Voy a comenzar este ensayo con algo que digo los jueves a las 22 hs, en el Cabaret del bar La Greco, en el espectáculo Cabarieté. Me presento:
―Buenas noches. Mi nombre es Eneas Watnik. Soy una persona trans no binaria y mis pronombres son masculinos. Lo digo con tiempo, porque si no les gusta lo que ven, pueden decir: ¡Qué boludo que era el presentadOr! y entonces me estarían insultando con los pronombres correctos. En cambio, si les gusta, me pueden llamar mi amor, que me voy a dar vuelta igual, porque ante todo soy maricón.
Ahora sí: me pongo serio para hablar de Testosterona.
En la performance, Cristian Alarcón confiesa que tiene un pensamiento rizomático. Es algo que compartimos, por eso intentaré ser concreto a pesar de mi naturaleza de hipervínculo. Hay algo más que compartimos: yo también escribo. Y hago obras: las guiono, las dirijo y, a veces, las actúo. Y algo más: yo también uso testosterona. Con una diferencia: lo hago por elección. La testosterona no me usa, yo estoy usando testosterona.
Hormonarse no es solo un tratamiento médico. Es una forma de construir hogar en un cuerpo que tantas veces nos dijeron que no era propio.
Cuando la vi, se movieron dentro mío un montón de pensamientos y emociones. Podría decir que salí flotando de la sala. Por su forma de contar, de nombrar con poética visceral las vivencias y el dolor de un hombre gay al que le demostraron, a través de agujas, que su identidad no era válida.
Testosterona incorpora elementos visuales y sonoros que desdibujan los límites entre lo real y lo representado. Es una obra necesaria porque no sólo visibiliza, sino que también interpela, confronta y emociona. Desde su primera escena, plantea un relato crudo sobre la identidad, pero no se detiene en una narración lineal ni en un discurso explicativo. Como director y dramaturgo, me conmovió cómo Testosterona transita temas complejos sin subrayarlos: la infancia, el deseo, la mirada social, las plantas como símbolo, la belleza en lo cotidiano. La performance, en su esencia, descompone y reconstruye la vivencia de la masculinidad, poniendo al cuerpo, al deseo y a la fragilidad de la identidad bajo la lupa.
No muestra al cuerpo como objeto de estudio, de diagnóstico, de explicación.
Muestra al cuerpo vivo.
Cuerpo que cambia.
Cuerpo que se enfrenta a la masculinidad con una jeringa en la mano y con una pregunta imposible: ¿qué es ser hombre?
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La obra, dirigida por Lorena Vega, aborda los usos actuales de testosterona aunque en la experiencia del protagonista es una imposición, una herramienta de tortura. En mi vida cotidiana, es todo lo contrario: es afirmación y posibilidad. Hoy, además de inyectable, la testosterona viene en gel. Uso Androlone, un gel que contiene testosterona al 1%, la marca que me dan en Argentina gracias a la Ley de Identidad de Género (Ley 26.743), que garantiza el acceso a tratamientos hormonales sin discriminación.
Hormonarse no es solo un tratamiento médico. Es una forma de construir hogar en un cuerpo que tantas veces nos dijeron que no era propio: la voz cambia, el vello crece, el olor muta, llorar se vuelve más difícil. Pero también cambian los gestos, los vínculos, el deseo. Y junto con eso, aparecen otras preguntas, nuevas miradas, la emoción de reconocerse —aunque sea por un segundo— en el espejo.
No siempre es fácil.
Hay días en los que el cuerpo se siente fiesta. Otros, territorio incierto con peligro de derrumbe.
Pero en todos los casos, es una elección.
Una forma de decir: “este soy yo”, incluso si el mundo insiste en preguntar: “¿estás seguro?”.
Y esa decisión, que debería ser acompañada, hoy se vuelve frágil. Porque conseguir testosterona en este contexto es una carrera contra la incertidumbre. El gobierno actual recorta donde más duele: en la salud, en el acceso, en la posibilidad de sostener nuestras transiciones.
Y entonces, el cuerpo —ese que alguna vez nos negaron— se transforma también en trinchera.
Una piel habitada como resistencia.
Un acto hormonal como declaración política.
Una vida que insiste.
Todos los días, una vez al día, tengo una cita obligada con mi cuerpo: lo limpio, lo toco para aplicarme el gel, lo valido y lo cuido. Reafirmo que nada me falta, nada me sobra y todo está por construirse.
Pero la testosterona está en más lugares de los que imaginamos.
Yo, sin testosterona, también soy trans.
Hay personas trans que no se hormonan, que no modifican su cuerpo, y su identidad es igual de válida.
Pero la testosterona está —como concepto, como espectro—.
Nos rodea, nos afecta, nos define incluso cuando no la queremos.
Y de eso habla la obra protagonizada por Alarcón. De cómo la testosterona es una interpretación constante de qué significa ser hombre.
Testosterona es una obra necesaria: jeringa en mano, un cuerpo que se enfrenta a la masculinidad con una pregunta imposible: ¿qué es ser hombre?
