Ensayo

Donación de sangre


Soy lo que doy

Se presume que las personas LGBTI son promiscuas y por eso peligrosas, pero nadie pretende indagar en la vida sexual de los heterosexuales. Todos en Argentina podemos donar sangre. Se terminó con una norma que fomentaba el estigma y la discriminación. El foco ya no está en un grupo, sino en las prácticas. En este ensayo, la especialista en Géneros y Sexualidades Greta Pena analiza los fundamentos médicos, jurídicos y humanos.

Ayer se combatió un estigma. Una marca que nos señalaba como el brazalete a los judíos. Muchos prejuicios permanecen, pero se fue el último refugio normativo donde no éramos “tan iguales”. Hoy, personas LGBTI pueden donar sangre.

Cada tanto te subís a un ascensor y ves un cartel pidiendo dadores de sangre. O en la radio, escuchás un locutor con voz neutral enumerando rápido factores, tipos, números, y señalando la dirección de un hospital. Detrás de esos pedidos hay una persona muy mal y una familia y amig*s desesperad*s.

La sangre se almacena en una sección derivada de un laboratorio clínico donde se procesan las muestras sanguíneas extraídas de un "donante". Ante una emergencia se usa la sangre guardada en el banco pero tiene que reemplazarse por otra nueva, para que siempre haya stock ante otra urgencia.

Tenemos que ir tod*s a darle sangre al papá, la mamá, el hermano, el hijo de nuestr* compañer*. Queremos ir. Cuando es una amiga, nuestra pareja, un hijo, también queremos poner el cuerpo. La sangre es una red que nos une, y nos hace existir como sujetos colectivos.

El formulario para poder donar, hasta ayer, parecía un fascículo de “Elige tu propia aventura”. Una respuesta cualquiera podía llevar a una puerta cerrada, y listo. Excluido.

 “¿En los últimos 12 meses, mantuvo relaciones sexuales con otra persona de su mismo sexo?”.

Tal vez la respuesta era sí. “Sí mantengo relaciones con personas del mismo sexo, estoy en pareja, me cuido”. Porque como parece encantarles pensar a algunos la homosexualidad no es sinónimo de múltiples parejas sexuales, ni de promiscuidad.

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Si soy mujer y mantengo relaciones con mi esposa, con la que estoy casada por ley de este estado nacional hace cinco años. “¿Hay más riesgo de que tenga ETS que cualquier otra persona?”.

¿Qué pasa si la respuesta era negativa ante esta situación? Aquí se complicaba más, ya que al no indagar sobre la utilización de un método de protección durante la relación sexual, convertía al sistema de donación de sangre en un sendero menos seguro. El cuestionario no preguntaba si tuviste relaciones sin usar preservativo.

Hipersexualizad*s y promiscu*s

Las orientaciones sexuales son una condición personalísima del ser humano, no trasmiten ningún virus. La ciencia médica indica que las enfermedades de trasmisión sexual se contraen en el marco de una relación oral, vaginal o anal desprotegida, sin uso de preservativo o campo de látex.

Las cifras oficiales del Ministerio de Salud de la Nación confirman que las relaciones sexuales desprotegidas siguen siendo la principal vía de trasmisión de enfermedades. Entre 2007 y 2009, el 88% de los varones y el 84% de las mujeres diagnosticados, contrajeron virus de ese modo. Estas estadísticas especifican que, “en el caso de los varones, el 49% lo hizo en una relación
heterosexual, y un 36% en una relación desprotegida con otro varón
”.

El Instituto contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI) opinó en varios dictámenes que “no hay ninguna explicación científica que demuestre que las relaciones sexuales protegidas entre personas del mismo sexo son más peligrosas que las habidas entre personas de distinto sexo“.

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En algunos ámbitos, pareciera que las prácticas sexuales entre personas del mismo sexo tuvieran un tinte peligroso, de riesgo, o incluso de morbo. A nadie se le ocurre ponerse a opinar, a indagar o a juzgar, sobre lo que hacen los heterosexuales en la cama o fuera de ella. Los razonamientos que focalizan en la protección del ejercicio de la sexualidad frente a la indagación del género de la persona con quien se ejercite no prevalecían frente al estigma que asocia a las personas LGBTI con el concepto de “enfermedad“. Si donar sangre es donar vida como sugieren numerosas campañas publicitarias, y nosotros no podemos donar, ¿quiere decir que somos muerte?

Los prejuicios frente a las prácticas sexuales de las personas LGBTI, son variados y fantaseosos. Por ejemplo, que estamos hipersexualizados. En 2009, en pleno debate por de la ley de matrimonio igualitario, hubo diputad*s opositores a la medida que alegaban que no podíamos ser fieles. Que teníamos 400 amantes por año. Y que, encima, consumíamos drogas. Un flagelo para la moral.

Tampoco es casual que el debate y cierta resistencia se den en el campo del discurso médico, donde las sexualidades disidentes son patologizadas y sus distintas prácticas institucionales tienden a la “normalización“. La homosexualidad era considerada, hasta 1990, como una enfermedad psiquiátrica, aún prevalece ese concepto respecto a las personas trans, y miles de niñ*s intersex cotidianamente son intervenid*s médicamente para encajar en el binario varón/mujer.

Cambio de paradigma

Hoy tenemos un Estado coherente que se da cuenta de que inhabilitar a un cierto grupo de personas para donar sangre -en este caso a lesbianas, gays, trans y bisexuales- es una arbitrariedad sin fundamento objetivo. Y nos devuelve un derecho.

El fin de la discriminación por orientación sexual para dar sangre aparece como un signo común; acordamos como sociedad un cambio de paradigma: ya no pensamos en “grupos de riesgo“ sino en “prácticas de riesgo“.

Desde un enfoque de derechos, en nuestro país, una persona puede contraer matrimonio con otra de su mismo sexo y conformar una sociedad conyugal que incluye bienes materiales e inmateriales. O, lo que es más importante aún, puede decidir no hacerlo y tener los mismos derechos y obligaciones frente a su pareja.

Además, si desean tener hij*s, pueden hacer uso de las técnicas de reproducción humana asistida o adoptar. Su obra social, prepaga o sistema público debe cubrir ese proceso, sin distinciones.

Si así lo autopercibe, puede cambiar su género, y si hizo todo lo anterior, posee derecho a modificar la partida de nacimiento de sus niñ*s y demás documentos registrales a fin de que se respete la realidad de su grupo familiar. Sin embargo, frente a una emergencia, no podía ofrecer su sangre ni a su compañer*, ni a su hij*s.

De forma paradójica, esta prohibición reunía los requisitos de ser intolerantemente discriminatoria pero también contradictoria de una manera torpe. A través de distintas instituciones, el mismo Estado ofrecía a sus ciudadan*s -sin ánimo de patologizar- respuestas esquizofrénicas.

Como el resto de las conquistas por la igualdad, este hito en la lucha por los derechos de lesbianas, gays, bisexuales y trans, cristaliza luego de una lucha colectiva e histórica. El acto de donar sangre es voluntario y desinteresado y, por lo tanto, no es otra cosa que amor y deseo. El colectivo LGBTI sabe que es imposible perder cuando se está de ese lado del mostrador.