Ensayo

El nieto 114


La nobleza de una emoción colectiva

¿Qué hubo en la restitución del nieto de Estela de Carlotto, después de las ciento trece anteriores, capaz de producir en cada uno de nosotros (no sólo en un todos abstracto) la extraña dicha de sentir que recuperábamos algo buscado desde hacía mucho? El doctor en filosofía Diego Tatián analiza en este ensayo el cambio que el amor de las Abuelas y las Madres produjo en la política argentina, complejizando su temporalidad.

Publicado el 7 de agosto de 2014

Con implacable ironía, en las primeras líneas de su texto “Anotación al 23 de agosto de 1944” escribía Borges: “Esa jornada me deparó tres heterogéneos asombros: el grado físico de mi felicidad cuando me dijeron la liberación de París; el descubrimiento de que una emoción colectiva puede no ser innoble; el enigmático y notorio entusiasmo de muchos partidarios de Hitler”. Si cambiásemos algunas circunstancias (la fecha, París por Buenos Aires, Hitler por Videla) sería posible comenzar una “Anotación al 5 de agosto de 2014” con los tres mismos heterogéneos asombros (que en el caso del segundo preferiríamos perdiese su exquisito matiz reaccionario para adoptar una formulación afirmativa).

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Una felicidad “física”, en efecto, se reveló misteriosamente en miles de personas mientras recibían la noticia que confirmaba la recuperación de Guido Montoya Carlotto, hasta precipitar en pocas horas una emoción colectiva que era propagada con entusiasmo por periodistas y medios de comunicación en su momento partidarios de la Dictadura (muchos de ellos lo continúan siendo en secreto) y ahora, nada nos veda imaginar que sinceramente comunicaban y compartían un sentimiento popular de común alegría. ¿Qué hubo en esta restitución, después de las ciento trece anteriores, capaz de producir en cada uno de nosotros -y no sólo en un todos abstracto- la extraña dicha de sentir que recuperábamos algo buscado desde hacía mucho?

El tiempo no es una secuencia de causas y efectos cuyo predecible decurso controlamos sino -los griegos lo sabían bien- un dios niño que lleva y trae. Lo hace cuando quiere pero algunas veces parece dejarse tocar por la obra humana y devolver lo que parecía perdido o incierto, aunque ello raramente ocurre sin una confianza activa y un optimismo de la inteligencia en la adversidad. Acaso el Movimiento de Derechos Humanos sea el hecho social más importante de la historia argentina (¿cómo puede una marcha conmemorativa de un daño colectivo repetirse por treinta años e incluso crecer con ellos?, ¿habrá todavía marcha el 24 de marzo de 2020, de 2030, de 2040…?, ¿qué es esto?), no sólo por haber sabido sostener en el tiempo una memoria dolorosa para que su significado no se pierda en la urgencia de otras cosas, sino también por su fuerza productiva de efectos políticos y por su potencia de futuro.

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Tal vez el secreto de esta persistencia no sea sólo ni principalmente el renovado poder con el que el daño afecta los cuerpos y los vínculos, sino sobre todo la temporalidad de una historia de amor (que involucra a los vivos, a los muertos, a los apropiados apenas nacidos…). Hay una temporalidad de la política y una temporalidad del amor: no únicamente porque las generaciones no viven el amor y la política de la misma manera, sino también porque sólo una trama afectiva amorosa nos permite explicar la perseverancia de una insistencia que por momentos parecía insensata (como lo parecía al comienzo la frase “aparición con vida” o, antes aún, la “locura” de rondar frente al palacio del poder en tiempos de noche y niebla); esa paciencia ha dotado a la política argentina -que como toda política inscribe su acontecer en un magma pragmático cuya ley principal es el olvido- de una singularidad, que propongo consiste en una conjunción de esas temporalidades, en la afectación mutua de cada una de ellas.

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El amor de las Abuelas y las Madres algo le hizo a la política argentina que volvió más compleja su temporalidad; la política argentina algo produjo -una politización- en la afectividad dañada de las familias que ocuparon el ágora en un momento de peligro para ya no abandonarlo nunca. Quizá sea esa nuestra singularidad más íntima: lo que Madres, Hijos y Abuelas, las estructuras más elementales del parentesco, le hicieron a la plaza pública –que se supone un lugar de ciudadanos, de iguales, de emancipados del hogar, de ruptura con la herencia.

Las Abuelas son herederas de un “tesoro perdido” que sus hijos dejaron en alguna parte, arrasados por el fragor del mundo. Las tareas de la herencia y el litigio de memorias es un problema político mayor de nuestro momento político. La herencia, como la memoria, no es algo autotransparente y conquistado de una vez en su evidencia sino una opacidad, un descubrimiento y una invención que las generaciones deberán renovar creativamente, acuñando nuevas formas de verdad.

El 5 de agosto no fue el día en el que después de muchos no se habló de Griesa, su significado es otro. Creo más bien así: fue un día de emoción colectiva que sólo puede lograr, obtenido por tanta paciencia y tanto trabajo, algo que nos es restituido a cada uno, un don del tiempo.

Foto de Portada y retrato: Leo Liberman