Crónica

Manuscritos desde la capital texana


La cárcel, la universidad, Tesla y Cortázar

Anfibia viajó a Austin, Texas, invitada a dictar dos talleres de escritura. El primero, en una cárcel de mujeres en la región con más detenidos del país; el segundo, con estudiantes latinoamericanos, en el campus de la universidad pública más grande de EEUU. Compartimos aula, cenas, paseos y muchas conversaciones. De cuántas maneras la coyuntura política, también en la capital del petróleo y Tesla, enfrenta a preguntas antes impensadas sobre la democracia, la libertad de cátedra, la incertidumbre sobre el futuro.

Cielo sonríe cuando piensa en sus hijos, se nota porque se le achinan los ojos. Los tres quedaron al cuidado de su mamá a 400 kilómetros de Lockhart, Texas, base de la cárcel donde está presa. Tiene 21 años. Se ríe también cuando se acuerda de los esfuerzos de su mamá por enseñarle español: le hacía decir en voz alta palabras mientras señalaba objetos y repetía copa, mesa, gorda. Gorda la tiene grabada en la memoria, la sentencia de la madre como una daga clavada en el corazón. Cielo fue una niña solitaria, peleadora, rebelde. En sus gestos sigue siendo una niña, aún rebelde. Con su cuerpo curvilíneo, inquieto, se desparrama y estira los brazos sobre el pupitre rectangular, uno de los siete de las aulas de Coleman Unit, esta cárcel texana. Debajo del uniforme también está la niña que aún es: esconde un paquete de galletas, caramelos, un chocolate.

El aula, nos cuenta Micah, uno de los docentes, se parece a las de su escuela pública en Ohio; en realidad, aclara, se parece a las de todas las escuelas públicas de Estados Unidos. De hecho, aquí mismo durante las mañanas hay clases para las detenidas que no pudieron terminar la secundaria.

Entre estas cuatro paredes donde ahora Anfibia dicta un taller de escritura, están colgadas las reglas de ortografía, cuándo poner comas o puntos, las formas de las narrativas. Los afiches hablan de gramática pero también del buen ánimo, de mistakes, de hope, de cómo hacer para calmarse a una misma. Los pasillos de esta prisión estadounidense, en cambio, tienen mensajes de las iglesias evangélicas, las organizaciones que más atraviesan los muros además del TPEI (Texas Prison Education Initiative) de la Universidad de Texas y  Pido la palabra, el programa que dirige la profesora Adela Pineda con apoyo de la Mellon Foundation. “Life is a camera / focus on what's important / capture the good times / develop from the negatives / and if things don't´work out / take another shot”, dice uno de esos murales con el dibujo de una polaroid que imprime la imagen de una flor. También hay mensajes por la prevención del cáncer de mama y otros por Halloween encabezados por un Boo.

Hablamos de la entrevista según el periodismo narrativo. La puesta en común revela historias de mujeres que tuvieron que hacerse fuertes y que ahora se vuelven vulnerables y que también aprovechan estas clases para encontrarse y divertirse.

Estas jóvenes que hoy están privadas de su libertad podrían ser alumnas de la Maestría de Periodismo Narrativo o de cualquier taller anfibio. No solo por ese código universal que hay detrás de las cejas de Isabel maquilladas con empeño cada mañana, tampoco por los brillitos en la nariz o los tatuajes que Dina tiene en los brazos, si no por la inquietud con la que circula la palabra a la hora de pensar en el género entrevista. Al frente de esta clase de Escritura Creativa están Gabriela Polit, Micah Unzueta y Salomé Valdivieso, y esta vez también nosotras, enviadas por Anfibia. Hablamos de la entrevista según el periodismo narrativo, que tiene que ver con la escucha abierta, los silencios, la conversación, el vínculo. Le hacemos preguntas a un texto sobre la inundación de Bahía Blanca, practicamos el reportaje en parejas. La puesta en común revela una escucha genuina, las historias de mujeres que tuvieron que hacerse fuertes y que ahora se vuelven vulnerables y que también aprovechan estas clases para encontrarse y divertirse.

–¡Yo escribo muy bien! ¿Cómo hago para publicar en Anfibia?

Las compañeras aplauden chasqueando los dedos, una forma de ovación encubierta antibarullo. Les explicamos cómo.  

Para Dina el idioma no es una barrera. Aquí ella y sus compañeras son, como muchas personas que brindan servicios en Austin, quienes sienten culpa por no haber aprendido el español con el que convivieron en sus infancias, por no haber estudiado mejor el idioma. La culpa es por el esfuerzo que hicieron sus madres migrantes para que no perdiesen su raíces.

