Crónica

Día de la Madre


Madres y desmadres

Un fantasma recorre la vida de la mayoría de los hijos –en especial, de las hijas- en estas épocas psicoanalizadas. Si antes parecerse a los padres era una virtud, en nuestros días parece ser un karma. La cronista Ana Fornaro narra las aventuras con su madre, sus códigos cotidianos, pasionales y a la vez conversados. ¿Cómo funcionan los miedos y las fantasías más heredadas que propias? ¿Cuándo se es más que una hija? ¿Es necesario ser madre para entender la maternidad?

Jamón

Mi madre dice que es un sánguche. Lo dijo por primera vez el año pasado mientras buscábamos fotos de su madre muerta para coronar el acto de resucitación que fue la reedición de su obra. Estábamos en el estar de su casa, sacando objetos de cajas que yo no sabía que existían y que ella había olvidado, asombrándonos por los hallazgos bajo el escrutinio de Elina 1 (mi abuela), que nos miraba desde un cuadro enorme colgado en esa habitación. Llenas de polvo, desterrando unas vidas viejas, Elina 2 (mi madre) largó la reflexión emocionada de haber quedado en el medio de dos mujeres de letras y entonces dijo: soy un sánguche. Y yo le dije que sí, o que no, no me acuerdo (estaba muy entretenida probándome una blusa de seda que había encontrado en una de las cajas). Pero capté enseguida lo que quiso decir; me pareció injusto con ella. Ahora que escribo esto me doy cuenta de que la imagen que usó está mal y a su vez fue, involuntariamente, perfecta.

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Para expresar eso de ser el eslabón perdido, debería haber dicho “soy el jamón” o “soy el queso” o “ustedes son el pan rico que hacen de mí un relleno”.  Pero no, mi madre dijo: “soy un sánguche”, o sea, la totalidad de las partes. Algo que es cierto, ya que sin ella no existirían ni abuela ni nieta ni dos mujeres que conectaron desde el más allá.

Así que sí, mi madre es un sánguche.

Destino

Como la blusa de mi abuela me quedó bien, me la dejé puesta durante las tres horas que duró ese ritual extraño de desempolvar lo que quedaba de Elina 1, a quien nunca conocí  y sin embargo busqué intensamente desde la infancia. Con la delicadeza de un borracho manejando un taladro, empecé a hacer agujeros por todos lados, en general en la memoria de mi madre, para ver qué encontraba. Mi curiosidad de saber quién era mi abuela vino bastante antes de ser consciente de que había sido una mujer a quien podía admirar. La necesidad venía más por saber cómo había sido mi madre como hija que por saber qué tipo de abuela habría tenido yo.

¿Cómo era tu mamá?

¿Era cariñosa como vos?

¿Charlaban?

¿Era gritona como vos?

¿Vos te portabas bien?

Fueron mis primeras preguntas. Mi madre me iba contestando como podía, tratando de acordarse de cosas que había dejado lejos (mi abuela se murió de cáncer cuando ella tenía 21 años) y otras respondiéndome, harta (puedo ser muy insistente) “¡Ay, no sé Ana!”.  Y yo iba acumulando información para comparar relaciones que en el fondo, supongo, era lo único que me importaba. Ya de chica era ansiosa y creo que quería ir ganando tiempo, tener datos que me permitieran delinear cómo sería mi vida a partir de cómo había sido la suya. Porque percibía demasiadas similitudes. Los padres de mi madre también se divorciaron cuando ella era chica, su padre también se volvió a casar. Mi abuela se casó en segundas nupcias con un Milton, mi madre se casó en segundas nupcias con un Milton (¡!), mi abuela también fue una mujer independiente con un carácter, digamos, fuerte, las dos tuvieron hijas únicas mujeres con quienes mantuvieron relaciones, digamos, intensas. Por todos estos motivos, durante muchos años estuve convencida de que mi destino era casarme con un Milton y ser una mujer divorciada, madre de una hija única. De hecho, aunque no pasé por el registro civil ni tengo hijos, tengo convicciones y hasta comportamientos de mujer divorciada. Empatizo siempre con madres separadas, entiendo sus quejas sobre sus ex parejas, incluso opino acerca de los comportamientos de los hijos únicos, sus tiranías, fragilidades y reclamos, como si yo tuviera una propia en casa. Bueno, de alguna manera la tengo. La veo cada vez que me miro al espejo.

Peligros  

La relación con mi madre ha sido bastante pasional. Y muy conversada. Sobre todo cuando yo era chica. Como ella cargaba con los tics propios de una psicoanalista feminista recién recibida y además era huérfana desde temprano me fue advirtiendo sobre los peligros de una fusión entre ambas con máximas del tipo:

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-Las madres no tienen que ser amigas de las hijas, tienen que ser madres. (Nada de Gilmore Girls)

-Las madres y las hijas no deben competir.

-Además de ser tu madre soy una mujer.

 -Sos lo mejor de mi vida, pero no lo único.

Ella repetía esas frases más la pasada que a la pesada. Y creo que en realidad también se las decía a sí misma, para poner algún límite al desenfreno amoroso y enloquecedor que puede resultar el vínculo materno-filial cuando la sensación compartida es “somos nosotras dos contra el mundo”. Aunque en la realidad no éramos “nosotras dos contra el mundo”. Había mucha gente en la vuelta (entre ellos, mi padre) pero aquella idea siempre sobrevoló nuestros interiores, nos fue moldeando. Como buena madre divorciada de los ’80 (la década es muy importante, viene con banda sonora de Pablo Milanés y Simone incluida) mi madre solía llevarme a casi todas partes: fiestas de psicólogos donde se bailaba, vernissages, grupos de estudio psicoanalíticos, parrilladas con amigas divorciadas, fiestas de fin de año de instituciones psicoanalíticas (¿notan un patrón?), vacaciones que eran roadtrips donde indefectiblemente se nos rompía el auto, campings que ella odiaba y yo amaba, casas de parejas, casas de parejas con hijos (mis amiguitos), algunas navidades de rejunte de gente (porque “no nos vamos a quedar vos y yo solas chupando una nuez y una pasa de uva, Ana, qué depresión”) que en general eran un horror.

