Ensayo

Cuba, Fidel y el día después


La posibilidad de una isla

La cubana logró lo que ninguna revolución pudo. Ni el octubre ruso, ni la China de Mao, ni el sandinismo, ni Vietnam, ni Camboya pudieron recrearse como mito y contener a diversas capas geológicas de entusiasmos pasados y presentes. La muerte de Fidel Castro, en un momento de retroceso de las izquierdas, abre nuevas preguntas sobre el futuro –y el presente- de la isla. “Discutir Cuba parecería propio de bienpensantes, almas bellas e intelectuales de salón, pero no lo es”, dice Pablo Stefanoni y propone debatir sobre las virtudes y contradicciones del modelo cubano.

Fotos: Gentileza OnCuba

Cuba, qué sería de ti si hubieras dejado morir a tu Apóstol

“La historia me absolverá”, Fidel Castro.

Ninguna revolución pudo recrearse como mito durante medio siglo. Ninguna, con la excepción de la cubana. Cincuenta años después del Octubre ruso, la revolución había pasado ya por el traumático reconocimiento del gulag estalinista. Medio siglo después de la Larga Marcha victoriosa de Mao Zedong, el Imperio del Medio ya estaba transitando el “exitoso” experimento de capitalismo salvaje combinado con partido único, con el viejo maoísmo desplazado del poder. Más cerca, la épica Revolución Sandinista apenas superó la década y se estrelló contra una desmoralizante derrota en las urnas. Más lejos, tampoco Vietnam pudo sostener la gesta de Ho Chi Minh y el Viet Cong y hoy se acerca a Estados Unidos para hacer frente a la potencia china. La Camboya de Pol Pot mostró que socialismo y barbarie podrían hacer una poderosa yunta y la Corea del Norte de la monarquía Juche rápidamente perdió encanto para cualquier persona sensata. El más “liberal” titoísmo yugoslavo acabó con una sucesión de masacres interétnicas y los túneles del delirante Enver Hoxha siguen debajo de una Albania manejada por las mafias. Pero Cuba –tras todo tipo de padecimientos– sigue conteniendo diversas capas geológicas de entusiasmos pasados y presentes de numerosas generaciones latinoamericanas (y de más allá) que sin duda coagularon en la despedida de Fidel Castro. Para muchos, en las izquierdas, la isla sigue siendo el espacio mítico de la resistencia antiimperialista y –pese a las evidencias en contrario– de un tipo de sociedad diferente. “Sí, hay problemas, ¿pero acaso no hay países con problemas mucho más graves, tanto económicos como democráticos?”. “¿No es Cuba un país agredido y bloqueado?”.

La muerte del Titán, capaz de desafiar al imperio a escasos 150 kilómetros del Monstruo, ocurre en un momento de retroceso de las izquierdas (en el Norte pero también en América Latina), la imposibilidad de imaginar mundos más allá del capitalismo y un renovado auge de la derecha anticosmopolita como alternativa a la derecha globalizadora neoliberal. Y, posiblemente por ello, la necesidad de encontrar anclajes mítico-simbólicos para las presentes batallas conduce a gran parte de la izquierda a un profundo silencio a la hora de hacer un balance histórico de la experiencia cubana (el título del libro de la filósofa política Claudia Hilb, Silencio, Cuba, resumió en dos palabras esta actitud que considera que mientras dure el bloqueo de Estados Unidos no es el momento de hacer críticas al sistema cubano).

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Por otro lado, la revolución cubana permitió confirmar teorías diferentes e incluso opuestas: para los populistas fue la voluntad del caudillo la que torció la historia en el buen sentido; para la nueva izquierda el castrismo y sus barbudos venían a insuflar vivacidad a los soporíferos manuales soviéticos de marxismo-leninismo y a romper los límites del reformismo; para los comunistas –que originalmente no apoyaron a los guerrilleros de Sierra Maestra– se trató al fin de una revolución aventurera pero que tras un desvío inicial encontró su camino de amistad con la URSS y de fusión entre barbudos y comunistas. Hasta se podrían hacer algunas torsiones para mostrar que en Cuba se confirmó la tesis trotskista de la “revolución permanente”, en la que una pequeño burguesía radicalizada avanzó desde las tareas democrático-burguesas hacia la declaración del socialismo y la expropiación de la burguesía con el apoyo de las masas. Incluso sectores de la socialdemocracia regional simpatizaron con un antiimperialismo en una clave latinoamericanista propiciada por sus propios padres fundadores –como Alfredo Palacios– en las primeras décadas del siglo XX.

