. El joven liberal se había convertido en noticia nacional por el ataque, en un raid mediático que incluyó una visita al programa de Bernardo Neustadt. Todavía exhibía una fractura en su mano derecha, varias en las costillas y decenas de moretones en todo el cuerpo, especialmente en la cara.

—Pero no me mataron porque yo soy invencible, indestructible e inmortal —dice ahora en su oficina.

—Pero Carlos, no sos inmortal ni indestructible. Un día te va a sorprender la muerte.

La verdad es que no está en mis planes morirme. De hecho voy a intentar desafiarla. He investigado y sé que hay rejuvenecimientos, hay avances, hay teorías de que se podrían trasladar las conciencias. Voy a tratar de vivir todo lo posible, de 150 años para arriba. 300 sería un buen número. Tengo mucha curiosidad por ver lo que le pasa a la humanidad, sobre todo a Argentina. Es un país muy divertido.

El liberal volvió a la facultad convertido casi en una estrella de rock. Pero no era la única figura en ascenso en aquellos pasillos. 

Para el presidente de la Nación, Maslatón no es ese tuitero que le dirige mensajes envenenados casi a diario -que arrastran a miles de insultos de muchos de sus 200 mil seguidores-, ni tampoco es el visionario de las Bitcoin: es, a secas, Carlos. O a lo sumo es “Masleishon”, apodo que le inventaron con Eduardo Valdés y Jorge Arguello cuando los cuatro tenían poco más de 20 años.

Con Alberto Fernández se conocieron como rivales en la UBA: Maslatón era el líder de UPAU, mientras que los otros crearon el FENP (Frente Estudiantil Nacional y Popular), el primer paso de Alberto en la política. Durante varios años, en el cuarto oscuro, los estudiantes de Derecho tuvieron que elegir entre uno de los dos.

Eduardo Valdés tiene un bar mítico, “Café Las Palabras”, en el barrio de Villa Crespo. Ahí festejó sus cumpleaños Cristina Kirchner, cantó el ecuatoriano Rafael Correa, y era, hasta que llegó a la presidencia, el punto de encuentro de Alberto con su grupo de amigos. El diputado está sentado detrás de una larga mesa en el medio de ese mausoleo peronista, adornada por decenas de individuales hechos con tapas de diarios de los setenta. Después de terminar un cortado entona el himno que compusieron -a modo de burla- junto a Alberto y Argüello, uno hoy en la Rosada y el otro en la embajada de Washington.

Aunque pasaron cuarenta años, y Valdés titubea durante unos segundos, finalmente las estrofas se le aparecen en la cabeza. Al fin y al cabo, la melodía es la misma que la marcha peronista.

Con los fusiles al hombro

y UPAU en el corazón,

los soldados liberales

van detrás de Maslatón

Y Maslatón, y Maslatón

y Maslatón, y Maslatón.

***

Aunque tiene más repercusión por sus estallidos mediáticos que por su carrera como analista financiero, son pocos los miembros del poder que no saben quién es Maslatón. Luego de recibirse de abogado recibió la invitación del líder de la Ucedé,  Álvaro Alsogaray, para sumarse a sus filas. En 1985 el joven de 26 años era la gran promesa del partido, como podrían dar fe las 65 mil personas que fueron el último día de aquel octubre al cierre de campaña en River Plate. Ese acto, el más numeroso de la historia local para un movimiento liberal, lo abrió Maslatón.

—Del mundo material son dos cosas las que más me duelen haber perdido: el video de esa noche y la carta que le envíe a Margaret Thatcher cuando tenía 15 años. Ella había ganado la interna del Partido Conservador inglés y yo la felicité. Thatcher me contestó y me mandó varios de sus libros —cuenta hoy. 

