Ensayo

Adelanto


Microbios, bichos y bacterias

Al científico argentino Diego Andrés Golombek le dieron el premio "más importante del mundo" a divulgadores de la ciencia. En este texto, que prologa el libro Cazabacterias en la cocina, escrito por Mariana Koppmann, María Claudia Degrossi y Roxana Furman y publicado por Siglo XXi habla de los mitos y las preguntas que nos acompañan todos los días. ¿Si se descongeló el pollo, puedo volver a congelarlo? ¿Hay que prestarle atención a la fecha de vencimiento?

Al principio sólo una / bacterias,

de repente somos dos / bacterias,

cada quien se vuelve dos / bacterias,

y más fuertes cada vez / bacterias,

y crecemos más y más / bacterias,

nada nos detiene ya / bacterias,

nuestro plan se logrará / bacterias,

todo el mundo conquistar.

de “El increíble mundo de Gumball”

Dudas existenciales: si se me descongeló el pollo, pero no completamente... ¿puedo volver a congelarlo? ¿De verdad tengo que prestarle atención a la fecha de vencimiento, o es una mentira del capitalismo apátrida? Si es casero, no me puede hacer mal, ¿verdad?

Total, en el estómago todo se mezcla. Uy, se me cayó el choripán al suelo... No importa, si lo levanto antes de los diez segundos no pasa nada porque no se llena de bichos.

  

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Todos estos mitos y preguntas nos acompañan en el supermercado, la verdulería y la carnicería, se quedan en casa –y no sólo en la cocina– y hasta salen a comer con nosotros al restaurante y al picnic. En la mayoría de los casos, resolvemos estos misterios valiéndonos del sentido común, y si no lo tenemos a mano recurrimos al sentido común de la vecina, del tío o del conductor de un programa matutino de TV. Pero nunca, o casi nunca, recurrimos a la ciencia, y lo cierto es que la higiene y la seguridad de los alimentos son el desvelo de una ciencia, que tiene sus propias reglas, evidencias y experimentos. De eso se encargan aquí las cazabacterias, científicas detectivescas que saben qué, dónde y cómo buscar y, sobre todo, cómo prevenirnos para no lamentar después las malas consecuencias de contaminaciones, microbios, suciedades y otros enemigos visibles o invisibles.

Pero no tenemos que imaginar a ningún personaje bien asquerosito recién salido de un dibujo animado, con pizzas para festejar el cumpleaños (de las pizzas, no del personaje), con la heladera rota hace meses y los insectos correteando como mascotas. Tampoco que nos persigue Sartre desde la literatura: “¡La cosa anda mal, muy mal! Otra vez la suciedad, la Náusea. Y una novedad: me dio en un café. Los cafés eran hasta ahora mi único refugio porque están llenos de gente y bien iluminados; ni siquiera me quedará este recurso; cuando me vea acosado en mi cuarto, no sabré adónde ir”. No: en general no son más que nuestros pequeños actos –esos imperceptibles descuidos a la hora de elegir, mantener, cocinar o servir los alimentos– los responsables de que después tengamos que pasarla  bastante mal.

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Repasemos alguno de esos mitos fundacionales. Por ejemplo, confiesen: ¿quién no escuchó (o practicó) la mencionada regla de los diez segundos (con ligeras variaciones geográficas y culturales: en algunos lugares son más higiénicos y proponen cinco segundos) para saber qué llevarse a la boca y qué mandar directo al tacho de basura? En realidad estas variaciones no han sido tan ligeras a lo largo de la historia: se cuenta que en tiempos de Genghis Khan existía la regla de las doce horas (¡nada menos!):  si se te caía el mongolian barbecue al piso, todo estaba bien mientras no hubiera pasado más de medio día entre el suelo y nuestro estómago...

La idea detrás del mito es que en algún momento, luego de los cinco o los diez segundos, los gérmenes “se suben” a la comida y la colonizan. Si somos suficientemente rápidos, ¡a comer tranquilos!  Pero esto sin duda merece una prueba científica, y algo así realizó una estudiante de la Universidad de Illinois. El experimento decisivo vino cuando inoculó con bacterias un piso limpio y, como corresponde, después le tiró ositos de goma y galletitas dulces, que mantuvo ahí durante cinco segundos. El resultado fue obvio: las bacterias pueden pegarse a la comida sólo con el mínimo contacto (esto no quiere decir que la colonicen, pero sí que la usan alegremente como vehículo de la naturaleza a su mesa). La transferencia fue más efectiva con pisos lisos que rugosos. Al poco tiempo, el tema fue retomado por otro grupo de microbiólogos (una especie particular de cazabacterias). Primero determinaron que bacterias del tipo de la Salmonella pueden vivir en el piso por veinticuatro horas, e incluso, luego de aplicar varios millones de bacterias por centímetro cuadrado, unos cuantos cientos seguían vivas al cabo de veintiocho días. Después pusieron pan y salamín en contacto con pisos contaminados con esa bacteria y encontraron que, a los cinco segundos, la comida se había cargado con un número que variaba entre 150 y 8000, lo cual aumentaba  en unas diez veces pasado un minuto. ¡Recordemos que con unas pocas Salmonellas ya podemos enfermarnos!

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Pero ojo, que aunque las bacterias tienen mala prensa (a veces, justamente ganada), lo cierto es que no seríamos nada sin ellas. Nuestro sistema gastrointestinal es de alguna manera un zoológico bacteriano, con alrededor de 25 000 subespecies de microbios, sin las cuales la digestión sería un proceso casi imposible. Es más: hay quienes consideran a esta gran masa bacteriana como el mayor órgano del cuerpo, en términos del número de células que contiene. Eso sí: mejor que todas esas bacterias se queden del lado de adentro del tubo digestivo y que no entren en contacto con nuestro cuerpo.

Pero no es de esos microbios de los que se ocupan nuestras cazabacterias, sino de nosotros, los macrobios, que, en general por desidia, ignorancia o atolondramiento, nos enfrentamos a enfermedades completamente prevenibles.

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