Crónica

El asado argentino


Me llegó una carne de primera

El oficio del carnicero pasa por el saber pero también por la seducción: hay que aconsejar, convencer y ganar fidelidad. Pablo y Eduardo Torres recuperan las historias de quince carnicerías porteñas y sus carniceros. En Anfibia, publicamos dos historias del libro que editó recientemente Catapulta.

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Jorge Antonio Obeid lo supo siempre, pero eso no quiere decir que le haya resultado fácil. Pocho, como ya nadie le dice, a los ocho años deja el tercer grado de la escuela primaria para comenzar toda una vida de trabajo. Junto a su padre, vende fruta con un carrito por la calle. Con el tiempo, y no sin sacrificio, ingresa a trabajar en uno de los mercados municipales, tan frecuentes en la ciudad de aquel entonces. Sus tareas abarcan ancho: temprano arma los puestos; luego, reparte hielo, leche y otros pedidos. Así transcurren algunos años, los necesarios para que Jorge sume veinte en su haber. En alguna parte conoce a un carnicero con quien puede asociarse y aprender. Está por cumplir su deseo: la carnicería propia. Pero la sociedad se frustra y la ocasión pasa. Aun así, Jorge se independiza y empieza una prolífica historia de comercios varios: una frutería, un kiosco, un negocio de venta de galletitas, un local para la compostura de calzado, una zapatillería. Cuando alcanza los cuarenta y dos años, finalmente el momento llega. 1983 es el año; Fernández es el socio; la calle Cuenca del barrio de Villa del Parque, el lugar: carnicería El Alba abre sus puertas. De Fernández aprende el oficio y también a extrañarlo. Su muerte inesperada deja a su hijo Adrián al frente de la sociedad con Jorge. Hoy, Jorge tiene setenta y seis años: treinta y cuatro de carnicero.

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La historia de José Hosmilde Mancini es distinta. No lo supo siempre, pero sí desde temprano. Años cincuenta, avenida de los Constituyentes, entre Vicente López y San Martín. No hay quien atienda la carnicería de la zona. Pepe, como se les dice a casi todos los José, tiene dieciséis años y se anima. Agarra el cuchillo, desposta y despacha. Desconocer el oficio tiene sus contras: con la primera media res pierde plata. El trabajo es arduo. Duerme poco. Serrucha y pica sin motores. Cuando no atiende, reparte a caballo y en jardinera por calles de tierra. A los veintiún años, el sorteo le juega en contra y arranca el servicio militar. Sin embargo, las circunstancias no lo separan del oficio, allí también es carnicero. Entra y sale carnicero. Pone su propio negocio en Florida, que continúa varios años hasta que debe cerrarlo. Comienza una peregrinación por varias carnicerías, siempre en la zona de San Martín, Vicente López y Olivos.

Así es que decide viajar y poner una carnicería en Trelew. Pero las cosas no resultan. Vuelve. Se instala en el mercado municipal de la calle Nogoyá, en Villa del Parque. Una mañana, caminando hacia el trabajo, se para en la vidriera de El Alba y mira trabajar a Jorge. Advierte su picardía y su nobleza. Pero aún no es tiempo, debe ser paciente. El oficio que tiene desde los dieciséis años, el mismo que tendrá toda su vida, se interrumpe: debe vender su carnicería. Esta vez no le queda otra que manejar un remís. Lo hace durante un año. Por esos días, Pepe comienza a llevar asiduamente, sin saberlo, a un amigo de Jorge.

Algo en este amigo se enciende y comprende que José es y será siempre, carnicero. Los conecta. Pepe vuelve a su hábitat. Ya van quince años que es mano derecha de Jorge, que además es su amigo. Pepe, tiene ochenta y un años: sesenta y cinco de carnicero.

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Jorge entiende que el negocio ha cambiado un poco. Se trabaja mucho, pero distinto. Las milanesas de diferentes cortes, las albóndigas inspiradas en la vieja receta de su madre, los matambres, las hamburguesas y los demás preparados, todos caseros y con los mejores ingredientes, se venden y se venden.

Pese a ello, las medias reses se siguen despachando por completo, y en eso, la destreza y la experiencia del carnicero cumplen un rol importante. Sabe que lomo, peceto y colita de cuadril vende cualquiera pero, como entiende de cocina, además aconseja a la gente para que conozca los cortes más baratos y aprenda que también tienen su uso y su gracia. Entonces, paleta, roast beef, bola de lomo y osobuco, ¿por qué no? Jorge es un artesano que disfruta del trato con el cliente porque todo tiene un juego con la gente; tenés que tener un poco de swing en la manera de manejar las manos y la carne frente al cliente; no tenés que ser bruto, eso la gente lo ficha, te observa mucho desde atrás del mostrador. Las tres o cuatro generaciones de clientes que van a El Alba, desde los que tienen cien años hasta los de veinte, han desarrollado una confianza de hierro en Jorge.

Hay quienes directamente encargan todo por teléfono y dejan en sus manos hasta la elección de los cortes y sus cantidades. La gente sabe que la calidad es un principio de la casa, que la carne proviene de novillitos livianos que han caminado, que han sido alimentados a pasto y que son trabajados con respeto. De artesanos se trata, pero eso sí: aquí cada uno tiene sus cuchillos porque cada uno es, entre otras cosas, una forma de afiliar. También tienen sus cicatrices: para Pepe son un trofeo; para Jorge, gajes del oficio.