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El régimen instaurado por Fidel Castro en 1961 combinó escatología marxista-leninista con mitología nacionalista revolucionaria. La cercanía con Estados Unidos –y las poderosas corrientes anexionistas presentes en la isla–, las sucesivas frustraciones con la república poscolonial –nacida tras la guerra hispano-estadounidense de 1898– y la crisis moral del sistema alentó lo que Rafael Rojas llama la “ansiedad del mito” –sea por la falta de mitos nacionales o por las dificultades para organizarlos en un relato coherente–. Pero lo que faltaba no era solo un mito de origen sino un mito de destino. “El amplio espectro de la política cubana que, en los años 20 y 30 abarcaba desde la izquierda marxista hasta la derecha nacionalista, solicitó una nueva revolución que cumpliera el ‘designio martiano’”, escribió Rojas en Tumbas sin sosiego (Anagrama, 2006). Y ello dio lugar a un doble mito: el de la revolución inconclusa y el del regreso del mesías martiano. Así, la conformación de una cierta teleología insular y la defensa de la soberanía nacional abonarían el terreno para la revolución de 1959 y poco después para su devenir, no sin rupturas, en socialismo vernáculo.

En efecto, más que una continuidad con el acervo político-cultural previo del nacionalismo cubano, el nuevo sistema ya consolidado se sostendría en un Martí reinventado combinado con un fuerte acercamiento a la Unión Soviética tanto político, como económico y cultural, expresado por ejemplo, en el apoyo al sofocamiento soviético a la primavera de Praga, en la negativa a condenar la invasión a Afganistán y en la instalación de un sistema represivo –y de vigilancia y delación– similar a los que operaban en el bloque socialista “real”. Así, Cuba no fue ajena a la racionalidad cínica que se construyó a la sombra del socialismo de Estado como mecanismo de supervivencia política y psicológica. Y a menudo se parece más a ese mundo ya extinguido de lo que querríamos ver.

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La revolución inconclusa y la necesidad de un nuevo libertador no es patrimonio exclusivo de los cubanos. De hecho, los populismos latinoamericanos de los años 50 ofrecieron como programa una Segunda Independencia y algunos de sus líderes se postularon como libertadores económicos (con Bolívar o San Martín como libertadores políticos). Y lo mismo ocurrió con la nueva ola nacional-popular de la década de 2000, en la cual la búsqueda de la identidad nacional y regional fue actualizada con nuevos/viejos discursos históricos revisionistas que capturaron la imaginación política de nuevas camadas de jóvenes y no tan jóvenes, así como los discursos oficiales sobre la historia como una lucha continua entre la Nación y la Antinación.

El bloque del Alba y Argentina son los espacios donde más se desarrollaron estas tendencias. Y no es casual que estos gobiernos encontraran en Cuba un mojón simbólico y sentimental de un nuevo nacionalismo revolucionario, que “compensa” con antiimperialismo los límites de sus (im)posibilidades poscapitalistas. Dicho de otro modo: si el socialismo (del siglo XXI) ha vuelto a la agenda, este es pensado como una profundización del nacionalismo; una especie de triunfo póstumo de la izquierda nacional de Jorge Abelardo Ramos. Evo Morales consideró a Fidel como un “abuelo sabio” y Hugo Chávez una especie de mentor ideológico que lo alejó de sus ambivalencias originales –el venezolano era cercano a varios nacionalistas de derecha– y lo alentó por el camino del socialismo bolivariano. A la postre, Venezuela salvó a Cuba de una nueva crisis con una solidaridad internacionalista plasmada en abundantes cantidades de petróleo a cambio de médicos y otras forma de apoyo cubano al régimen chavista, sobre todo en la organización de las famosas misiones (ideadas con Fidel, según reconoció el propio Chávez, para recuperar apoyo electoral).

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El diplomático y escritor chileno Jorge Edwards sintetizó en una columna en El País una de las claves de lectura de la revolución cubana. En su texto cuenta que en un encuentro con Fidel, este recordó una conversación con Salvador Allende en la que, tras ofrecerle ayuda militar, le habría dicho: “seremos malos para producir, pero para pelear sí que somos buenos”.

