Ensayo

Sobre La Merma


María Moreno y su propio carnet de rareza

En La Merma, María Moreno le pone palabras a su “devenir robot” después del ACV y a una de las tareas más ásperas de la vida: amigarse con la decadencia. “En vez de colgar los guantes, ella inventa otra cosa con lo que hay”, escribe Elian Chali. A bordo de su “nuevo vehículo eléctrico” y con su “dedo dildo manicurado”, no sólo reinventa su escritura hacia una economía gramatical. También los sentidos en relación al cuerpo, la víctima, la ética del cuidado, el encierro hospitalario, el asco.

El morbo tiene reservado un lugar especial para nosotros los enfermos y compartimos espacio con los accidentados; que a ver cómo se la arreglan con el trauma, que qué es lo que pueden con las nuevas circunstancias, hasta dónde llega el límite de lo humano, qué contorno tiene la dignidad, cómo hace eso que hace o cómo hará eso que tendrá que hacer. 

Este lugar del morbo se despliega en dos líneas narrativas que operan en simultáneo; una se encuentra en la superficie y está envuelta por un campo de energía luminoso y afirmativo, su propósito es demostrar aliento aunque huela más a indigestiones y muelas podridas que a respaldo y contención. La segunda merodea sagaz por el crepúsculo interno, su secuencia argumental tiene sed de castigo y exterminio. 

Lo que cautiva de este espectáculo siniestro no es el camuflaje del subtexto que disimula lo perverso. Es decir, no se trata de un instrumento del relato. Cautiva porque ver al otro remar en su mierda deja en evidencia los privilegios propios, es una forma de distancia y contraste, un regocijo canalla que aparece cuando se observa a los demás haciendo malabares para soportar el dolor. 

 Sus ojos son el ojo de la cerradura que mira y te hace mirar en simultáneo, pero ojo que este libro no es un espejo donde reconciliarse ni un tratado de paz con el infierno personal.

Así de implacable es este morbo, un magnetismo narcotico. Debe tener una modulación particular para no perder el tono de la lástima, la empatía y la superación, principios constitutivos del régimen de la resiliencia. Y como no podía ser de otra manera, para esto hay muchos títulos: porno inspiracional, absolución cristiana, enjuague moral, etc. etc. Los todavía sanos en calidad de testigos frente a los sobrevivientes aguardan inquietos por algún remate: la cura, la rehabilitación o la muerte, un rito de paso de un estado a otro que alivie las conciencias y restituya el orden que la enfermedad desacomoda. 

Pero María Moreno no le da el gusto a cualquier sádico. Estamos hablando de un cortocircuito. En La Merma no hay acatamiento sino decepción: quien busque una respuesta sosegadora, un bálsamo progresista en torno a la identidad o una declaración de sufrimiento que haga brotar misericordia, no tiene idea dónde se ha metido, y saldrá de su último libro con más frustración que consuelo. 

Esto no es un halago para vos, María. Mi admiración, digo, no es de tan tonta calidad, sino más bien un aviso para ustedes que están leyendo sobre aquello que se sostiene sin asco durante todo el libro: la enfermedad hace otras cosas además de amenazar, humillar o producir lamento. 

En este nuevo coágulo de la historia, la enfermedad vuelve al corazón del debate político pero ahora la cordura perdió eficacia como instrumento discursivo.

Pero sería bien inocente suponer una voluntad de decepción, como si La Moreno fuera de las que recurren a ademanes literarios y piruetas estilísticas para merecer tal o cual etiqueta. Su elaboración del artificio nunca ha tenido que ver con la distancia estéril de la etnografía bajo un régimen temático, sino con hacer aparecer las vidas y las cosas que, con rigurosidad, ilustra a partir de los efectos que surten los encontronazos en su propio cuero. 

En La Merma la veracidad no importa en tanto copia fiel de la realidad porque lo que a ella la calienta es la ficción. Tampoco importan las expectativas del lector porque no le debe nada a nadie más que a sus fijaciones. 

