Crónica

La obra mutante de Saviano


No le dicen Camorra, ahora lo llaman Sistema

En Europa, la serie basada en “Gomorra”, el libro sobre la mafia italiana del best seller Roberto Saviano, es un fenómeno comercial y sociológico. Los dichos políticamente incorrectos de los personajes son de uso corriente entre amigos y los chicos los imitan en sus juegos. El cronista Jorge Carrión visitó los escenarios napolitanos donde se asustó ante las amenazas de los locales, y analizó la obra más emblemática de la camorra actual, sus adaptaciones y saltos del testimonio a la ficción.

Fotos: Jordi Carrión

“En Nápoles ya nadie habla de la Camorra”, me dice Catello, “aquí todo el mundo se refiere al Sistema”. Él trabaja en un hospital y cuando un paciente, o el familiar de un paciente, le susurra que forma parte del Sistema, lo pone en una situación incómoda, cuando no comprometida. Se me ocurrió preguntar, en una reunión con amigos napolitanos, si alguien había tenido algún problema con la mafia y todos respondieron que sí. Es difícil imaginarlo pero cuentan que si te ves involucrado en un accidente de coche, el primer impulso no es salir para ver si todo el mundo está bien, sino bajar el seguro, no sea que el anciano atropellado o el automóvil golpeado estén relacionados con camorristas. Y te estés jugando la vida sin saberlo.

No es de extrañar, en ese contexto, que la serie Gomorra haya sido un fenómeno en Italia. Un fenómeno no sólo artístico y comercial, sino también sociológico. Ha generado una polémica razonable tanto la imagen que proyecta del Sur, como el retrato que hace de criminales como el asesino Ciro Di Marzio, alias El Inmortal, o los miembros del clan Savastano. El escritor Roberto Saviano ha defendido que se trata de una caracterización de los personajes que rehúye la idealización, que persigue el rechazo moral. Pero muchas de las frases más emblemáticas que ellos pronuncian se han convertido en moneda de uso corriente entre amigos, en clave de broma compartida. Y los niños imitan a Ciro, a Genny y a otros personajes. Y en Youtube se han multiplicado las parodias. Antes de convertirse en un éxito internacional, Gomorra no sólo había conquistado los televisores, sino también las calles italianas.

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Ciertas calles se reflejan fielmente en la serie, cuya estética hiperrealista se sitúa en la línea de The Wire, y hace con los alrededores de Nápoles lo mismo que David Simon y Ed Burns hicieron con Baltimore. Giorgio me acompaña en su coche por esa geografía. Él nació en un barrio noble, Mergellina, pero tras la muerte de su abuelo tuvieron que mudarse y al padre –empleado de Telecom– se le presentó la oportunidad de comprar a buen precio un piso en Ponticelli. La finca es un oasis de clase media en medio de un desierto de pobreza. Él compartió aula con chicos que fueron a la universidad y con otros que se dedicaron al trapicheo y acabaron en la cárcel. Me cuenta la historia de dos muchachos de su generación que llegaron a los juveniles del Milán, pero que fueron expulsados del club cuando les descubrieron traficando. Sus padres estaban en prisión; sus madres eran prostitutas.

Pasaremos varias horas visitando cada uno de los escenarios de la serie. Nuestra ruta será hilada por una común, monocorde degradación. El Vesubio estará siempre ahí. No habrá modo de escapar de él. Aunque veas en primer plano grafitis o escombros o coches abandonados, el volcán siempre se asomará a lo lejos. Pero no aparece en la serie. Los directores Stefano Sollima (vínculo directo con Roma criminal), Claudio Copellini y Francesca Comencini (ambos provenientes del cine) le niegan protagonismo con sus planos a la naturaleza majestuosa y sus símbolos, para dárselo a la miseria de los hombres y su basura.

Transformación napolitana

Ahora mismo Nápoles está experimentando una intensa transformación urbanística. Las nuevas estaciones de metro del centro histórico han sido diseñadas por arquitectos prestigiosos, como Óscar Tusquets, cuya estación Toledo ha sido escogida por varias publicaciones como la más bella del mundo. También avanza la conexión con el aeropuerto. Y se remodela desde hace un par de años la Plaza Garibaldi. “Pero el dinero no fluye hacia las afueras”, me comenta Giorgio, “fíjate, todas estas zonas están claramente deprimidas y no se invierte en ellas”. Se refiere a estos municipios del norte de la metrópolis, como Secondigliano, Ponticelli y Scampìa: motos que transportan a familias de cuatro miembros, pequeños vertederos por doquier, estatuas de vírgenes con cirios y flores en todas las esquinas, grafitis con las caras en blanco y negro de jóvenes camorristas muertos.

