Crónica

El Indio en Olavarría


La maldición del pogo más grande del mundo

Miles de fans que vieron al Indio este fin de semana experimentaron un deja vú. La desorganización era la misma que en el recital anterior. El ídolo de masas alardea: no puede hacerse cargo del “pogo más grande del mundo” que él mismo genera. En esta crónica el joven periodista de rock Manuel Buscalia cuenta cómo en la noche del sábado algo se rompió y el Indio ya no volvió a ser el mismo. Para cuando el recital terminó y la masa se convertía en una marea peligrosa, detrás del escenario el manager de Solari y su guitarrista lloraban desconsolados. El milagro del pogo desmesurado ya era una maldición.

A las 5:40 AM del sábado el grupo de WhatsApp que Leandro “Lie” Lettieri tenía con sus amigos de kickboxing, Pablo Martínez y Gabriel Lator pasó a llamarse “El mejor día del año”. Es que para Lie, cada oportunidad de viajar a ver al Indio Solari significa una ruptura en su calendario habitual, un quiebre que le permitía al menos por unos días despegarse de la telaraña en la que lo atrapaba su rutina de empleado bancario; una fecha mejor que su cumpleaños o Año Nuevo.  Los preparativos lo motivaban a hacer cosas que sorprendían a quienes lo conocían. Lie es conocido como el “clavador de vistos” de la aplicación de mensajería móvil, el colgado de sus amigos, el que siempre llegaba tarde a todas las salidas y te dejaba esperando. Ante la proximidad del mejor día del año proponía la hora de encuentro para hacer las compras para el viaje, se ofrecía como conductor para la travesía hacia Olavarría y exigía que llegaran a su casa para que la salida no se demorara antes de las 6 de la mañana.        

Como ya sabían por los medios, el show de Solari reuniría una 300 mil personas, superando el récord del 12 de marzo del año pasado, cuando juntó alrededor de 200 mil.  Para evitar el caos que  esperaba en la ruta, Pablo y Gabriel se juntaron en la casa de Lie en Barracas a la hora pactada. Unos minutos después llegó otro amigo, Sebastián “El Griego". Después de cargar la parrilla, la heladera con hielo, la bondiola, el vacío, las botellas de fernet, gaseosas y agua, el carbón y las mochilas, los cuatro pasaron a buscar  a Marina, la novia de Lie, y partieron.

Al igual que la mayoría de las 550 mil personas que terminaron asistiendo al recital – cifra que aportó la fiscal de Olavarría Susana Alonso, basándose en  imágenes tomadas por drones y la opinión de los peritos–, Lie había ido a varias presentaciones de Solari. Pero en esta la cantidad de gente excedía cuatro veces el tamaño del pueblo. A sabiendas de esa situación, aún cuando ya antes no lo habían pasado tan pero tan bien, él y sus amigos, como tantos otros, decidieron participar igual. No se la podían perder.

En 2014, Lie llegó a manejar un total de 24 horas ida y vuelta a Mendoza para ver el show, salir, dormir un rato en el auto y volver a Buenos Aires. Es decir, viajar un día entero para un recital de dos, tres horas. En 2016 fue a Tandil, en donde alguien intentó sin éxito abrirle el baúl de su auto. Sin embargo sus amigos no corrieron la misma suerte, y perdieron las mochilas en las que habían guardado sus celulares y billeteras. A pesar de la mala experiencia, Lie decidió ir a Olavarría apenas se anunció el show. Algo adentro suyo lo llamaba y como siempre, él acudiría a ese llamado.           

Tras cinco horas de viaje, Lie llegó con sus amigos a Olavarría. El griego tenía un amigo en la ciudad; el auto quedaría en la puerta de su casa. Estaban con hambre y cansancio, decidieron bajar rápido la parrilla y el asador oficial del grupo encendió el fuego, pusieron la parrilla sobre la vereda. Gabriel se puso a preparar sus típicos fernets mientras conversaba con Marina y el griego que comían unas galletitas para amortizar la espera. Esta misma escena se repetía a lo largo de toda la calle, y de la que se seguía, y  de la otra, y de la otra. Grupos de amigos riéndose, celebrando en comunión. Algunos habían llegado recién como ellos, otros estaban instalados hace un día.

A las 19:00, Lie y sus amigos largaron la marcha hacia el predio de La Colmena. Tenían que hacer unas cuarenta cuadras. Para llegar a hacer el recorrido –tardaron cincuenta minutos–, tuvieron que pasar entre autos y micros mal estacionados, esquivar vendedores ambulantes que caminaban por la calle y que los tentaban con cerveza, tragos, patys, panchos. Todo se hacía más ameno acompañados por la música que salía de los negocios, los puestos de comida y las casas, y el canto grupal a coro con desconocidos, como si a pesar de las diferencias de clase, edad e ideología estuvieran hermanados por una causa elevada, un fin común superador.