La Moreno es una degenerada, y eso no es un procedimiento sino un atajo para entrarle al morbo por el agujerito del costado sin tanta sarasa moral. Sus ojos son el ojo de la cerradura que mira y te hace mirar en simultáneo, pero ojo que este libro no es un espejo donde reconciliarse ni un tratado de paz con el infierno personal. La Merma se aventura a contrabandear lo sucio y problemático que vibra en las bajas frecuencias de la vida con el calor de una carcajada guasona liberándote de tus deudas con la coherencia. Aún así, no hay ánimo alguno de reparación. 

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Cuerpos amontonados, cuerpo de obra, corporalidades y disidencias, cuerpos en fuga, cuerpa, cuerpe, cuerpo con x, cuerpo con arroba, cuerpo con guión bajo, corporalidades, corporrealidades, cuerpito, teoría del cuerpo, poéticas del cuerpo, oye tu cuerpo pide salsa, acuerparse, poner el cuerpo, poner la cuerpa, soma, esqueleto, cuerpos en disputa, máquina, fábrica, flujos. El gesto de decir “cuerpo” está vaciado de sentido. Si solo nombrarlo fuese suficiente para exonerarse de toda alienación, alcanzaría con decir dolor para rajar del sufrimiento. Si digo morfina ¿aliviaré? Pero como a ella nunca le importó la obsecuencia con la época, La Merma tampoco es un facsímil de los discursos buena onda de turno que repiten consignas a lo pavo, pese a que la severidad que acontece en su biografía haría tambalear a todo guapo colgado de luchas colectivas mangueando compasión. Hace rato venimos viendo cómo, por mucho menos, cualquiera se sube al podio para dar cátedra de sensibilidad social, violencias y padecimientos, encaprichados por volverse referentes, funcionarios, gerentes.

Este libro llega en un estado de fragilidad de la vida singular, social y global sin parangón: montañas de cadáveres desbordando de las pantallas, formas de explotación laboral moleculares, alteraciones técnicas y digitales de la psiquis, solapamientos temporales, nuevas formas de fascismos, velocidades de cálculo inalcanzables para la mente humana, bellezas hiperbólicas, mecanismos de tortura imperceptibles, anatomías transformadas con precisión milimetrica. Hasta el gobierno nacional reclama protagonismo en la agenda de la eugenesia global cagando a palos a jubilados, cortando antirretrovirales y medicamentos oncológicos, escupiendo a todo aquel que se parezca al más sano y cuerdo de todos, nuestro presidente elegido democráticamente. 

La Moreno es una mala sobreviviente. A lo largo del libro se nota que agradece estar viva pero lo hace con una mueca socarrona y desabrida que desmantela la tragedia.

En este nuevo coágulo de la historia, la enfermedad vuelve al corazón del debate político pero ahora la cordura perdió eficacia como instrumento discursivo. Las ultraderechas se mofan de la normalidad desde su empoderamiento psicofarmacológico instalando un orden donde los putos, los raros, las travas, los negros, los viejos, las minas y los enfermos somos basura de descarte. ¿Quién queda en sus filas? ¿A quién llevarán a Marte? 

Si treinta años atrás el cuerpo era un campo de batalla -siguiendo a Butler- hoy estamos frente a un escenario de devastación atiborrado de esquirlas, pedazos de órganos por acá, cachos de subjetividad por allá. Como si cada trozo de nosotros fueran los soldaditos minúsculos de la Batalla de Curupaytí pintada por “El Manco”, nuestra carne y persona visten uniformes rojos y merodean desorientados por ahí. 

No podemos saber a ciencia cierta si la guerra ya pasó aunque la destrucción sea evidente. En el segundo párrafo de la página veintiséis de La Merma, Moreno escribe: “la mayor transgresión al modelo de belleza humano es quebrar el principio de simetría”. Me pregunto si existe algo más asimétrico que una derrota. Pero a pesar de que el cuerpo real, ontológico y lingüístico sea una batalla perdida, insiste en hacer otra cosa con ese desastre y lo lleva a cabo desplazando al cuerpo del sintagma escritura como centro de sentido; en ventilar la finitud de sus posibilidades como vida funcional versus la permanencia del relato a sabiendas de su cafisheo cruzado. Lo hace sin rendirle pleitesía al monumento de la literatura.