Estados Unidos es el país con el número más alto de encarcelamientos en el mundo. La mayoría de las personas detenidas son afrodescendientes pero los recuentos oficiales no incluyen datos sobre bilingües y/o hispanohablantes: las clasificaciones se vuelven difusas entre chicano, latino, hispano. Según el censo, “hispano puede definirse como la herencia, nacionalidad, linaje o país de nacimiento de la persona, sus padres o antepasados ​​antes de llegar a Estados Unidos. Las personas que se identifican como hispanas, latinas o españolas pueden ser de cualquier raza”.

Yasmine llega unos minutos después de las seis, la hora de comienzo de la clase, porque tardaron en servir la comida. Cuando abre la puerta del aula, alza los brazos y pega un saltito. Ve a Gabriela Polit, su profe del semestre anterior, y por un momento es feliz. Con ella escribieron poemas, cartas, cuentos (leer y escribir les permite “bajar la guardia” y “give life to words”). Yasmine fue persistente con los temas: toda su producción estuvo dedicada a su marido, que murió joven y a quien ella no pudo despedir. 

Ahora ya no estás

Te fuiste sin un adiós

Sin decirme nada

Nunca puedes regresar

Gabriela le pregunta por otras exalumnas que recuerda con cariño, Yasmine le cuenta esta salió en libertad, a esta la trasladaron a otra prisión a cientos de kilómetros.

Coleman Unit es una cárcel estatal de seguridad media con capacidad para alojar a mil mujeres, un pequeño oasis en el vasto sistema penitenciario de Texas. Este estado sureño cuenta con la tasa más alta de encarcelamientos del país:139.600 personas privadas de la libertad. Coleman funciona desde 1993 y tiene programas educativos para terminar la escuela además cursos técnicos (producción, soldadura y manufactura) y clases de retórica, contabilidad, inglés para que puedan completar sus cursos universitarios y sumar crédito en varias disciplinas. Pero según cuenta Pineda, “los programas más populares dentro del modelo de rehabilitación provienen de organizaciones no académicas que ofrecen clases de religión y de habilidades empresariales”.

Muchas personas en Austin sienten culpa por no haber aprendido el español con el que convivieron en sus infancias, pese al esfuerzo de sus madres migrantes por conservar sus raíces.

Gabriela nos cuenta que antes de la pandemia fue a una cárcel de migrantes. Allí las medidas eran más estrictas y arbitrarias. Acá apenas nos advierten no ir con sandalias ni hombros descubiertos y llevar un saco porque el aire acondicionado está prendido a tope. Dejamos carteras y teléfonos en el auto, lo único que entra seguro es una caja de cartón con fotocopias, hojas en blanco, lapiceras y trabajos de clases anteriores. En la puerta los guardias se parecen más a los de División Palermo o Locademia de policías que a los de Una batalla tras otra. Nos recibe uno afroamericano, nos pasa un escáner, nos retiene los pasaportes a cambio de acordarnos de los últimos cuatro números del documento y de una tarjeta: Visitor. Más difícil fue salir de Ezeiza donde nos hicieron una “breve entrevista” con sonrisa y mirada fija preguntándonos qué íbamos a hacer a Estados Unidos y cuáles eran nuestros hobbies. 

Son las ocho, la hora de cierre del taller, y nadie se mueve del aula. Estamos conmovidas, escuchando las historias que cada una construyó luego de entrevistar a una compañera. Aplausos, más chasquidos, abrazos, saludos de mano, nice to meet you, come back on Wednesday. La salida es todavía más fácil.

***

El regreso Lockhart-Austin dura una hora. Es de noche. Con Micah al volante de la camioneta, con la caja de cartón en el baúl, y Gabriela, Salomé y nosotras. Hablamos poco. Apenas discutimos si la luna, en cuarto creciente, mira para el mismo lado en Argentina. Así pasa el viaje hasta la casa de Adela. La camioneta serpentea por un barrio de típicas casas de madera con alero, mucho verde. No se ve nada, como si no hubiera tendido eléctrico; la poca luz visible es cálida y asoma de las ventanas. Llegamos, y Charlie lo sabe. “Perro que ladra no muerde”, rompe el hielo Adela con su acento mexicano. La mesa está lista; falta servir el pollo con arroz y picante que preparó su compañero Boris, colombiano, también profesor universitario. 

¿Qué están haciendo o qué más pueden hacer los académicos de aquí y de allá ante la crisis de la democracia?

Mientras comemos, nos dan el pésame por la victoria de Milei (¿Por qué ganó? ¿Cuál es la explicación? Y ustedes, ¿cómo están?). Nos cuentan que  Greg Abbott, el gobernador de Texas, es un líder conservador (“a la derecha de Trump”), y también cómo se enojaron muchos agricultores locales por el último préstamo de Trump a la Argentina. Nos preguntamos qué están haciendo o qué más pueden hacer los académicos de aquí y de allá ante la crisis de la democracia y, en particular, ante la amenaza de la libertad de cátedra. Gabriela, que todo lo dice con poesía, compara: si creyéramos en las fuerzas malignas, diríamos que Darth Vader está haciendo de las suyas, que la suerte está mal echada en América del Sur. Hablamos de la izquierda y la derecha, de los jóvenes, de la inteligencia artificial. De hacer turismo en China (“un amigo fue y no podía creer, helicópteros que vuelan solos, nada de comunismo ahí”). De la muestra de Hito Steyerl en un museo de México. Y de cómo le llamamos a la “fruta de la pasión” en nuestros distintos países. 