En efecto, mientras que Fidel Castro fue un gigante de la política internacional, un imbatible en la conservación del poder y un genio de la retórica política, el desempeño de sus políticas domésticas fue menos que modesto, y en ocasiones catastrófico. El modelo cubano nunca pudo sostener económicamente el ambicioso sistema social que implementó y de allí la necesidad permanente de “padrinos”. “La población de menores ingresos, del interior del país, está probablemente quizás mejor hoy que antes (de la revolución) porque, a pesar del deterioro de los servicios sociales en Cuba, tienen acceso a la educación, a la salud, aunque de baja calidad por todo lo que ha ocurrido. También a las pensiones de la Seguridad Social [de montos muy bajos]. La clase media está peor. Con la población afrocubana ha habido mejoras, pero la cuestión racial no se ha liquidado, porque el gobierno asumió que con la revolución se acababa la discriminación y no ha sido así”, resume el economista Carmelo Mesa-Lago.

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Cuba, hay que recordarlo, nunca “fue” Haití –principal argumento comparativo de la propaganda para justificar, sin poner en discusión, la realidad cubana–; basta ver la densidad de la vida cultural e intelectual, la cantidad de publicaciones y la emergencia de clases medias urbanas antes de 1959 para constatarlo.

Aunque a menudo el énfasis en la existencia del bloqueo estadounidense solía ser la respuesta frente a cualquier problema, la economía de comando ultracentralizado que predominó en la isla –donde se estatizó más que en gran parte de Europa del Este– fue incapaz de lograr resultados satisfactorios incluso en la producción de alimentos (el propio Raúl señaló en una oportunidad que “Hay que dejar de gritar abajo el bloqueo y producir”). Además, la estatalización completa del país tuvo efectos totalitarios en varias dimensiones de la vida social.

Mesa-Lago apunta: “Cuba ha recibido más ayuda que ningún otro país en América Latina, de la URSS y otros países: 65.000 millones de dólares en 30 años, a lo que se suman ahora los 13.000 millones de dólares anuales que aporta Venezuela (en comercio, inversión, petróleo, compra de servicios profesionales de médicos, etc.). A pesar de toda esa ayuda, Cuba no ha sido capaz de reestructurar su economía”. Y agrega que hubo “ciclos ideológicos que llevaban a una crisis, seguidos de ciclos pragmáticos de reforma para reducir el descontento –porque el objetivo era mantener el poder– y de nuevo marcha atrás. No ha habido un modelo que haya durado el tiempo suficiente para que cuajara, aún si era malo”.

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Sin duda, la megalomanía de Fidel no ayudó a encontrar un camino más institucionalizado. Tampoco es casual que el líder cubano siempre recomendara a sus aliados no hacer lo que él hizo. Edwards recuerda que uno de los consejos que Fidel le dio a Allende fue que nacionalizara la minería del cobre pero que dejara el socialismo para más adelante. Y lo mismo le repitió a un Evo recién estrenado en la presidencia: “no hagan lo que nosotros hicimos”. En 2010 fue más lejos y afirmó: “El modelo cubano ya no funciona ni siquiera para nosotros”.

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Parte de las tensiones en la capacidad de renovación del denominado “socialismo del siglo XXI” respecto del del siglo XX reside en su apego emocional con Cuba y en su nostalgia setentista –a veces sobreactuada y no menos veces anacrónica–.

El socialismo con salsa de fondo, que parecía más libertario que el sistema soviético, pronto derivó en una autocracia, paternalista estatalista, provindencial y pasivizante. Pero hoy, cuando el “realismo capitalista”, como escribiera Mark Fisher, impide siquiera imaginar alternativas (no solo llevarlas a la práctica), discutir Cuba parecería propio de bienpensantes, almas bellas e intelectuales de salón, pero no lo es. Los méritos de la salud y la educación cubanos son innegables –al igual que su deterioro desde los años 90–. La frase martiana “Ser cultos para ser libres” –tan repetida en Cuba– tiene una contraparte dialéctica: “ser libres para ser cultos”. No es casual que las ciencias sociales no tengan ni de cerca el desarrollo de las ciencias duras (biotecnología, etc.) ni que tantos escritores cubanos hayan debido salir de la isla o hayan enfrentado diversos tipos de persecución (por no hablar de la obsesión antihomosexual de Fidel, una política de Estado revertida en parte por el activismo de Mariela Castro en tiempos más recientes).