El salto de River a una banca en el Concejo Deliberante -antecesor de la Legislatura Porteña- fue casi natural. En 1988 Maslatón entró en la boleta de la Ucedé. Estuvo tres años sentado con Federico Pinedo a la izquierda y Facundo Suárez Lastra a la derecha. Ya en ese entonces era famoso por sus excentricidades. Para protestar contra la inflación mandó a empapelar todo su despacho con billetes de un austral. También fue noticia nacional cuando se convirtió en el único concejal en repudiar el repudio, en un aniversario, al golpe de Pinochet a Allende.

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Al cumplir su mandato se empezó a desencantar de la actividad que le consumía todos los días desde la Guerra de Malvinas. Alberto Fernández fue testigo presencial del portazo de Maslatón: el liberal le recriminó en la cara a Domingo Cavallo sumar en la lista de 1997 a peronistas como Gustavo Béliz y el actual presidente. “No veo un escándalo así desde la caída del Imperio Romano”, le lanzó Maslatón al exministro de Economía, según una crónica de La Nación.

Maslatón se retiró de la política para dedicarse al “análisis de mercado”. Sólo volvería, dice, para ser presidente. 

—Ya tengo decidida mi primera medida: me pondría a mí mismo de ministro de Economía.

Su primer gran trabajo como analista fue en Patagon, la empresa pionera, a mediados de los 90, en finanzas online en toda América Latina. Cuando le preguntan a Maslatón sobre su experiencia en esta compañía la retrata casi como la lucha de David contra Goliat: luego de que el Banco Santander se hiciera con el control de la empresa, gracias a una compra de U$S 760 millones, intentaron echarlo sin indemnización. El juicio, que tuvo sede en Estados Unidos y en el que Maslatón se defendió a sí mismo, duró desde principios del 2001 a mitad del 2002. La justicia norteamericana falló a su favor y recibió una exuberante paga. Ese fue el comienzo real de su vida de lujos.

***

A Maslatón se le asoma una sonrisa. Está en su lugar en el mundo, su “casa-oficina”, el cuarto donde trabaja, desde donde hace sus zooms y donde pasa casi veinte horas al día. Detrás suyo hay un enorme escudo nacional hecho de plata que le encargó al orfebre Juan Carlos Pallarols, el mismo artista que hizo los bastones presidenciales de Alfonsín, Menem y los Kirchner. El liberal colgó la pieza en marzo del año pasado, días antes de la pandemia, y para el evento hizo venir a un destacamento de Granaderos.

A pesar de que para cuando comenzó este milenio Maslatón ya había derrotado a una multinacional y era concejal con mandato cumplido, además de una referencia dentro del campo liberal, casi nadie fuera del círculo rojo lo conocía. Pero todo cambió con el covid-19.

—Con la pandemia esto explotó. Me paran en la calle, me piden selfies, reuniones. Y yo no sé decir que no, nunca supe. Tengo la agenda colapsada.

—¿Y con esa repercusión qué te pasa? ¿Te la crees?

—No. Yo arranqué en la política. Y el político que se la cree es un bobo.

Cada cuatro o cinco palabras Maslatón desvía la mirada para revisar la gigantesca pantalla ovalada que tiene sobre el escritorio. Ahí está siempre abierta la cotización en vivo del Bitcoin, la primera moneda en el mundo en no estar controlada por ninguna regulación estatal: parece hecha casi a medida para Maslatón. Él escuchó hablar por primera vez de Bitcoins en 2011, se interesó y decidió invertir. Fue amor a primera vista.

—¿Más o menos, cuántos Bitcoins tenés?

—En verdad yo no soy Carlos Maslatón. Soy Satoshi Nakamoto —dice, en referencia al seudónimo elegido por el o los creadores anónimos del Bitcoin.

Cuánto dinero tiene hoy Maslatón en criptomonedas es un misterio que él no quiere revelar. Una comparación permitiría hacer un cálculo estimado: cuando él empezó a invertir cada Bitcoin costaba cinco dólares; ahora el número que la pantalla le devuelve es de 58 mil.