Pareciera que no le excita esa cosa autorreflexiva y anodina del escritor mirando su práctica o la paja de esas literaturas del yo que rebalsan en las librerías y de tan iguales parecen mimetizarse con edictos policiales. Además de los otros, sus excesos también han sido la cultura de masas, los medios hegemónicos de información, los expulsados de la historia oficial del mundo, cualquier otra cosa que no se corresponda con los berretines de los grandes temas legalmente importantes para las autoridades intelectuales. Me refiero a que el agotamiento del tópico cuerpo también está puesto en consideración para sus elucubraciones. María impugna su propia verdad, enferma la escritura, infecta y contamina su propio canon pero ese gesto no es el corte de cinta que inaugura su nueva identidad bajo la luz radiante y colorida del testimonio; ella es una desequilibrista en esta cuerda floja y recta de obviedades desde siempre, aunque ahora tenga su propio carnet de rareza. 

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Si tanto hemos discutido el lugar de víctima, La Merma viene a desbarajustar el lugar de sobreviviente y acá aparece de nuevo la decepción. Como era de esperarse, La Moreno es una mala sobreviviente. A lo largo del libro se nota que agradece estar viva pero lo hace con una mueca socarrona y desabrida que desmantela la tragedia, y no suelta la queja porque ella bien sabe que organizarla en el lenguaje es la arteria para que devenga en protesta. 

Al comienzo de la página ciento cinco se pregunta por qué no pensó en su madre. Pero, ¿reconocer una ausencia no es una forma de aparición? ¿No habíamos quedado en eso? Sin embargo se toma el tiempo para evocar a la madre de Virginia Woolf, otra mostra como ella con la que conversa desde siempre. Cincuenta años antes de que Orlando y la Señora Dalloway escandalicen los corsarios, Julia Stephen ya estaba empecinada con la relación entre cuerpo y justicia social. En su Tratado sobre enfermería toma la sábana como significante del dolor y plantea una política de la disposición y la textura para fabricar una mínima dignidad a sus pacientes. Desde la atención microscópica a las migas en la cama hasta el cuidado del pelo, la madre de la Woolf propuso una ética del cuidado que resuena de fondo en la internación de la Moreno como terreno de sospecha. 

Y aunque María Moreno sepa por vieja, por diabla y por enferma, también tiene miedo. Reconoce que se está rompiendo y en vez de lamentarse, se sorprende al descubrir que posee un cuerpo.

Luego del bar, la noche, los antros, las manifestaciones, La Moreno vuelve al hospital y aunque este ya sea considerado paisaje recurrente de la literatura universal, no se detiene en los chalecos de fuerza foucaultianos, ni en las salas de espera chejovianas, ni en el quirófano lombrosiano. Ella okupa la cama como unidad básica con su secuaz Lamborghini flotando en el lugar. Insiste en el problema metafisico de la sábana ya no exclusivamente como territorio de disputa erótica, sino como un velo horizontal que, más que correrlo para echarle luz a lo reprimido, precisa ser alisado para atenuar la tortura de los pliegues producto de una noche revoltosa. Una cama bien tendida recompone la estructura simbólica que el dolor destruye, la sábana es la carne del fantasma.

Y aunque no sea lo que la Bastilla para el Marqués de Sade en Los 120 días de Sodoma, el Basavilbaso de Moreno se parece más al Hospital Británico de Viel Temperley o lo que el Neuropsiquiátrico de Oliva para Jorge Bonino pero con olor al área de infectología del Rawson. El paladar de la institución de encierro estimula la lengua y hace salivar desde una poética del síntoma hecha de la jerga biomédica hasta una gramática de protestas con y en contra del sistema de salud haciendo una maraña de posiciones donde no hay ni malos ni buenos, solo circunstancias que ella atraviesa en dirección oblicua. 

