Ensayo

Masacre de Orlando


Quién vive, quién muere, quién cuenta tu historia

La matanza en la disco Pulse se inscribe en la tradición discriminatoria de parte de la sociedad de Estados Unidos, según el escritor estadounidense Ian Lekus, especialista en la comunidad LGBT de Amnistía Internacional. ¿Cuáles son las raíces profundas del odio? Su país, dice, necesita aceptar la fuerte conexión entre la masculinidad tóxica y la violencia de las armas.

Foto: Facebook de la obra "Hamilton"

“¡Mira a tu alrededor, mira a tu alrededor, que afortunado eres de estar vivo justo ahora!” Horas después de la peor matanza en la historia de Estados Unidos, el musical icónico de Broadway Hamilton del puertorriqueño Lin-Manuel Miranda ganó once premios Tony. Justo después de haber anunciado el último galardón, el programa cerró con la presentación sorpresa de “The Schuyler Sisters”. Como muchos de mis amigos buscando un respiro escapista del shock atroz y el horror de la matanza en Pulse, un club nocturno para LGBT en Orlando – 49 asesinados por el tirador, 53 más hospitalizados – sintonicé los Tonys para mirar la noche triunfante del Hamilton. Mientras el programa tocaba su fin, de repente oí un significado enteramente nuevo en el coro de la canción: Que afortunados somos de estar vivos ahora mismo, de verdad.

Hamilton es un musical en clave de hip-hop en honor a uno de los padres fundadores de los Estados Unidos olvidados (los nacidos en el Caribe) que funciona también como un homenaje a las generaciones de inmigrantes recientes. Así también la masacre en la “Noche Latina” de Pulse es una historia de inmigrantes y un recordatorio de que los Estados Unidos, en su corazón, es también una historia de inmigrantes.

Los nombres de las víctimas van cayendo a cuenta gotas, todos indican una herencia latina. Solo puedo pensar cuántas de las víctimas han salido del closet a través de sus propias muertes, cuántos familiares lidian de repente con el duelo por un ser querido asesinado mientras por primera vez también aprenden sobre su queerness.

Pocas narrativas son tan centrales en la cultura estadounidense como el sinfín de oportunidades ofrecidas a los recién llegados, donde “no importa que tan humilde son tus orígenes, podemos lograrlo si tratamos… siempre y cuando nos quedemos, como nuestro país, jóvenes, pobre, y hambrientos,” como Barack y Michelle Obama les recordaron a los espectadores de los Tonys coreando la letra de Miranda mientras presentaban “Yorktown (The World Turned Upside Down)” antes de la premiación.  

Quizás la estrofa del musical que logra la mayor cantidad de aplausos se produce en “Yorktown”, cuando Miranda –en el papel de Alexander Hamilton- y Daveed Diggs -como el Marqués de Lafayette- juntos cantan: “Inmigrantes, ¡nosotros hacemos el trabajo!”.

El aplauso feroz es una declaración ante el odio “nativo” surgido en años recientes  -retórica y violencia que tienen como objetivo a inmigrantes latinos y musulmanes, o a cualquiera que sea percibido como tal. Esta violencia es concurrente con un aumento en los crímenes de odio contra los miembros de la comunidad LGBT estadounidense. Es notable el aumento de asesinatos -más de dos docenas de mujeres trans en su mayoría afroamericana o latina- durante el último año y medio.

Ciertamente, cuando me desperté el domingo intenté borrar esa pesadilla que eran las noticias que llegaban de Orlando. Esperé que pronto supiéramos que el asesino era un blanco supremacista. En esta era en que los políticos reaccionarios atraen sin perdón los instintos más oscuros de este país – cuando uno de los mayores partidos políticos nomina a un candidato que hace campaña abiertamente basado en la islamofobia y los prejuicios anti-mexicanos, cuando la reacción anti-LGBT a la legislación del matrimonio igualitario es cada vez más violenta – es aterradoramente fácil imaginar que un bar LGBT en su Noche Latina atraería la atención de los que aspiran a ser el extremista de ultra derecha Timothy McVeigh, que voló el edificio federal de Oklahoma en 1995 y asesinó a 168 personas.

