Derrota, renuncias y una carta


La unidad que supimos conseguir

La derrota electoral en las PASO pone en riesgo la unidad del Frente de Todos: renuncias de ministros, reuniones con gobernadores, acusaciones por el rumbo de la economía, audios filtrados y una carta de Cristina que agregó más nafta a la fogata. En esta crónica urgente, Nicolás Fiorentino repasa las escenas de esta semana y se pregunta por el futuro: ¿nació el Albertismo? ¿Es posible reanudar la coalición? ¿Dónde queda parado Massa, pegamento clave de la unidad? ¿Cómo sigue el rumbo de acá a noviembre? ¿Y los próximos dos años? 

Fotos interior: Télam

Alberto Fernández despide a Cristina Fernández de Kirchner con un frío abrazo. La vicepresidenta gira sin mirarlo a los ojos, enfrenta a la cámara que avanza junto con ella mientras, por detrás, lentamente se cierra la puerta del despacho presidencial. Se sube a un auto que la espera en el jardín de la Quinta de Olivos. Toma su teléfono y envía un mensaje de texto. 

Funde a negro.

Entre el ruido de las hélices del helicóptero que lo traslada a José C. Paz, Alberto Fernández recibe un mensaje y se entera que el ministro del Interior, Eduardo Wado de Pedro, puso su renuncia a disposición. Durante el almuerzo con el intendente Mario Ishii se suceden más y más renuncias disponibles. No es un hecho aislado, es una patada al tablero desde el Senado, desde donde opera a esa hora, y el resto del día, Cristina. Toma su teléfono y le dice a su jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, que quiere a todos los propios en Casa Rosada para cuando llegue.

Si Netflix quisiera construir un relato cinematográfico de las horas calientes y urgentes que le siguieron a la catástrofe electoral que sufrió el Frente de Todos, le alcanzaría con un buen casting y estas dos escenas para resumir los dos hechos más importantes, separados por menos de doce horas, entre la medianoche del martes 14 de septiembre y el mediodía del miércoles 15. Con la primera, la furia de Cristina por la negativa de Fernández a mostrar una reacción fuerte al mensaje de las urnas; con la segunda, la piedra fundacional del albertismo.

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El miércoles por la tarde, todavía groguis por la rebelión kirchnerista que hacía llover renuncias que copaban los portales y canales de noticias, un grupo de ministros y ministras dio a luz al albertismo, la corriente que Alberto Fernández se había prometido no construir jamás. Tuvo el peor nacimiento posible: fue el fruto de un cachetazo de las urnas que detonó inquinas latentes debajo de la alfombra. Entre los votos efectivos y el alto ausentismo edificaron un rechazo contundente a la gestión económica del primer año y medio del gobierno del Frente de Todos. Ni las citas permanentes a la herencia catastrófica del macrismo ni 60 millones de vacunas lograron evitar el mensaje popular que la primera candidata a diputada de la alianza oficialista, Victoria Tolosa Paz, resumió en dos palabras el día después de la derrota: “Así, no”.

La primera reacción del albertismo, en caliente, fue minimizar la movida del kirchnerismo e intentar instalar que, en realidad, todos los hombres y mujeres del Presidente habían puesto su renuncia a disposición, aunque los más cercanos lo habían hecho de manera personal e informal. Como muchas de las estrategias del Gobierno para neutralizar conflictos, esta también duró poco. La cumbre de ese albertismo incipiente ensayó entonces un paquete de medidas. La primera: crear un escudo de ministros y ministras alrededor del jefe de Estado. Esa guardia personal la gestaron el jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, la secretaria de Legal y Técnica, Vilma Ibarra; los dos hombres más cercanos al Presidente, el secretario general de la Presidencia, Julio Vitobello, y su vocero, Juan Pablo Biondi, y las y los responsables de varios ministerios: Martín Guzmán (Economía), Matías Kulfas (Desarrollo Productivo), Gabriel Katopodis (Obras Públicas), Juanchi Zabaleta (Desarrollo Social), Carla VIzzotti (Salud), Claudio Moroni (Trabajo), Sabina Frederic (Seguridad), Nicolás Trotta (Educación) y Matías Lammens (Turismo y Deportes).