En La Merma se la siente silbar bajito y con la espesura de su nueva velocidad. “Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo”, una cita tatuada en la nuca que se asoma por encima de su nuevo vehículo eléctrico en el que se aleja tartamudeando sin ritmo. 

Más que un técnica literaria, su monólogo interno es un artefacto auditivo que viene refinando desde siempre en retratos y crónicas pero esta vez redirigido hacia ella misma. Y aunque María Moreno sepa por vieja, por diabla y por enferma, también tiene miedo. Reconoce que se está rompiendo y en vez de lamentarse, se sorprende al descubrir que posee un cuerpo. Renuncia al pasaporte de humanidad que es la bipedestación porque caminar nunca fue importante para ella y la perturba reconocer la escritura como un trabajo profundamente manual al ver su diestra paralizada. Y ahí recuerda que la usa para sostener, para excitar, para lavarse, aunque ahora nada de eso importa si no funciona su mano util de diez dedos y curiosamente eso trae alivio, al menos para mí.

Cualquier otra cosa que haga saltar el destino irrevocable de la anatomía humana en su devenir robot, es que a La Moreno no le queda bien el grillete de autómata.

Amigarse con la decadencia de la salud debe ser de las tareas más ásperas de la vida y a veces un consuelito sublingual viene bien, aunque al cabo de un rato se diluyan sus efectos. Admito que la imagen del garfio mucho no me calienta, se me hace medio chongo y adornado, como juguete de un Barbanegra para principiantes alardeando Swarovski y sofisticación de estaño. En cambio me imagino su dedo del fuck you bueno como una cerbatana que escupe dardos hirviendo, como un estoque, un catéter que hurga por dentro, una punta para cuidarse en el yire. Cualquier otra cosa que haga saltar el destino irrevocable de la anatomía humana en su devenir robot, es que a La Moreno no le queda bien el grillete de autómata. 

El léxico hospitalario tiene un latiguillo para el ACV: “time is brain”. Pero el bisturí al igual que la escritura es un instrumento de paciencia y ella lo sabe aunque la prisa haya sido la velocidad de su educación sentimental, y no la azota cualquier rebenque; así se peina, así escribe, así señala cada tecla con ese dedo dildo manicurado y coleando. 

Igual, se rescata del eterno sueño y toma perspectiva de sus aparatos corporales disponibles junto a la ritmología de sinapsis entre ellos para lograr construir una oración. Dice: “He renunciado a mis excesos barrocos y a mis enumeraciones caóticas rococó. He llegado a la síntesis por un déficit, no por voluntad. Y he ganado lectores: ahora soy transparente, mientras que mi habla se vuelve, a veces, infranqueable”. Se burla de la economía gramatical que deambula paranoica por los borradores de quienes escriben especulando con las extensiones porque sabe que su desmesura está concentrada en cada punto, en cada coma, en cada letra. 

En vez de refunfuñar y colgar los guantes como haríamos la mayoría, ella se da vuelta e inventa otra cosa con lo que hay, no sin antes eludir los aplausos de la novedad, de la superación, de la piedad, pirándose por el callejón de la acidez prepotente y la ironía escatológica. Claro, no podía ser de otra manera, ella es la primera en asquearse con la idea de un “Método Moreno” aunque el asco ya no sea lo mismo luego de que La Moreno exista. Imagino que nada le debe producir más escozor que la descendencia cristalizada en idolatría literaria por la que tanto trabajan algunos machos de la zona o los vitoreos ProVida que higienizan su supervivencia cuando la informan que sigue escribiendo como antes.

Y ahora María, que solo sos tu lado izquierdo y sabés lo que es cargar con esta lepra, ahora que finalmente pertenecés a un grupo vulnerable y hablás en primera persona y no en nombre de otros como un alma bella bienpensante, ahora que finalmente llegan los premios y los reconocimientos y que en el fondo todos sabemos que se deben a tu silla de ruedas y no a vos, ¿no te parece que el mundo de los raros también es un poco aburrido? Vamos, entre enfermos no nos vamos a pisar los recetarios.

Foto: Carlos Surghi