Argentina vs Alemania


Se terminó la ficción

Contra Alemania, la ilusión argentina se mantuvo hasta los 113 minutos. Desde el Fan Fest de Río de Janeiro, nuestro editor Federico Bianchini vivió el último acto de un Mundial inolvidable para la Argentina. Anfibia llegó a Brasil en octavos y estuvo en San Pablo, Brasilia y cierra su gira en las playas cariocas.

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—¿Ustedes se dieron cuenta de algo? —dice el periodista Gastón Bourdieu.

 

Adentro del Fan Fest no hay césped ni jugadores sino arena, una gran pantalla donde se ve lo que se supone que importa y unas quince mil personas: la mayoría argentinos, muchos brasileros, decenas de alemanes.

 

Tiene puesta la remera argentina, gorro color caqui y, en la muñeca izquierda, un precinto de papel violeta: “imprensa” en letras mayúsculas negras.

 

—A lo largo de la vida las cosas se repiten. Todos los días hay muchos detalles que son iguales. Lo que está por pasar, no. Lo que está por pasar es único y estamos acá.

 

El sol de un invierno metafórico cubre la playa de Copacabana. Hace calor. Faltan dos minutos para que empiece el partido y “La mano de Dios”, de Rodrigo, suena de fondo desde los parlantes de la FIFA.

 

Junto a él, Nacho Catullo, que hace 43 días lleva un diario de viaje del Brasil del Mundial, deja de mirar la pantalla gigante y abraza a este cronista. A pesar de que lo conoce desde hace menos de veinticuatro horas, le da un abrazo amistoso, sincero y fraterno.

 

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—Me voy a acordar de este momento, de vos, durante el resto de mi vida.

 

Seguramente así sea, pero no por los motivos que pensamos ahora: el italiano Nicola Rizzoli pita el inicio del juego. Todavía nos quedan 113 minutos de ilusión.

 

Durante el primer tiempo sufriremos menos que durante los partidos anteriores: tocaremos. En el segundo, algo habrá cambiado. Saldrá Lavezzi, entrará Agüero. Ya no será lo mismo.

 

Y si Higuaín.

 

Y si el penal.

 

Y si Messi.

 

Y sin embargo cuando el niño Götze, bajándola con el pecho, definiendo como definió.

 

La ficción llega a su fin. Volvemos a la abulia sin fixture, esperas ni prode. Sin ansiedad patria y absurda. Sin goles ni repeticiones de Mundial.

 

Los argentinos dejaremos de saludarnos con roce de palma, golpe breve de puño. De hablar como si nos conociéramos desde siempre y no importara si estamos a favor o en contra de la baja de la edad de imputabilidad.

Porque el Mundial hace variar el sentido común.

 

El Mundial hace, por ejemplo, que un cronista ignoto viaje en avión de Buenos Aires a San Pablo: llegue en horario, deba esperar. Duerma en distintas e incómodas posiciones en un banco durante ocho horas y suba a otro avión hacia Río de Janeiro. Recorra por aire los mil kilómetros que separan ambas ciudades y, luego, ciento veinte minutos después de haber llegado transite por tierra y en auto los mismos kilómetros aunque en sentido contrario.

 

Es curioso, pensará después, ver salir el sol en un horizonte y ponerse, luego, en la misma ciudad como si nada hubiera ocurrido. Para la estrella, distancias universales más, distancias universales menos, el jueves 26 de junio debe haber sido un día como cualquier otro. Para el cronista, en cambio, fue un día de ir y venir, de dormitar en espacios aéreos y descubrir, ya en el camino de vuelta, un país inesperado.

 

Para el cronista, decía, entre amanecer y poniente en el mismo sitio, además de unas doce horas transcurrieron dos mil kilómetros, a los fines prácticos redundantes.

 

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No ganó ni perdió tiempo, aunque el almanaque diga que ese jueves pasó y su conciencia haya sumado, además de múltiples sensaciones (viento en la cara, adrenalina luego de que un camión enorme intentara cruzarse de carril; frío, erizamiento de la piel), el acaecer de un día más.

 

En resumen, que más allá de no entender aquella expresión de “aprovechar el tiempo”, el cronista ignoto siente que si ese día se volviera a repetir y él contara con la misma información y datos que tenía cuando sucedió, no modificaría su accionar.

 

Pero sólo por ejemplo.

 

Entonces: los argentinos dejaremos de comer feijoada y salgados.

 

Dejaremos de ponernos el despertador a las cinco de la mañana para, en penumbras, agarrar la mochila con la computadora y durante dos horas no hacer otra cosa que pensar que la próxima vez, en cinco minutos, deberemos de ser más rápidos y mouse en mano, página de la FIFA, clickear cuando el contador llegue a cero y el campo que dice NONE available, se modifique por uno de LOW available. Infructuoso todo: sin poder conseguir ninguna entrada.

 

Dejaremos de caminar por San Pablo, Brasilia o Río y en un colectivo, un vagón de subte o alguna plaza, oír en voz baja, silbado o desaforado y a los gritos el Brasiiiiiiiiiiil, decime qué se sienteeeeeee.

 

Dejaremos de enterarnos de los procedimientos oscuros de la policía militar: la mañana de la final detuvieron a más de 50 activistas a quienes acusaron de “actos vandálicos”. Había pasado lo mismo durante la inauguración y unos días después los presos fueron liberados sin cargos.

 

Dejaremos de pedir, cada vez que nos sentemos a comer, un jugo distinto ignorando cada vez (carambola, Açaí, araçá-boi) si la fruta elegida es dulce, agria o qué cosa.

 

Dejaremos, dejamos.

 

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Las ganas de cantar, de salir, de hablar con alguien las dejamos hoy en el Fan Fest, en la cancha, en donde hayamos visto el partido con Alemania.

 

En muchos casos, este domingo 13 de julio terminará temprano: luego de la cena.

 

Mañana, quizás.

 

Para una nueva copa habrá que esperar cuatro años. Será en Rusia, un lugar lejano y frío.

 

En el medio habrá diversas ficciones, futbolísticas y de las otras, aunque sin dudas ninguna como ésta que más allá de todo pasará a la historia por el siete a uno a Brasil, por lahumilhação mais grande do mundo.