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Un buen ejemplo de la tensión entre desarrollo cultural y limitaciones burocrático-autoritarias es la prensa. Es cierto que existen algunos espacios de discusión como la revista Temas y sus foros de debate donde se abordan cuestiones otrora tabúes como la discriminación racial contra los afrocubanos. Pero son la excepción. La paradoja es que ese anquilosamiento mediático choca con los propios éxitos de la revolución: la creación de una sociedad instruida, potencial consumidora de información de mejor calidad. La langue de bois ideológica, los ocultamientos, las sorprendentes y sorpresivas “revelaciones” de irregularidades (una vez que Fidel o Raúl habían dado el visto bueno) y los vaivenes sin aviso –como cuando durante la visita del Papa los medios se empeñaron en resaltar las raíces católicas de la isla– son el día a día de diarios como Granma o Juventud Rebelde, por no hablar de la televisión. “Esta es una sociedad acostumbrada a no reclamar por sus derechos, ya que los canales están oxidados. Ni siquiera funcionan los sindicatos, que son apéndices de las direcciones de las empresas. Cualquier huelga sería inmediatamente considerada contrarrevolucionaria”, me dijo, en 2006, uno de los participantes de la “revolución de los mails”, un movimiento nacido como reacción de varios referentes culturales –como el Premio Nacional de Edición Desiderio Navarro– contra la aparición en las pantallas de TV de Luis Pavón, director del Consejo Nacional de Cultura entre 1971 y 1975. Esos años son conocidos como el “quinquenio gris” y recuerdan el predominio del realismo socialista en el arte, la persecución de homosexuales y el silenciamiento de intelectuales.

Otra vez, el contraargumento es el bloqueo. La política de agresión imperial contra la isla fue, sin duda, uno de los determinantes que permitieron la supervivencia de la psicología y la práctica de “isla sitiada” –no solo rodeada por la “maldita circunstancia del agua por todas partes” sino de la CIA partout–. Pero como lo explicaba un joven investigador: “Es cierto que todavía somos una fortaleza sitiada, pero era el mismo José Martí quien sostenía que aun en la guerra es necesario crear los embriones de instituciones democráticas que regirán en el período de paz”.

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Con todo, hoy Cuba se mueve. Los cuentapropistas ya son ciudadanos legítimos –y hasta elogiados en la prensa oficial– y se flexibilizaron los viajes al exterior. Al mismo tiempo se distendieron las relaciones con EEUU. Aunque todo avanza a un ritmo de “go and stop”. La elite cubana teme que el resultado de las reformas se descontrole (el recuerdo de la Perestroika está ahí para ver los riesgos). A diferencia de los ultraconservadores guerreristas republicanos de EEUU, ellos saben que la apertura por parte de Washington es más riesgosa que el bloqueo.

“La elite política cubana es cerrada. No obstante, es posible hacer una diferencia entre los grupos tecnocráticos/militares, que son duros políticamente pero orientados al mercado y controlan un alto porcentaje de la economía y, por otro lado, el grupo burocrático rentista que es más bien reacio los cambios y mantiene su presencia en el Estado, pero sobre todo en el partido. En este ultimo grupo es visible la figura del número 2 del PCC, José Ramón Machado Ventura”, dice el sociólogo Haroldo Dilla, ex investigador del Centro de Estudios sobre América, intervenido de manera brutal por el gobierno en 1996. “Hoy en día existen discrepancias respecto a la forma de conducir la economía –más o menos mercado, más o menos actividad privada– pero no hay nada que indique diferencias acerca de como dirigir la política, lo que, por otra parte, es un tema sobre el que no reciben presiones especiales debido a la debilidad de la oposición. La oposición es nula en efectividad política”.

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Hoy, más que la muerte de Fidel –de algún modo ya esperada tras su larga convalecencia y su edad– la transición cubana (el gobierno habla oficialmente de “actualización del socialismo”) se jugará en la salida de Raúl Castro del poder en 2018, quien tendrá ya 88 años. Habrá que ver si este hombre con su falta crónica de carisma (al decir de Dilla) y un pasado poco simpático pero práctico, que desea reencaminar su propia obra para las generaciones venideras, logra su misión, y pone a lo que hoy es una suerte de socialismo militar en una transición no catastrófica. Algunos en el gobierno imaginan un poco probable Vietnam en el Caribe –es decir, un modelo de crecimiento económico abierto al mercado con partido único–; algunos críticos sueñan con una república social, democrática e independiente de EEUU, y no faltan quienes quieren reflotar el anexionismo. Grupos muy pequeños bregan por un socialismo más libertario y autogestivo. Y muchos otros cubanos no esperan nada… solo esperan. Y mientras tanto “inventan” para sobrevivir.

Cualquier salida es complicada cuando se está a pocos metros de las barbas del imperio. Un imperio que, tras la era cool de Obama, se volvió poco previsible. Volver a la era preObama no parece posible (hay muchos intereses poderosos que apoyan la apertura y el exilio de Miami ya no es el mismo que antaño). Pero el presidente de pelo amostazado aún debe decir qué bolá con su política hacia Cuba.