Sergio Massa todavía se acuerda de los debates que tenía con su histórico amigo, el banquero Jorge Brito. El presidente de la Cámara de Diputados tiene un cigarro Café Creme en los labios, esos puritos negros que fuma cuando Malena Galmarini no está ahí para evitarlo. Hace dos días, en una maratónica sesión de 20 horas se aprobó la ley de Ganancias, pero el tigrense, que siempre guarda en algún rincón de su cabeza su eterno deseo presidencial, no descansa. Humeando en la oficina central de la Cámara baja cuenta que Maslatón, al que conoce desde la militancia noventosa en la Ucedé, era el culpable de las largas discusiones que tenía con el difunto dueño del Banco Macro: en cada encuentro que mantuvieron durante la última década -reuniones que todavía siguen sucediendo dos veces al año- el liberal lo atosigaba con su pasión por el Bitcoin. 

—Carlitos me vuelve loco con eso. Entonces yo iba y le decía a Jorge que tenía que invertir en el Bitcoin, y él, que siempre fue un banquero de la vieja escuela, me sacaba cagando. Pero Carlos sabe, es muy inteligente, tanto que hace competir a su inteligencia de hoy con la de ayer, y así todos los días. Por eso a veces se termina equivocando.

***

En 1922 Fernando Pessoa publicó “el banquero anarquista”, un cuento donde el protagonista, un adinerado banquero, se jacta de que él, a diferencia de los que intentan derribar al sistema con bombas, logró llegar al verdadero nirvana revolucionario: gracias a su riqueza quedó liberado de la opresión del capitalismo. “¿Cómo subyugar al dinero y a su tiranía? Adquirirlo bastante como para no sentir su influencia”, dice el empresario.

Si el escritor pudiera ver a Maslatón probablemente se asustaría, de la misma manera en que Víctor Frankenstein tembló al ver caminar a su obra. El líder del movimiento barrani no es banquero pero acumula criptomonedas, y no es anarquista pero pertenece a esa gran tribu del liberalismo que suele rayar lo antisistema. Su fortuna no sólo le permite, igual que al protagonista del cuento, pasarse por los sobacos las convenciones sociales sino que le da a Maslatón aquello que más ama en el mundo, mucho más que a su billetera virtual, sus seguidores e incluso que a Mariquita Delvecchio, su esposa desde 1993. Es su amor más antiguo, que nació cuando un libro de Adam Smith llegó a sus manos a los 13 años. Una pasión por la que él, como dejó claro desde que estalló la pandemia, jura estar dispuesto a morir: la libertad.

—No hay nada más sagrado. Por eso a mí me enerva que alguien, un político al que conozco muy bien, me diga si puedo o no salir de mi casa, me revienta tener que pedir permiso. Yo no soy como ese 30 por ciento de la población que es débil y que siempre necesita que le digan qué hacer, yo me gobierno a mí mismo.

Esta última frase es uno de sus latiguillos más famosos, con el que explica varios aspectos de su vida atípica. No permite que nadie limite su capacidad de circular por la Ciudad, no deja que su esposa le cocine, no usa cinturón de seguridad, no va al médico ni tiene obra social, no trabaja en relación de dependencia, no acepta un rabino de referencia a pesar de ser profundamente judío, no quiere recibir ninguna vacuna contra el Covid, dice no dormir jamás más de dos horas de corrido, no respeta días y horarios de trabajo como el resto de los mortales, no se toma vacaciones, no toma alcohol, no fuma, no toma mate, no anda en bicicleta, no usa GPS, no leyó jamás a Borges, Cortázar o Bioy Casares, defiende abiertamente la prostitución, a los coimeros como condición indispensable de la vida política y a un indulto generalizado para todos los corruptos de las últimas décadas, al contrabando, a los cohetes para las fiestas, a la tenencia de armas, a Carlos Menem y a Ofelia Fernández, a la clase política, a los sueldos que cobran, y a la guerra: se gobierna a sí mismo.