Testosterona te mete adentro, te golpea, te hace preguntas. Es una puesta donde lo audiovisual y la escena viva se cruzan, se pelean, se besan, se transforman. El relato de Cristian resonó en mí como una metáfora potente de la clandestinidad que todavía rodea muchas experiencias trans. Ese “que no se note”, ese andar entre sombras, sigue vigente. Aún hoy, muchas personas trans nos vemos empujadas a encajar en una norma binaria, respetar un estereotipo previsible, para protegernos. La obra no explica todo esto, lo sugiere, lo hace sentir. Y ahí está, para mí, su potencia: en cómo logra que la intimidad de una vivencia hable de estructuras mucho más grandes, con una sensibilidad escénica muy asertiva.
Pero volvamos a la pregunta: ¿qué es ser hombre?
Porque la masculinidad nos la vendieron empaquetada con un moño: ser hombre es ser cisgénero, ser heterosexual, ser fuerte, ser proveedor, ser insensible muchas veces. ¿Y qué pasa con los que llegamos a la masculinidad por otro camino? ¿Los que la construimos con retazos, los que nos la probamos, la rompemos y la volvemos a coser?
Y ahí es donde la poesía del dolor en escena se vuelve política.
Porque lo que vivió Cristian Alarcón en una clínica, lo vivimos las personas trans en la calle todo el tiempo.
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Hace unas semanas, golpearon hasta dejar al borde de la muerte a mi amiga Joy Hoyos —mujer trans afrocolombiana, artista muy importante para la escena Ballroom de Buenos Aires—. Le rompieron una botella en la cabeza, le patearon la cara, le quebraron un diente, le cortaron el labio inferior. La golpearon, entre varios varones, en plena avenida. No fue en una zona oscura ni en un pasillo sin cámaras, fue en una calle transitada. “La impunidad grupal de exponerse es la típica -me dijo-. Si estuvieran solos, no hacen nada.”
Primero fue el hostigamiento: “Morocha, dame bola”. Después, el grito de señalamiento: “Se va el trava”. Luego, la violencia. Cayó inconsciente. Se despertó orinada, con la cabeza abierta, la cara sangrando. Una señora y un pibe la ayudaron, llamaron a una patrulla. La llevaron al hospital.
¿Esto es un hecho aislado? No.
¿Por qué le pasó? ¿Por negra, por mujer, por migrante, por trans?
¿Esa violencia qué es? ¿Otra terapia de conversión?
Es una dosis alta de odio de aplicación cotidiana.
Nos quieren corregir, disciplinar, borrar. Y no hablo sólo del adoctrinamiento por violencia física. El miedo se construye en la mente, se arma a través de actos simbólicos, cotidianos y contundentes: un gobierno que niega nuestras existencias, docentes que evitan nombrarnos, personal médico con prácticas abusivas que parece no saber tratarnos, vecinos que todavía bajan la voz cuando hablan de “un chico que en realidad es… “ya sabés”.
Joy recuerda que una enfermera la trató con ternura. Le decía: “Tranquila, estás en el hospital”. Pero también estaban las otras. Las que se miraban entre ellas antes de sacarle sangre. Las que dudaban en pincharla. Las que salían del consultorio sin explicar nada. Y el radiólogo que, al ver su documento, le preguntó si había habido un error. Ella respondió que no. Entonces él contestó: “Ah, bueno, entonces no estás apurada”, y se fue a almorzar, a metros de ella que, tras dos desmayos, lo veía comer y mirar la tele. Al finalizar su cena, el médico salió del consultorio y volvió una hora más tarde. “Ah, ¿estás acá? Me había olvidado.” Joy me dijo: “Eso también es una forma de asesinato”.
Si el gobierno actual recorta donde más duele, el cuerpo se transforma también en trinchera.
Luego hizo la denuncia pero fue un trámite burocrático que se perdió en un hospital sin testigos. “Hay que ver si los agarramos, porque muchas cámaras no funcionan”, le dijeron.
Hay algo que dijo Joy que todavía me retumba: “Reparar el dolor es volver a tocarlo. Y puede que un día duela menos, pero no deja de doler.”
Contarlo es parte del intento amoroso y paciente de reeducar al mundo.
Es con palabras —aunque tiemblen— que nuestras historias se hacen visibles.
No para exhibir la herida, sino para que no se repita.
Porque cada vez que alguien nos lastima, volvemos a decir: esto está mal.
Y cuando lo vuelvan a intentar, lo vamos a decir otra vez.
Hasta que escuchen.
O hasta que no quede más voz.
Y por eso Testosterona es una obra necesaria.
Un testimonio devenido en poema escénico que no sólo visibiliza, sino que también interpela, emociona y deja marcas.
Porque habla de lo que otros prefieren callar.
Porque nos recuerda que el arte no sólo expone la violencia, sino que también la resignifica y la enfrenta.
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En un momento de Testosterona, el performer dice:
“Yo puedo soportar muchas cosas, incluso puedo perdonar. Pero con la traducción tengo un tema, porque sabemos que toda traducción es una traición.”
Y se pregunta:
“¿Habré sido yo una mala traducción de mí mismo? ¿Hasta dónde fui capaz de traicionarme?”
Me gustaría devolverle esa pregunta, respondiendo con una cita de la película Todo sobre mi madre (1999), de Pedro Almodóvar. El personaje de La Agrado, una mujer trans interpretada por Antonia San Juan, nos recuerda:
“Una es auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma.”
Foto de portada Juan L linares