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No puedo saber si es por las escenas de la película y de la serie, pero me impresiona fuertemente encontrarme frente a Las Velas, edificios que de lejos parecen barcos y cuyas entrañas están llenas de mugre y narcotráfico. Se erigieron en los años 60 y 70 con voluntad claramente utópica: que las comunidades estrecharan sus lazos en esas galerías comunes, en estos edificios rodeados de prados. Scampìa ya existía antes del terremoto de 1980, y acabó de corromperse a causa de la catástrofe: en el lustro siguiente se construyeron un sinfín de case popolari para albergar a las familias que se habían quedado sin nada. La Camorra especuló en la operación inmobiliaria y se aseguró el seguir siendo dueña del barrio. Entre 1997 y 2003 fueron derribadas tres de las siete velas, donde se habían refugiado muchas familias de inmigrantes sacudidas también por el sismo y sin derecho a una vivienda de propiedad. Quedan cuatro. Cuatro iconos de la Camorra.

Sin previo aviso aparecen en los callejones que las circundan grandes bloques de cemento que impiden el paso. Los van cambiando de lugar periódicamente, para que la policía no pueda saber las rutas de acceso. En tal caso, esos niños y adolescentes cómodamente instalados con sillas de playa en los balcones comienzan a gritar “María, María”. Se trata de un eco que llega desde tiempos más religiosos, cuando para alertar sobre la llegada de las fuerzas del orden se entonaban auténticos avemarías. Al verme hacer una foto, un tipo me grita y hace ademán de corrernos. Giorgio acelera. Varios adolescentes se ríen de nosotros. De nuestro miedo, tan previsible.

Otras locaciones de Gomorra son menos célebres. Mi guía conduce bajo el puente de la Fiat, con la autopista sobre nuestras cabezas, el coche flanqueado por decenas de prostitutas y montones de electrodomésticos oxidados y envases de plástico: aquí Ciro y sus secuaces acuerdan una reunión con Conte. Después visitamos Bipiani, las favelas de Ponticelli, unas construcciones hechas con contenedores de barco y techos de amianto, precarias soluciones a la crisis de 1980, que ahora son habitadas por los mismos africanos que aparecen en la serie. Que son masacrados en la serie. La matanza ocurre cerca, en Rione Incis, unas galerías que combinan viviendas y locales comerciales: el único lugar en que nos detenemos y bajamos del coche. Como tantas otras escenas de la ficción, está inspirada en hechos reales: en 2009 fueron asesinados siete inmigrantes en Castel Volturno. Uno de los detenidos como sospechoso de homicidio fue Bernardino Terracciano, uno de los actores de la película Gomorra.

“El otro día detuvieron a Vincenzo, el chico que hace de Danielino, cuyos padres están en la cárcel, porque participó en una paliza y casi matan a un joven”, me cuenta Giorgio, “lo han internado en un centro de menores”. Son múltiples las vías en que la realidad penetra en la serie. En el capítulo de las elecciones políticas, por ejemplo, se ve cómo se compran los votos: una práctica muy habitual (50 euros suele ser el precio). “Lo único que no me pareció verosímil”, me dice, “fue que el alcaide de la prisión consiguiera imponerse a Pietro Savastano”. En una ficción sin policías, se trata del único personaje de orden en un infierno de caos. Pero la Camorra, por supuesto, encontrará el modo de sortearlo.

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La Barcelona mafiosa

La conexión internacional de la serie pasa por Barcelona, que protagoniza el capítulo sexto. Mientras los Savastano abren una vía con Honduras para importar desde allí la droga, su enemigo Conte conecta por tierra –para que sus viajes no queden registrados– el sur italiano con la capital catalana. La ruta en esta orilla comenzaría en el Hotel Vela, donde Ciro pasa una angustiosa noche a la espera de una cita para hablar y negociar con el capo enemigo; y acabaría en el 22 y Diagonal Mar, donde se concentran las inversiones del dinero negro del Sistema. Barcelona es, en la geopolítica criminal que propone la ficción, un lugar de encuentro entre organizaciones provenientes de Italia y de Rusia, que deben convivir para repartirse el pastel de la especulación. Los guionistas insinúan la connivencia de los políticos locales, el famoso 3%.