La segunda reacción está directamente relacionada con la primera, y fue poner en marcha una especie de operativo clamor que se extienda más allá de las rejas de la Casa Rosada. El diagnóstico era claro: los apóstoles de la Rosada son fieles pero no tienen votos. Por orden de Fernández salieron a buscar apoyo federal. El Presidente habló con el gobernador de Tucumán, Juan Manzur, y empezaron a llegar tuits de otras provincias clamando por la unidad del Frente de Todos pero condicionado al liderazgo del Presidente. La movida se terminó de cristalizar con la presencia del sanjuanino Sergio Uñac en Olivos, el más refractario de los gobernadores a cualquier cosa que empiece con K. Alcanzó con esa foto para que el apellido Uñac empezara a sonar como un posible reemplazante de De Pedro en Interior. Así de frágil y descontrolada es la situación. Más tarde el que pasó por la Rosada fue Manzur, el nombre que Cristina le ofreció a Alberto Fernández como reemplazo de Cafiero.

Luego de un hilo de tuits en el que el Presidente deja definiciones como “La altisonancia y la prepotencia no anidan en mi” (entonces, ¿en quién anidan?) o “La gestión de gobierno seguirá desarrollándose del modo que yo estime conveniente”, marcándole límites a lo que considera es una avanzada de su compañera de fórmula en 2019, deja el discurso moderado para ir a definiciones más concretas. Lo hace a través del periodista Mario Wainfeld, en una nota en formato “falso on”. Ahí sí dice lo que realmente quiere decir en un puñado de frases:

—Ella (por Cristina) me conoce, sabe que por las buenas a mí me sacan cualquier cosa. Con presiones, no me van a obligar.

—Lo charlamos, acordamos nombres. Eso sigue en pie —dice sobre futuros cambios en el gabinete.

—No entiendo para qué se apuraron.

—(Cristina) jamás me pidió la renuncia de Martín Guzmán.

—Me llamaron todos los gobernadores. Me decían que les aceptara las renuncias, que los sacara.

La respuesta llegaría horas más tarde en una carta pública de Cristina que produjo el mismo efecto que un cisterna de nafta volcado sobre un incendio.

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Desde la campaña que lo depositó en la Casa Rosada, Fernández se cansó de repetir que una fractura con la expresidenta no era algo posible. “Nunca más me voy a pelear con Cristina”, dijo en más de una oportunidad. La afirmación no se escuchaba en la contraparte y pasó: fue Cristina la que se peleó con Alberto. 

Harta de pagar los costos políticos de una gestión sobre la que no domina, agotada de ser señalada como la directora de una orquesta en la que no elegía ni qué música tocar ni cómo tocarla, registrando que sus mensajes indirectos y también los directos –“funcionarios que no funcionan”, “búsquense otro laburo”- caían en una bolsa agujereada, fue al mano a mano con Alberto. Le pidió un timonazo, un giro en la política económica que implicara acelerar el gasto público con foco en el bolsillo y que ese giro viniera acompañado de un cambio de nombres para refrescar la gestión. Dicho de otro modo: que la jugada tuviera el doble componente, el gestual y el efectivo. Obtuvo el mismo resultado que con todos los intentos anteriores.

En el medio el kirchnerismo en masa, impulsado desde La Cámpora, había salido a su rescate cuando las fotos y los videos de la celebración del cumpleaños de Fabiola Yáñez en plena cuarentena copaban las redes y las pantallas. Incluso cuando ese mismo 14 de julio de 2020 Máximo Kirchner había saludado a su hijo Néstor Iván, que cumple años el mismo día que la pareja del Presidente, por videollamada. Cristina igualmente sí lo expuso públicamente por ese error con otra frase pesada: “Poné orden, Alberto”.

En la cumbre de Olivos de la noche del martes 14 de septiembre, el Presidente justificó su negativa argumentando que ejecutar movimientos fuertes tras la derrota en las PASO en lugar de fortalecerlo lo iba a debilitar. Para la vicepresidenta esa explicación tuvo sabor a poco. Donde Alberto Fernández veía un impacto sobre su figura, Cristina Fernández veía que lo que se estaba perdiendo eran votos. Sus votos.

De las 3.529.900 que la votaron en octubre de 2017, cuando armó Unidad Ciudadana y enfrentó a dos rivales dentro del amplio universo del peronismo como Sergio Massa y Florencio Randazzo, se cayó a 2.789.022 en las primarias de 2021 y con Massa adentro. 740 mil votos menos que no fueron en busca de la vuelta del macrismo ni cayeron en la grieta, sino que revelaron un descontento por la falta de respuestas a una crisis económica que, sea quien sea el responsable, debe resolver este gobierno, porque con esa promesa ganó en 2019.