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Maslatón, en el clímax de su autoproclamada independencia, impulsa su propio lenguaje, una especie de lunfardo en versión liberaloide y tuitera. Es un mantra en el que se reconocen sus fanáticos, y que utilizan para intercambiar mensajes por Whatsapp o cuando se envían entre ellos los mensajes de su líder: además del 100% barrani están “pistola” (no hay chances), “masacre” (gran cena), “jerarcas” (popes de alguna institución), “galeritas” (caretas), “téngase presente” (cuando quiere enfatizar una posición), “foro” y “foristas” (redes y usuarios), “valija” (soborno), “papel falsificado” (pesos argentinos) y “reunión puramente criptográfica” (encuentro casual), entre otras.

—Es que a mí nadie me va a decir qué hacer. Todo lo que sea como yo es liberal, todo lo que no sea como yo es antiliberal. Soy el liberal por excelencia de Argentina: soy el capitalismo.

***

La bomba explotó ocho metros atrás de Maslatón. Si no hubiese estado sentado dentro de un Jeep Sufá del ejército de Israel este perfil jamás hubiera sido escrito. El coche blindado aguantó la mayoría de las esquirlas que lanzó la detonación, pero no todas. 

Dieciocho años después, en su oficina, el liberal se arremanga el pantalón y presume uno de sus grandes trofeos: tres pequeñas pelotas que se le asoman en la tibia derecha, la pierna que en aquel noviembre del 2003, en las afueras de la Franja de Gaza, se salvó de milagro.

Dos décadas antes la historia casi se repite, y en forma de tragedia. En 1984, año en que, según los números oficiales de Perú, morían asesinadas 5,62 personas por día, Maslatón estuvo a punto de sumarse a la estadística. El ejército del país vecino lo secuestró en las afueras de Ayacucho, una ciudad al sur de Lima, y lo tuvo una semana detenido: sospechaban que era miembro de Sendero Luminoso, la organización armada que buscaba derribar al gobierno. Si los soldados llegaban a convencerse de eso, el liberal era hombre muerto.

—Pero me salvé porque sé hablar políticamente. Los convencí de que estaba en las antípodas ideológicas de Sendero Luminoso y que sólo había viajado hasta ahí para analizar la situación.

La sorpresa de los peruanos se debe haber asemejado a la del falso agente de la Aduana. Cuando Maslatón viaja al exterior no lo hace pensando en la comodidad de una playa o en una aventura hacia una montaña: las vacaciones perfectas, para él, son en un país en guerra.

—Es la misma lógica por la que de niño vivía escuchando radio. Cuando estoy en condiciones de viajar voy a algún lugar interesante donde pasen cosas, cosas interesantes. Podría ser corresponsal de guerra, creo que podría hacer una descripción bastante mejor que la que se hace en los grandes medios.

Además de Perú e Israel -a este país hizo por lo menos 50 viajes-, Maslatón también cubrió, en su condición de corresponsal amateur, la guerra de Beirut en 1986 (“la mejor guerra civil de todos los tiempos, el día que llegué explotó un coche bomba a 200 metros”), la de El Salvador en 1981 (“en diez días no se dejaron de escuchar tiros en ningún momento”), y la revolución sandinista en Nicaragua en 1980. La lógica siempre es la misma: ve algún conflicto internacional “interesante”, compra el pasaje -prefiere viajar solo y en la clase más barata posible- e intenta acercarse a la primera línea de batalla todo lo que puede. 

La táctica tampoco cambia:

—Me hago pasar por un boludo. Soy un tarado que no entiende nada, que va sólo, sin seguridad ni nadie. Así no te identifican, no sospechan de vos, y lográs una comprensión más real de lo que está pasando.

—¿No te da miedo?

—Así como están los que tienen miedo, los que se sienten débiles, los que se tienen baja estima, están los que no tienen miedo, los que se sienten fuertes, los que se sienten bien. Yo estoy en este grupo.