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El Alba es, además, el escenario en el cual este dúo de viejos compinches se divierte recordando anécdotas con sus clientes más amigos. Donde el tango y el ajedrez son deportes nacionales. Si no, que lo diga Jorge, que supo bailar una milonga con una clienta en plena carnicería. O que lo diga Pepe, que cuando era pibe y changueaba en un taller mecánico recibió cinco pesos de propina (cobraba cuatro pesos por mes) de la mano del propio Ángel Vargas por reparar el motor de su cupé Chevrolet. No es extraño que Pepe se encuentre del otro lado del mostrador con quienes ha tenido del otro lado del tablero: el otrora campeón provincial de ajedrez de Chubut hoy mata el tiempo libre en el club de ajedrez de Villa Devoto.

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Sabe Jorge que, quiera o no, tiene fama de galán y, con la modestia de quien no la ha buscado, desliza con cautela: Me la hicieron, te hacen fama, a los carniceros les hacen fama siempre, no sé por qué.

Jorge y Pepe son una trinchera donde resiste el oficio, la honestidad y las buenas costumbres.


Roberto Antonio Neira toma carrera desde las vías del tren, salta y, luego de unos segundos en el aire, finalmente se zambulle en el arroyo Malaver que la lluvia acaba de desbordar por completo. Son los finales de los treinta o, tal vez, los comienzos de los cuarenta. Su padre es propietario de la carbonería que mantiene a la familia. Todo va bien hasta que el consumo masivo de kerosene comienza a conspirar contra el carbón. La carbonería ya no rinde para sostener a todos. La situación obliga a pensar en nuevas formas de ganarse la vida y todas las opciones tienen la casa en el centro de la escena.

La casa en la que Roberto Antonio Neira y sus dos hermanos han nacido es grande. Sus padres habían podido comprarla con el esfuerzo de su trabajo y hasta habían tenido la suerte de recibir de regalo algunos ladrillos para hacer la primera habitación. La sala principal es amplia y da a la calle, lo cual les permite alquilarla a quien pueda pagar por ella. Allí, casi todo fue posible: un salón de baile cuyos habitués llegaban y se iban a caballo, un efímero boxing club huérfano de peleas memorables, una sastrería de paso no tan breve y, finalmente, una carnicería. El primer carnicero que allí se instala, tras algunos años de labor, decide irse y vender el fondo de comercio a uno nuevo. Este último es quien enseña al padre de Roberto el oficio que marcará a su familia hasta hoy. Trabajan juntos por un tiempo.  Cuando decide vender, los Neira deciden comprar Transcurre el año 1956 o el 1957, Roberto Antonio Neira tiene veinte años y suhermano otros tantos. Han aprendido el oficio de su padre. La carnicería es ahora un negocio familiar. Los años van pasando y las desgracias también: su hermano muere en un accidente de auto al volver de un matadero y al tiempo fallece su padre. Se queda solo en la carnicería que lleva su nombre y así permanecerá hasta que su hijo Claudio decida acompañarlo.

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Roberto Antonio Neira tiene hoy ochenta años, sesenta de carnicero. Aunque tiene sucesor y los años para jubilarse también, todos los días se despierta a las cinco de la mañana para enaltecer el oficio. Y oficio es una manera de decirle a lo que ha sido su vida, a lo que es su vida, aquello que hace con amor, convencido de que su clientela es una familia y de que la carne se tierniza con el cariño con que la trabajás. No obstante, al cariño, al igual que a la suerte, hay que ayudarlo. Por eso, su proveedor, que es a su vez criador y, ya con los años, su amigo lleva lo mejor de sus campos a su carnicería Roberto siente que el oficio, como él lo entiende, se está perdiendo. Muchos de los nuevos carniceros han aprendido estancados en la frenética línea de corte de los grandes mataderos, frigoríficos o supermercados. El saber del carnicero debe concebirse de forma integral, lo que incluye no solo el conocimiento completo de la cadena, sino también la realización de todas las tareas que la actividad requiere. Está lo que se ve: la maestría en la ejecución de los cortes, la manera de presentarlos, la calidad que se elige poner sobre el mostrador. Y está lo que no se ve: el trabajo en la cámara y la limpieza de máquinas, pisos y cuchillos. Así lo aprendió su hijo Claudio y así lo saben sus clientes, que son terceras y cuartas generaciones de familias que comenzaron comprándole a su padre.

Roberto es de la vieja escuela, lo que no le impide adaptarse a los tiempos que corren para que el negocio sobreviva. Si antes el ama de casa conocía la carne tan bien como el carnicero, hoy se trata de responder preguntas, de aconsejar y de hacer conocer cortes. Eso sí: siempre que aconseja trata de ir para arriba, de ir para la calidad. Si cambia lo que le pidieron por otra cosa, es porque es mejor esa es mi forma de trabajar de toda la vida.

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Durante un breve lapso en el que no ejerció como carnicero, tuvo un restaurante importante al que iba a cenar, entre otros, Arturo Umberto Illia mientras era presidente de la República. Después del servicio, Roberto solía salir a caminar buscando una carnicería en la cual detenerse. Furtivo y sigiloso, se ubicaba cerca de la vidriera. Desde ahí y vaya a saber por cuánto tiempo, observaba, con una mezcla de silenciosa añoranza y respetuosa evaluación, el trabajo de los carniceros en las mesadas.

A Roberto Antonio Neira, su padre, uno de esos gallegos incansablemente trabajadores, le dejó el oficio y algunos buenos consejos: sé decente, no fumes y no salgás de noche. No en todos pudo hacerle caso. Sin embargo, si el viejo estuviera, se pondría muy feliz al ver que todo lo que él inició sigue funcionando, como se pone feliz Roberto al saber que su hijo Claudio tomó la posta. Incluso, si lo apuran, confiesa que, aunque su nieto es aún pequeño, vamos a ver si viene para la carnicería. Primero le vamos a enseñar lo que es la calle, la noche y todo eso. Y después, que decida él.