Las dos escenas más importantes de los minutos que suceden aquí se ambientan en el puerto deportivo, pues Ciro es lanzado al mar para recordarle que está jugando con fuego, y en el Hospital del Mar, que la serie convierte en un antro donde se corren juergas destructivas una pandilla de criminales rusos. Ciro sale de madrugada del emblemático edificio, sin creerse aún que ha sobrevivido, ante la playa de la Barceloneta que amanece. Todas las discotecas de la serie, se encuentren en las afueras de Nápoles o en Barcelona, en Gomorra o en Sodoma, se parecen, como si existiera un único kitsch mafioso, una estética hortera que se expresa en chándales, en joyería vistosa y en caros muebles de época en el interior de viviendas de protección oficial.

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La destrucción de Sodoma y Gomorra (Génesis, 19) se narra en dos versículos: los otros 36 del pasaje narran la deriva de la familia de Lot. El final de la historia es tan terrible como el apocalipsis urbano anterior, pues las dos hijas emborrachan a su padre y se acuestan con él, en noches sucesivas, para asegurar una descendencia que les ha denegado la sal. Para los autores bíblicos era mucho más importante la genealogía que los espacios. En la teleserie, en cambio, las traiciones, los amores, los odios o los homicidios son tan importantes como los arrabales metropolitanos. Porque esas historias sólo son posibles en esos solares, en esos bloques superpoblados, bajo los puentes de esas autopistas. Hay en ellas una fuerza universal, profundamente shakesperiana, pero sus actores se expresan en lengua napolitana, respetan códigos antiguos y locales: y, como telón de fondo, tienen un volcán invisible que ya ha ensayado varias veces su destrucción.

Coda: las metamorfosis de un libro

En nuestra época transmedia, en que los proyectos se generan paralelamente en lenguajes distintos, Gomorra le ha dado otro sentido a la vieja palabra “adaptación”. Sus sucesivas metamorfosis permiten abordar una vez más la clásica distinción aristotélica entre historia y poesía. De una primera encarnación, seminal, en clave de crónica de investigación, la obra de Roberto Saviano ha experimentado una progresiva ficcionalización en tres fases: obra de teatro, película y serie de televisión. Las cuatro obras son complementarias; en todas ellas ha participado el propio Saviano; y en su crecimiento se puede dibujar claramente una secuencia genética.

El libro se publicó en 2006. Al año siguiente se dio a conocer en varios festivales europeos la versión teatral, en colaboración con Mario Gelardi, que ponía en escena cinco de las historias originales y les añadía, a través de un actor que interpretaba al propio Saviano, el proceso de investigación y de escritura. En la película de 2008, dirigida por Matteo Garrone, que está protagonizada por actores también provenientes del teatro (algunos pertenecían a la compañía de una cárcel), se respetó la división en capítulos del original, con especial énfasis en el más memorable de ellos, “Angelina Jolie”, en que se narra cómo un sastre de la sumergida economía napolitana confecciona el traje que la famosa actriz luce en la gala de los Óscars. El film aportaba al libro una visualización de los espacios e insistía en la encarnación dramática de los personajes en cuerpos de actores, pero respetando el material de origen y su lógica narrativa.

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Esos espacios, con Las Velas en un lugar privilegiado del imaginario, vuelven a aparecer en la serie. Y también la estructura. Porque, aunque desaparezcan el sastre anónimo y su historia, en muchos de los episodios también encontramos como columna vertebral a un único personaje secundario. Así, la historia de Danielino, el adolescente que Ciro convierte en asesino, o la del abogado que especula con el dinero mafioso y es brutalmente castigado por ello, son ecos en la ficción de modelos reales, documentados periodísticamente cuando Saviano podía ejercer el periodismo.

El libro es no ficción. La obra de teatro comienza a alejarse, a versionar, a aportar. La película es, digamos, semi-ficción. La serie es ficción absoluta. Eso nos lleva a las viejas palabras de Aristóteles en el capítulo 9 de su Poética: “La misión del poeta no es tanto contar las cosas que realmente han sucedido cuanto narrar aquellas cosas que podrían haberlo hecho de acuerdo con la verosimilitud o la necesidad. El poeta y el historiador se distinguen en que el historiador cuenta los sucesos que realmente han acaecido, y el poeta los que podrían acaecer. Por eso la Poesía es más filosófica que la Historia y tiene un carácter más elevado que ella, ya que la Poesía cuenta sobre todo lo general, y la Historia lo particular”. No creo que sea más universal la teleserie que las tres obras anteriores, que la prepararon, que permitieron su existencia. Pero sí creo, no obstante, que su extensión permitirá representar y diseccionar el Nápoles atravesado por la Camorra con una exhaustividad y complejidad que a los formatos narrativos más breves les están vedadas. A ver si las próximas temporadas me dan la razón o me la niegan.

Publicado originalmente en el Diario La Vanguardia