Si cierro los ojos, la primera imagen que se me viene es nosotras dos en el auto. Yendo o viniendo de alguna parte. Ella cargando conmigo dormida por las escaleras (siempre vivimos en apartamentos por escalera) y cuando estuve más crecida, ella despertándome, primero amorosa, después ya más vehemente, para subir a casa: “Ana, dale, se terminó el día”.

 

Fantasmas

Tengo 33 años, que es la edad que tenía mi madre cuando me parió. No tengo idea de si quiero ser madre. Y es algo que no tengo problema en responder a la persona número 600 que me pregunta por bimestre, porque últimamente hasta el carnicero (en especial el carnicero y su esposa) andan inquietos con mi actividad reproductiva. Pero sí hay algo real y es que de alguna forma siento que pasé una barrera. Como mi madre esperó bastante para tenerme según los mandatos de su época, yo siempre me sentí con una especie de “tiempo extra” para la maternidad. Ahora se me terminó. Es curioso cómo funcionan las fantasías y presiones internas. Mi abuela se murió cuando tenía 47 años y mi madre me contó, no hace demasiado, que cuando ella superó esa edad respiró aliviada: estaba viva. Uno de sus mayores miedos era agarrarse el mismo cáncer de su madre y que yo también quedara semihuérfana. No me dijo: “tenía miedo de morirme” sino “tenía miedo de que vos te quedaras sin madre”. 

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No importa el nivel de (psico)análisis o raciocinio, todos cargamos con fantasmas que nos empañan la realidad y nos hacen vivir con miedos que no son propios sino heredados. Ese era el gran miedo de mi madre. Mi gran miedo siempre fue quedarme solamente en el lugar de hija. Mi gran miedo siempre fue no ser. Ahora se me pasó, pero me quedan unos mil quinientos miedos adeudados, entre ellos ser madre.

Tormentas

Hace poco alguien me comentaba cómo la historia de la literatura- desde la Biblia en adelante- estaba atravesada por los conflictos de los hijos (varones) con sus padres (varones). La respuesta obvia a eso sería “patriarcado”. ¿Qué pasa con la relación entre madres e hijas? Aunque existen varias obras de ficción y no ficción sobre el tema (entre las iniciales escritas por mujeres, además de las cartas de Madame de Sevigné a su hija, las primeras autobiográficas pueden encontrarse en Sido de Colette, o Una muerte muy dulce de Simone de Beauvoir) el tópico sigue siendo patrimonio varonil. Hay un sinfín de obras sobre “el padre” y las que tratan sobre el vínculo materno-filial suelen entrar en la categoría de literatura femenina, o “eso que escriben las mujeres para mujeres cuando hablan del ámbito doméstico”. Ahora pienso en la demoledora Noches azules de Joan Didion, en el reciente bestseller También esto pasará de Milena Busquets, en varios cuentos de Lorrie Moore, y más. No se inscriben en una genealogía. No conforman una tradición.

Personalmente es un tema que me obsesiona. De hecho, cuando le comenté a mi madre que iba a escribir sobre ella, exclamó: “¡otra vez!”. Y sí, otra vez. Hay algo que me fascina, y excede mi propia experiencia, y son las corrientes subyacentes, la electricidad, el desmadre, justamente, que existe en estas relaciones que pueden ser crueles, atormentadas, amorosas, silenciadas. “Mi madre está loca”, es una frase que se repite mucho entre mis amigas. Ninguno de los vínculos que conozco ha sido livianito. Hay rivalidad, expectativas, asfixia, temor, culpa, recriminaciones. La aceptación suele ser una rareza. Nosotras ya estamos crecidas, nuestras madres están envejeciendo. Repiten cosas. Y eso también es imperdonable. Hace un tiempo estuve en Uruguay de visita y, como siempre, me quedé en la casa de mi madre. No convivimos hace diez años y eso empieza a notarse al cuarto día (ya hemos sacado la cuenta) cuando la paciencia empieza a mermar de los dos lados. Hasta hacía poco teníamos un patrón: reencuentro con bombos y platillos, intensidad, cansancio, conflicto, dramatismo, llantos, reconciliación, despedida, llanto. Nada de guardar las formas, siempre fuimos muy teatrales y las peleas tenían una duración media de 40 minutos (también hemos sacado la cuenta). Nunca pudimos extenderlas demasiado. Y eso que hemos hecho esfuerzos de los dos lados para sostener la ofensa. Pero esta vuelta a Uruguay fue diferente. No nos peleamos. Una noche, mientras yo comía algo frente al televisor, ella me vino a decir algo que no recuerdo y yo, sintiéndome invadida (estaba interrumpiendo mi cita con Netflix) le contesté con desaire, como la adolescente en que me convierto (y me convierte) cada vez que vuelvo a su casa. Al segundo, pensé: “Ya está, se viene el estallido”. Pero cuando miré hacia la puerta con mi frase de defensa preparada, ella, que se estaba arreglando para salir, mientras se pasaba un cepillo por el pelo, con un gesto absolutamente reconocible, me miró divertida. Llena de ternura. Sin hablar me estaba diciendo: “Ana, dale, se terminó el día”.