Siguieron un cartel que decía “puerta 5”; les marcaba un ingreso al predio. Terminaron en una especie de arboleda oscura, sobre el barro provocado por la lluvia que durante la tarde  amenazó con volver durante el show. Después de atravesar ese pequeño bosque, a unas cinco cuadras, vieron las luces del predio. El ingreso fue un deja vú del 12 de marzo de 2016, cuando el Indio Solari tocó en Tandil. Ninguno de los encargados de seguridad controlaba que tuvieran entrada, ni hacían chequeos. No fue difícil entrar todas las bengalas y fuegos artificiales que luego se prendieron durante el recital.

¿Es posible controlar el ingreso de más de 500 mil personas? Solari dio una pista a la respuesta de esta pregunta en “Tsunami, un océano de gente”, el documental en el que es entrevistado por Mario Pergolini. “Para mi público, el sold out no existe, van igual, cortan la avenida que fuere, se arma quilombo, quieren entrar”. Y agregó: “No encuentro explicación al nivel de adhesión que genero, no puedo hacerme cargo del asunto”. En ese documental la idea de que el público está librado a su suerte es innegable.

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Después de las 22, comenzaron a sonar los primeros acordes de la noche con “Barba azul vs. el amor letal”, un clásico de Los Redondos, y el Indio Solari apareció con sus lentes de sol negro, una campera roja y una gorra del mismo color que se terminó sacando después de la primera canción. Hacía frío suficiente como para querer sentir el calor humano de las personas que estaban cerca. Las ráfagas de viento se llevaban el sonido y lo devolvían roto: Lie y sus amigos se acercaron unos pasos más a la torre, hasta que encontraron un ángulo que los dejó escuchar con mayor precisión. Solari continuó con tres temas de su cosecha solista: “Porco Rex”, “Arca Monster” y “Chau Moicano”. Habían pasado un poco más de veinte minutos desde el inicio cuando Solari decidió seguir con otro tema de su ex grupo, “Ropa Sucia”. Antes de que la canción terminara, las luces del escenario se apagaron y ahí una fuerza se puso en marcha, invisible como el viento, y recorrió todo el  predio de La Colmena.

“¿Dónde está la gente de defensa civil? Hay personas tiradas en el suelo”, dijo Solari, y agregó: “Si siguen empujando así no vamos a terminar el show. Se junta mucha gente y no se puede controlar, paren un poco, están pisando a personas que están borrachas”. El público respondió al comentario de Solari con aplausos. Nadie, salvo los de las primeras filas y los que estaban arriba del escenario, se habían dado cuenta de que una avalancha había dejado a diez personas en el piso.  Algo vio el Indio, algo que produjo un antes y un después en el show. Fue como si una parte del todo que formaban a través de un contrato imaginario el público, los músicos, la organización y Olavarría se hubiera salido de su lugar; como una cadena de bicicleta gastada, forzada por querer pedalear una vuelta más.                                                    

Media hora más tarde, las luces volvieron a prenderse. “Córranse dos metros para atrás que los están pisando”, dijo Solari. “Tengan cuidado, habíamos quedado en eso, hablamos toda la semana de que iba a venir mucha gente”. Unos días antes de su presentación, Solari había emitido un comunicado a través de Marcelo Figueras, el periodista y escritor que colabora con la redacción de su biografía: “No pequen de inocentes y cuiden al que tienen al lado. Hay intereses oscuros que con pocos miembros pueden arruinar la fiesta”, escribió Figueras en su cuenta de Facebook. Al aparecer otra vez en el escenario, Solari, que se había ido por unos minutos, anunció que regresaban, porque si no iba a ser peor. Y el recital continuó con “Héroes del Whisky”.

¿Alguien le habrá avisado en ese momento a Solari que dos de las personas que se había llevado la ambulancia habían fallecido? Es posible. A partir de ese momento el Indio no volvió a ser el mismo. En los temas que siguieron, por momentos, bajaba el micrófono y dejaba de cantar, y sus coristas tenían que reemplazarlo; se mostró seco, frío, preocupado y el público sintió esa desconexión cada vez con mayor intensidad.

“Ya no tengo más ganas de tocar”, dijo Solari a las 23:40, y ni siquiera su agradecimiento —“No sé cómo decirles gracias por esto, no existe otra cosa así”–, ni el clímax de la noche con “Jijiji”, y el mayor pogo del mundo, pudieron frenar el mecanismo que se activó durante el primer parate del recital, lo que provocó una sensación de extrañeza e incertidumbre en los espectadores. Sonó “Mi perro dinamita”,  el rock and roll que puso a bailar a todos y que hizo que el show terminara como una aparente fiesta. A pocos metros, y en el hospital de Olavarría, ya se vivía una realidad paralela. Del otro lado del gran escenario, Julio Sáez, el mánager del Indio Solari, su persona de confianza, el encargado de responder los pedidos de entrevistas, sus mails y anunciar sus show, el filtro del Indio con el mundo exterior lloraba junto al guitarrista Baltazar Comotto.