Todos estos periplos por el mundo —ahora tiene planeado uno a la Franja de Gaza con el ex legislador trotskista Gabriel Solano— tienen que ver con lo que define como su “máxima frustración en la vida”: no haber sido soldado, un deseo que le nació en 1982, cuando se anotó, sin éxito, como voluntario para Malvinas. Es algo que le pesa incluso más que no haber sido padre, idea que se empezó a replantear hace poco.

—No hay modo en que lo pueda superar, todo otro penar pasa pero este no. Para mí es lo más importante a lo que se puede apuntar en la vida, ser soldado de infantería en tiempos de guerra. Quisiera al menos haber participado en la lucha contra el ERP en Tucumán. Morir como soldado es la única muerte que tiene sentido para mí, la única que puedo justificar.

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Maslatón está molesto. “Esto es una ridiculez, una pavada”. Mira al mozo, que se acercó para acompañarlo hasta la mesa, y aprovecha la excusa para seguir destilando veneno. “Miren a este pobre pibe, que para trabajar le hacen poner esta boludez”. Al joven apenas se le ven los ojos pero se le nota que está incómodo, sobre todo porque el liberal es uno de los clientes más fieles del exclusivo restaurante Ozaka, en Puerto Madero, donde las facturas no bajan de los diez mil pesos por persona. No quiere meter la pata y soporta la larga perorata de Maslatón contra el barbijo y el covid. Para entrar lo obligaron a cumplir el protocolo y lo siente como una derrota personal. “Qué bien que la hicieron los comunistas, inventaron este virus y nos tienen a todos como pelotudos”, dice antes de pedir de memoria 10 platos distintos.

—En la vida hay cuatro grandes vicios. El alcohol, las drogas, el tabaco y la comida. Yo pude zafar de todos menos de uno.

Las bandejas de sushi llegan en cantidades. A Maslatón se le ilumina la cara ante cada plato: es el flash de su celular, con el que hace fotos para mandarle a su nutricionista. Hace dos semanas empezó un nuevo tratamiento y le tiene que notificar a la especialista sobre todo lo que come.

Cuando llegan las bebidas Maslatón comete una imprudencia. Ocurre en el momento exacto en que se lleva el vaso de agua a su boca: una de sus banderas históricas, de esas que ostenta desde hace años, es la de tomar las bebidas exclusivamente desde la botella. Hay hilos de Twitter y largos videos suyos donde desarrolla su teoría sobre la falta de higiene de bares y restaurantes, motivo por el cual adoptó religiosamente esta práctica. Según cuenta en sus redes, la última vez que tomó de un vaso que no le pertenecía tenía 12 años. Es, de hecho, una costumbre que sus fans copian cuando salen a comer afuera, desde donde suelen subir fotos con botellas en los labios.

El vaso en Osaka es la primera vez, en esta cuarta entrevista y después de más de doce horas de charla, que el Maslatón persona le gana al Maslatón personaje. Es, en verdad, la primera vez que se puede sospechar que son dos entes distintos, que hay uno que se presenta ante el mundo como la persona más transgresora del país y otro que, cuando el Twitter se calla, tiene la misma distancia entre lo que dice y lo que hace que cualquier hijo de vecino. Hasta entonces la duda aparecía con fuerza luego de cada encuentro: ¿este tipo es o se hace?

Maslatón cuenta uno por uno los billetes. La factura supera los 30 mil pesos y él agrega cinco mil más de propina. Ante la pregunta dice que él no se hace, que simplemente a veces exagera. “Para romper las pelotas”, lo que más contento lo pone en el mundo.

—Y así me siento absolutamente feliz. Diría que soy un 95% feliz.

—¿Y el otro 5?

—Me quedé con ganas de ser soldado de infantería en alguna guerra.

*Este texto fue editado luego de su publicación