Un genio de la filosofía

Por: Indira Libros

Yo era una nena de cinco años y papá venía todas las noches a mi cama. Se sentaba a los pies y empezaba una charla. Él lo llamaba
“filosofar”. Decía que yo era brillante y que iba a ser “un genio de la filosofía”.

Dos años atrás me había enseñado a leer. Primero el sonido de cada letra, después dos juntas, después mezcladas con otras y finalmente el diario. Los títulos. Así que un día fui y le dije “CAYÓ SAIGÓN, papá”.

–¿Qué?

–A manos de los norvietnamitas. Lo leí –y le mostré el título catástrofe. Me levantó en brazos y me sacudió. Era una alegría doble –dijo– por la noticia y porque yo había aprendido a descifrar el lenguaje, que me abría al mundo de la razón cognoscente.

Cada noche antes de la charla yo me arrancaba los pellejitos de los dedos con los dientes. No quería, pero no lo podía evitar. Papá entraba, movía al oso Pelu de la cama y se sentaba él.

–Hijita, sacate los dedos de la boca. Decime ¿por qué hay algo y no más bien nada?

–Es una pregunta sin respuesta. Sólo sabemos que existimos –trataba de acordarme de cosas que le había escuchado, cuando preparaba clases en voz alta o venían a verlo de la facultad.

–Muy bien. Y tu existencia ¿cómo es?

–Linda...

–¿Sabés que el universo es infinito y en cambio el hombre es finito y va a morir?

Me imaginaba a un hombre muy finito, flaquito, muriéndose.

-Sí. Me pone triste.

–¿Y es tristeza o angustia?

–Angustia...

–Muy bien, querida. La angustia es un concepto de densidad ontológica fundamental. Mueve al ser a preguntarse por su lugar en el mundo, a desarrollar conciencia crítica. Mañana vamos a avanzar con eso.

Se levantó y me dijo que ahora me podía comer los pellejitos. Que no eran más que modos de paliar la angustia de finitud. Agarré a Pelu y me mordí hasta que sentí sangre.

Esa tarde mamá estaba guardando servilletas. Tenía una pila recién planchada y las metía en un cajón.

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–Mamá.

–Sí, mi amor.

–No me gusta ser un genio de la filosofía. No quiero que venga papá a la cama a filosofar.

–Pero –se rió un poco– si es un ratito, qué te cuesta. Él se queda contento. Duerme toda la noche de un tirón –dijo y me pasó agua oxigenada por los dedos.

Como me ardía moví la cabeza y vi un papel de colores en el cajón de las servilletas, abajo de todo.

–¿Y esto? –tenía formitas rosas, verdes, amarillas.

–Es un mapa de la Argentina, creo, a ver, sí.

–¿Para qué sirve?

–Para saber si un lugar queda lejos o cerca.

Esa noche esperé a papá con Pelu en una mano y el mapa en la otra. Se sentó como siempre, pero no me sacó a Pelu. Yo lo tenía agarrado muy fuerte.

–Querida, hablábamos de la angustia del ser en...

–¿Mendoza queda lejos o cerca? –le pregunté mirando el mapa.

–...

–¿Miramar queda lejos o cerca?

–Depend...

–¿Jujuy queda lejos o cerca? ¿Azul queda lejos o cerca? ¿Chabás –me elegí un lugar bien chiquito– queda lejos o cerca?

–¿Qué pasa? ¿Te volviste loca? –gritó papá y mamá vino a ver.

Le seguí preguntando así hasta que se levantó y se fue del cuarto. “Esta chica es tarada”, dijo. Mamá lo siguió. Y yo fui libre para siempre.