Ensayo

Nisman y el 18F


Salir del letargo

Bajo la máscara de la defensa de una república formal, algunos sectores que se movilizaron el 18F hicieron propias las banderas que pisotearon durante décadas y reavivaron los debates sobre las muertes en los setenta. ¿Cuáles son las consecuencias de subvertir el lenguaje y los símbolos de los derechos humanos? En este ensayo, el historiador Federico Lorenz reflexiona “dentro del propio campo” y advierte que, para recuperar el sentido de las palabras memoria, verdad y justicia, el desafío es pensar más allá de las victorias pasadas y realizar un ejercicio de memoria que también mire al futuro.

… el caos, que es uno de los rostros de la muerte para mí menos tolerables y más letales.

Álvaro Mutis, Ilona llega con la lluvia.

¿Cuál es el impacto de la muerte del fiscal Alberto Nisman en el espacio político argentino? Nos interesa, en particular, ver de qué maneras interpela al partido de gobierno y a la izquierda que lo acompaña con más o menos cercanía y, en menor medida, su utilización por parte de la oposición. Esta es, pues, una reflexión “dentro del propio campo”, por lo que se nos perdonará la poca auto indulgencia.

Las sombras evocadas por la muerte del fiscal invitan a pensarla como una muerte setentista. En uno de los primeros debates televisivos tras la noticia, se cruzaron Miguel Bonasso (periodista, ex legislador, integrante de Montoneros hasta 1979, denunciante de Jaime Stiusso, ¿ex? peso pesado de los servicios de inteligencia) y Miguel Ángel Toma (ex jefe de inteligencia durante la presidencia de Duhalde, peronista “clásico”). El debate sobre las reformas de los servicios de inteligencia mutó en una furiosa y mutua recriminación por los muertos de los setenta: de los asesinatos de la Triple A  al de José Ignacio Rucci.

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Foto: Victoria Gesualdi

Que la discusión se desplazara de esa manera muestra que la muerte del fiscal  tocó fibras profundas de la memoria de los argentinos y despertó imágenes y experiencias históricas nacidas de ese pasado: la utilización de la muerte violenta como parte del repertorio político (a la convicción de que Nisman fue asesinado no escapó ni la presidente Cristina Fernández); la idea de que existe un poder superior a las instituciones de la democracia; la sospecha hacia las fuerzas del estado encargados de “defendernos”; la posibilidad de que alguien muera /desaparezca  sin que sus responsable sean identificados. El tiroteo de dos sobrevivientes por tevé con los muertos de entonces llama la atención sobre tres cuestiones: cuánto de aquel conflicto permanece latente (acallado por la matanza militar y absorbido por su procesamiento democrático posterior); la potencialidad de las “políticas de derechos humanos” para dar contenido a proyectos políticos posdictatoriales; y el peso de las generaciones muertas (Marx dixit) en las imaginaciones de la política.

La mayor novedad de este retorno de lo reprimido fueron las disputas alrededor de la marcha del 18 de febrero, peleadas con un repertorio “setentista”. El oficialismo y sus defensores la descalificaron mediante su asociación a la dictadura. Quienes la valoraron positivamente señalaron, en sentido contrario, sus continuidades con las luchas por los derechos humanos de los años ochenta.  

En el oficialismo, la percepción de la marcha como una amenaza despertó sensibilidades “setentistas” tanto en la caracterización de la movilización como de sus componentes. Pero esa exacerbación no permitió considerar las de quienes se sintieron convocados a marchar. Muchos de los voceros más calificados del gobierno prefirieron enfrentar el “18F” con consignas condenatorias y descalificadoras, convencidos de que detrás de los objetivos declarados de la marcha se ocultaban intenciones destituyentes (el autor de estas líneas es uno de los firmantes del Manifiesto por la Constitución y la Paz). Pero el día 19,  aunque sea introspectivamente, deberíamos poder salir del acto reflejo y pensar si la marcha nos dice algo más.

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Foto: Victoria Gesualdi

Según Remo Bodei, en Geometría de las pasiones, las emociones condicionan las formas de participar en el quehacer histórico, “tiñen el mundo de vivos colores subjetivos, acompañan el desarrollo de los acontecimientos, sacuden la experiencia de la inercia y de la monotonía, dan sabor a la existencia a pesar de la incomodidad y los dolores”. Bodei señala al miedo y a la esperanza como las principales emociones movilizadoras de la política. ¿Cuánto de estas hubo en los sentimientos generados por la muerte del fiscal?

Atender a esos “vivos colores” es una forma de tomar el pulso social. No para acatar la “voz de la calle”, sino para desarrollar una respuesta política. Pero las críticas a la marcha fueron explícitamente insensibles a este componente subjetivo. Al proponer solo racionalizaciones para su descalificación elaboradas desde la experiencia histórica, se inhiben de comprender el fenómeno.  Esto es un error: ni las fotografías ni los testimonios de quienes marcharon el 18 permiten una generalización tajante. Alertan, más bien, acerca de los riesgos de cierta pereza intelectual consistente en hablar solo para la tribuna: los símbolos (la demanda de justicia, la verdad) y los espacios (la calle, la plaza) pueden cambiar de manos.