Para esquivar la marea de personas que trataban de salir por cualquier lado –algunos se trepaban a los baños químicos, otros rompían los paneles negros que bordeaban el predio–, Lie le dijo a sus amigos que esperaran un rato hasta que el lugar se descomprimiera un poco. La estrategia no funcionó. Salieron de La Colmena y afuera los alcanzó la ola humana con tanta fuerza que los alejó del camino correcto hacia el auto. Con paciencia, y quejándose porque al igual que en Tandil no tenían ningún cartel que los informara, ni había una persona que pudiera guiarlos, siguieron a la masa. A las cuatro cuadras quedaron atrapados entre la muchedumbre. Marina se sintió mal, agobiada por el calor humano de cientos de miles de cuerpos que se desplazaban por las calles de Olavarría, unos al lado de otros. Lie trató de acercarla a una vereda y de levantarla para que pudiera tomar aire. Pablo fue con él mientras que El Griego y Gabriel se vieron obligados a abandonar a sus amigos, la marea los llevó en otra dirección. El panorama los preocupó al ver cómo algunos se descomponían, o se tropezaban o se caían al suelo. Un hombre de unos treinta y pico se molestó con Marina cuando sin querer, a causa de los empujones, rozó al niño que llevaba en brazos. No tenía más de dos años. No era el único.

Cuatro horas demoraron en llegar al coche. Ahí los esperaban El Griego y Gabriel con la noticia: había 10 muertos por una avalancha humana, por eso el Indio había parado su show tantas veces. El domingo, después de que varios medios informaron sin ningún tipo de chequeo, la fiscal Susana Alonso dijo que había dos muertos: Javier León, de 42 años, quien falleció por una trombosis cardiopulmonar, y una persona a la que no habían logrado identificar, cuya muerte había sido provocada por un paro cardiorespiratorio. Hoy se conoció que el nombre de ese fan es Juan Francisco Bulacio, de 36 años, alguien que lleva el mismo apellido que Walter, el joven que mató la policía en abril de 1991 después de un recital de Los Redondos en Obras Sanitarias. A partir de ese hecho, el Indio Solari le negó a la policía el ingreso a sus shows. La coincidencia entre los apellidos no tiene que ver con un lazo familiar, Walter y Juan Francisco no eran parientes, pero la muerte de ambos está atada con una noche negra para Solari, como si el destino se hubiera querido mofar de él, de una forma cruel y despiadada.

Lie y sus amigos habían quedado en juntarse al lado del auto y por eso, para ellos, fue fácil reencontrarse. Después de tratar de dormir un rato, a las nueve del domingo, emprendieron el regreso a Buenos Aires. Durante las once horas de viaje por la ruta, se repitieron las imágenes de micros y autos pasando por la banquina, cruzándose al carril de enfrente y yendo en contra mano. Uno detrás de otro. Sin parar. La falta de controles de tránsito y de policías era total. En el camino y gracias a las radios locales que iban enganchando, escucharon la conferencia de prensa de Ezequiel Galli, el intendente de Olavarría. Se enojaron cuando Galli dijo que “se esperaban 170 mil personas por las entradas que se vendieron”, y el predio estaba habilitado para 200 mil. Tanto ellos como todos los que fueron a más de un recital de Solari, saben que siempre se esperan más personas que las que compraron entradas, una tendencia que se repite desde los recitales de Los Redondos. Si se escucha el enojo de los fans que fueron en peregrinación sufrida hasta la ceremonia propuesta por el Indio se puede percibir la ruptura de un vínculo: estaban todos dispuestos a padecer las malas condiciones que ya habían vivido en Tandil, pero nunca imaginaron que la cantidad de gente sería tal y que la muerte rondaría el recital.  

Cuando llegaban a Buenos Aires, apareció lo que más esperaban, un comunicado del Indio Solari. Desde Virumancia, su fanpage en Facebook, se publicó un mensaje que decía: “Para las familias que esperan a los suyos: una vez más de forma irresponsable y mezquina los medios están vendiendo pescado podrido. Por favor no crean todo lo que se dice. Esperamos que con el correr de las horas todos vayan llegando a sus hogares”.

En el momento de cierre de esta nota, todavía había personas sin volver a sus casas, varadas o desaparecidas. El Indio Solari nunca eligió que tanta gente lo siguiera, o eso dice él. Todos, él, sus fans, sus productores, los medios que lo han retratado, cultivaron la idea del pogo más grande del mundo. Un desafío que lleva varios capítulos, cada uno de ellos al anterior. En ese espiral parecen haber quedado cautivos los que formaron parte de la multitud del sábado en Olavarría. Lie y sus amigos lo saben; claro que no fue el mejor día del año. Lo experimentaron como los otros miles de miles, con el cuerpo. Solo que como tantos, no sufrieron hasta quedar totalmente dañados. El Indio y su entorno, el mismo que lloró al terminar el que quizás sea el último recital, también sufrió. Nadie pudo evitar que el milagro del pogo más grande del mundo se convirtiera en su propia maldición.