Esto se lo recuerda sobre el final de la carta que compartió en sus redes un rato antes de las 19 del jueves 16 de agosto: “Sólo le pido al Presidente que honre aquella decisión… (haberlo elegido como candidato a presidente) pero por sobre todas las cosas, tomando sus palabras y convicciones también, lo que es más importante que nada: que honre la voluntad del pueblo argentino”.

En el texto, radioactivo, se desentiende de cualquier responsabilidad sobre el resultado de las PASO y aclara que le advirtió en 18 reuniones que tuvieron en 2021 antes de las elecciones que si no se cambiaba el rumbo de la economía iban a ser víctimas del castigo popular, como efectivamente sucedió. También acusa a Biondi de artífice de operaciones de prensa en su contra, le pone números a lo que considera “una política de ajuste fiscal equivocada” y cristaliza la bronca que atravesó al kirchnerismo las horas posteriores a la “catástrofe política” -como calificó al resultado de las PASO-, cuando no se ejecutaron cambios, no se hicieron anuncios y la agenda del Gobierno continuó sin alteraciones. Varias voces del entorno cristinista subrayaban la incredulidad al ver que, tras el grito de las urnas, el Presidente inauguró una obra en Almirante Brown, almorzó con Ishii, anunció una ley de promoción de inversión en hidrocarburos y se disponía a viajar a México en una gira oficial. 

Al Frente de Todos le pasó lo que el Presidente prometió que nunca iba a pasar: la división de los Fernández. En el medio quedó Sergio Massa, sin reacción y entre intentos hasta ahora vanos de convertirse en el pegamento de una alianza partida. Paradójicamente una ruptura definitiva podría dejar al líder del Frente Renovador como el gran perdedor en una mirada que trascienda un poco más allá del futuro inmediato, una proyección igualmente impensada en este contexto. Alberto Fernández se quedaría con el poder, al menos hasta 2023, y Cristina volvería a recostarse en su tropa y en el apoyo popular que le quede después de la hasta aquí traumática experiencia en su vuelta al poder. 

Pero ¿adónde quedaría Massa si la alianza se parte entre el Presidente y su vice? ¿Elegiría sostener el tándem de gobernabilidad que gestó con Máximo y Cristina en el Congreso apostando a ser el candidato de lo que surja de aquí a dos años de ese acuerdo, aunque eso lo ubique ya de forma definitiva como parte del esquema de poder K, el mismo esquema al que combatió entre 2013 y 2019? 

Luego de la experiencia Alberto no parece viable que Cristina vuelva a confiar en alguien que no sea ella o alguien propio para pelear la Presidencia. Entonces, ¿Massa apostaría por quedarse del lado de Alberto, sus apóstoles y las filas peronistas a las que no les tiembla el pulso para despegarse rápidamente de todo lo que huela a kirchnerismo, como la CGT, la mayoría de los gobernadores, algunos empresarios y un grupo de intendentes que aceptó a regañadientes al líder de La Cámpora como jefe del PJ bonaerense, para ser el heredero de un albertismo en ciernes y no probado? 

La tercera opción es volver al llano, renovar la apuesta a la tercera vía. Para él fue una vía en picada: pasó del 44% en 2013 al 11% en 2017 en la provincia de Buenos Aires y hoy el teatro político tiene todos los casilleros cubiertos del centro a la derecha, le sobran opciones y jugadores. El presidente de la Cámara de Diputados por ahora se sacó para protegerse.

Serán un albertismo que nació débil y a la defensiva y un kirchnerismo que suele jugar mejor en frío que en caliente los artífices de lo inmediato. La salida ordenada, o algo parecido a eso, podría ser un nuevo gabinete en el que Alberto y Cristina cedan piezas. Un nuevo organigrama de unidad que difícilmente resulte operativo o coordinable. La primera pregunta, si este es el camino, es obvia: ese nuevo equipo de trabajo ¿a quién responderá? ¿Al Presidente en forma unívoca o cada cuál a quien reconozca como su jefe o su jefa? ¿Qué medidas saldrán de un gabinete construido como un Frankenstein? Los dos Fernández parecen coincidir en el objetivo de orientar la política económica hacia la economía hogareña, pero difieren en la velocidad. Cuesta creer que se trate solo de una cuestión de tiempos.