Pero pronto los medios informaron que el atacante era Omar Mateen, hijo de un inmigrante afgano nacido en Nueva York, con una larga historia de abuso conyugal, homofobia, e inestabilidad mental. Así que también la historia del asesino es una historia de inmigrante clásica norteamericana.

Como era de esperar, la cobertura mediática sobre Orlando ha enfatizado el llamado de Mateen al 911 al inicio de su ataque al club nocturno, donde declaró su lealtad al llamado Estado Islámico. Al apurarse a condenar a este acto de terrorismo doméstico, los políticos conservadores se tropezaban entre sí para lograr borrar la homofobia que llevó a Mateen a apuntar contra miembros de la comunidad LGBT. Preferían, en cambio, ventilar las llamas de la islamofobia. Esto a pesar del hecho de que el propio padre de Mateen atribuyó la violencia de su hijo a la homofobia y no al extremismo religioso, explicando que Omar Mateen vio recientemente a dos hombres besándose en Miami y que esa visión lo había enfurecido porque su hijo de tres años también vio la escena.

Al considerar las historias que los estadounidenses nos contamos unos a los otros, es muy conveniente olvidar que tenemos una historia profundamente arraigada en el extremismo religioso que viene desde los puritanos que llegaron al país. Es también muy fácil de olvidar que todavía necesitamos obras como Hamilton para reinterpretar continuamente “la experiencia americana” porque hemos pasado por doscientos años de discriminación y odio dirigidos contra inmigrantes, sean irlandeses, chinos, italianos, judíos, rusos, japoneses, mexicanos, sud-asiáticos, o de Medio Oriente.

En efecto mientras la cultura de Estados Unidos trata cada vez más a la gente LGBT como casi una etnia – un arcoiris en el “mosaico americano”, un grupo más con desfiles colorinches, con trajes y disfraces tradicionales – quizás estaría bien pensar con más cuidado sobre las políticas hacia lo queer por parte del nativismo.

No es suficiente ser “joven, pobre y hambriento” cuando sos un “outsider” por definición – porque sos queer, porque sos un inmigrante, porque no sos blanco, porque no sos cristiano – y cuando tu propia existencia es sujeta a ser borrada por las fuerzas del odio.

Considerando el antecedente de Omar Mateen, su atracción al Estado Islámico eran culturalmente más “entedible” que las ideologías violentas que afectan a otras tradiciones religiosas. Pero mirando la multitud de movimientos extremistas alrededor del mundo –y que están basados en la pureza religiosa o racial-, el hilo en común que conecta a todos ellos es la masculinidad tóxica que perdona –o incluso alienta– a la violencia contra mujeres y contra la comunidad LGBT. La retórica del Estado Islámico quizás ha dado “mejor forma” a la misoginia y homofobia de Omar Matten, pero no la creó: su decisión letal encaja muy bien en la narrativa estadounidense que preferimos no oír.

Tras el despertar de la tragedia en Pulse, quizás las agencias del poder judicial de Estados Unidos empezarán a prestar más atención a las posibles alarmas cuando se topen con casos de violencia doméstica y  homofobia, que en Omar Mateen eran tan evidentes.

Por el momento, necesitamos empezar a aceptar la conexión fundamental entre la masculinidad tóxica y la violencia de armas –una conexión que data desde el principio del experimento estadounidense. Cuando decimos los nombres de las víctimas de Orlando, los sumamos a una lista de fatalidades causadas por esa conexión entre las armas y esa masculinidad tóxica que incluye aún al propio Alexander Hamilton.

Todavía nos estamos recuperando de la trompada en el estómago que representa la masacre de Orlando, aunque el amigo de Hamilton y el sastre-espía Hercules Mulligan hablen por muchos de nosotros cuando dicen: “Cuando me derribas, ¡me levanto otra vez, carajo!” Somos realmente afortunados de estar vivos ahora mismo, no solo porque podríamos haber sido nosotros el punto de mira de la homofobia sino porque tenemos la oportunidad de contar historias nuevas, basadas en las políticas de solidaridad, donde la masculinidad tóxica, la violencia de armas y el odio no tienen lugar en nuestra sociedad.

Traducción: Judith Lichtenzveig