Resulta muy difícil la (auto) crítica dentro del acotado escenario de la lógica binaria en la que estamos inmersos. Que fortalece, a la vez, la tendencia a permanecer dentro del corralito de significantes autosatisfactorios. Esta es tranquilizadora porque reafirma tanto la propia verdad como la idea de que extramuros solo están los bárbaros.

Bajo el paraguas de la muerte, la desafortunada tapa de Página 12 del día siguiente a la multitudinaria movilización, da la clave de la forma en la que se lee la crisis y los límites que la propia experiencia generacional impone para leer los fenómenos políticos. Al día siguiente Luis Bruchstein (“Usos de la muerte”, Página 12, 21-2-2015) afirmó que “supuestamente el reclamo fue “contra la impunidad” y “por justicia”. Pero los manifestantes que eran entrevistados no necesitaban de la justicia porque desde su parcialidad política ya condenaron a los funcionarios acusados sin necesidad de ningún juicio (...) Uno se pregunta cuál es la calidad democrática de esas corrientes políticas cuyos votantes no las dejan identificarse en las marchas, pero que consideran al mismo tiempo que esa identidad vergonzante es tan justa que les otorga el don de la honradez y la justicia. Por lo tanto el que piensa distinto a ellos es un ladrón y asesino”. Bruchstein increpa a su espejo: por la misma operación que denuncia, el que critica al gobierno resulta “golpista” o “antipatria”. Más lapidario aún: si alguien marcha “bajo el paraguas de la muerte” es porque la vida está en otra parte.

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Foto: Santiago Cichero

Con mayor profundidad Horacio González (“Dialécticas del apuro”, Perfil, 22-2-15), critica un proceso de “dialéctica invertida” por el cual a los luchadores por los derechos humanos “les expropian un método, una lengua, una forma de caminar, una elaboración simbólica donde los mayores críticos a las dictaduras y el mayor activismo –tumultuoso, febril– aparecen ahora como causantes de lo mismo contra lo que se expresaron y actuaron y construyendo contundentes hechos jurídicos. En este reino del revés, los manifestantes del día 18 habían logrado asomarse al acto de poner cabeza para abajo todo un ciclo histórico argentino.” Resulta estratégico analizar las propias acciones que facilitaron involuntariamente tal expropiación.

Los gobiernos kirchneristas basaron su construcción de legitimidad y poder en una política de reparación histórica y jurídica de la matanza organizada del 76. En ese proceso recibieron el apoyo de los organismos de derechos humanos, distintas fuerzas de izquierda e intelectuales, muchos de ellos sobrevivientes de los proyectos derrotados, que vieron en este “ciclo” una segunda oportunidad. Pero, visto con diez años de perspectiva, algunos hitos iniciales –la recuperación de la ESMA, la reivindicación de los setenta- instalaron una sensación de “llegada” que, relegando el conflicto social, se prolongó en la expansión de una agenda social (los derechos de tercera generación, por caso) que es transversal a fuerzas políticas y sociales dispares ideológicamente.

El kirchnerismo aportó lo suyo para la consolidación del “Nunca Más” de todos los argentinos, con la particularidad de considerarlo propio. La ritualización de la memoria (fue el oficialismo el que instaló el 24 de marzo como feriado nacional) y la sensación de “meta alcanzada” transformaron las victorias simbólicas y reparaciones “generacionales” en objetivos cumplidos y dejaron de ser etapas de un proceso de lucha popular. Convertir el ejercicio de memoria en un fin antes que un medio olvida que los símbolos renuevan sus significados: la realidad cambia, las generaciones se suceden, los desafíos son otros.

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Foto: Victoria Gesualdi

Este congelamiento ha permitido que sectores antidemocráticos y antipopulares medren bajo ese “piso” común. Desde allí, como en el 18, levantan banderas que históricamente pisotearon. Sin embargo, identificar estos actores antidemocráticos entre los convocantes a la marcha no debería hacernos perder de vista que millares de compatriotas se movilizaron impulsados por una valoración sobre el momento político, que en tanto sentida, orientó su conducta política. Una fuerza popular no puede perder esa sensibilidad.

El aparente consenso democrático sobre el pasado es el piso del que parte la reacción, disfrazada de intenciones republicanas. Paradoja de paradojas, esas fuerzas interpretan el miedo y el desamparo de millares de argentinos interpelando las mismas estructuras estatales que en su momento construyeron para garantizar su dominación. Como escribió Bertolt Brecht, para una época mucho más compleja:

Las consignas son confusas. Muchas palabras

Que eran nuestras han sido deformadas por el enemigo

Hasta tornarlas irreconocibles.

Parte de la tarea es salir del letargo de victorias pasadas y recuperar el sentido de palabras que son propias por derecho y por historia. Pero con la certeza de que la memoria, la verdad y la justicia, símbolos disputados el pasado 18, solo tienen  poder emancipatorio cuando el ejercicio de memoria  es prospectivo y no se reduce a la apelación al pasado para defender posiciones presentes.

La muerte de Nisman, con la gestualidad del pasado presente, señala tanto algunas de las continuidades entre la dictadura y la democracia, como la latencia de un conflicto social irresuelto. Ilumina las limitaciones del kirchnerismo para resolverlas y la permanente vocación de algunos actores por frenar los avances populares bajo la máscara de la defensa de una república formal.