– ¿Quieren helado? También lo preparé yo. 

Boris sirve el postre en unos potes colorados: el helado de algarroba, ron y pasas está riquísimo. En un momento nos olvidamos de que estábamos levantando la mesa: Micah y Salomé se están ocupando. Se alternan para ubicar la vajilla en el lavaplatos con la familiaridad de quienes conocen los rincones de esta casa. En el hogar de Adela, como en el de Polit y Javier Auyero, las tertulias con colegas y estudiantes, más o menos improvisadas, son cotidianas. Esta noche somos parte de la familia latinoamericana reunida alrededor de las palabras, los libros, el conocimiento, la comida, las distancias, la incertidumbre y las preguntas sobre el futuro.

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Apenas llegamos a Austin cruzamos el aparatoso Cyber Truck de Tesla y gritamos al ver un Waymo, esos autos fantasmas que se manejan solos y que aparecen por todos lados. Según el censo de 2020 aquí viven 961.855 personas. La ciudad creció alrededor de la universidad que a su vez recibe financiamiento para la construcción de sus edificios de lo recaudado en la industria más importante del Estado: el petróleo.

Guadalupe, la calle de nuestro hotel, es una de las avenidas principales de la ciudad y una de las pocas que tiene vereda para peatones a ambos lados. Bordea el campus de UT y es pasarela de estudiantes a toda hora del día: cargan carpetas, bolsas con comida, van a toda velocidad en monopatín, llevan la camiseta naranja color representativo. 

El miércoles baja la temperatura en Austin: de 30 a 11 grados, viento huracanado, sol de otoño. María no trajo abrigo porque confió en que esta ciudad rodeada de desierto seguiría caliente. Entonces hace lo que todo turista: entra al Target y se compra el pullover más lindo de los saldos, con un perrito en el pecho. Por la noche, en el lobby del hotel, una chica no puede resistirse porque ese perrito es igual a Osa, su animal de compañía. 

—So cute —dice.

—Gracias.

—¡Hablas español!

Se llama Lorena. Es colombiana de Medellín. Durante años tocó el clarinete en una orquesta local. Hasta que tuvo que viajar de urgencia a su país y no le perdonaron que se ausentara del concierto: no la llamaron más. Hoy trabaja en tecnología. Añora la bohemia. Está leyendo Eva Luna de Isabel Allende. No encuentra, casi, colombianos en Austin: “La mayoría de los migrantes que conozco son de México y Centroamérica”. Ama que seamos periodistas. Mañana nos pasa a buscar para ir a bailar two steps, promete. 

En estos días somos parte de la familia latinoamericana reunida alrededor de las palabras, los libros, el conocimiento, las distancias y las preguntas sobre el futuro.

La vida cotidiana de Austin nos resulta familiar: vimos muchas series y películas de Hollywood. Cruzamos a hombres con bigotes y camperas de jean, mujeres rubias de botas tejanas y anillos saltones, banderas azul-blanca-roja con una estrella (¡qué parecida a la de Chile!), estaciones de servicio despojadas y otras para cargar autos eléctricos, foodtrucks de árabes que venden tacos mexicanos, bartenders que nos piden ai di. Esta es la ciudad, también, de Richard Linklater. El director de Antes del amanecer, Boyhood y Bernie, en la que registra lo local y ayuda a construir una narrativa más expandida de Texas. ¡Pasamos por su casa! Es de ladrillo rojo, antigua, con el sello de patrimonio histórico en la puerta; está en una esquina, en un barrio residencial. Las persianas están bajas. 

—Tienen que ir.

Dice Gabriela Polit mientras nos deja en el hotel y, en la capital de la música en vivo,  señala el local The hole in the wall. Vamos. “¡Qué buena noche eligieron! Toca Jim Campo de Magic Rockers of Texas, una banda local emblemática”, nos avisa el cantinero. 

De vuelta en el hotel, escribimos esta catarsis sentadas en el bar. Suena música de los 90, nunca un reggaeton ni una cumbia ni una salsa. Afuera pasan los jóvenes ya disfrazados para las fiestas pre Halloween, la ciudad entera decorada con calabazas, esqueletos y fantasmas. Un homeless con varias bolsas y un gorro se acomoda en un banco para pasar la noche. Una rata corre hacia la alcantarilla. Un monopatín queda tirado en el piso. 

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El campus de la Universidad de Texas (UT) es el corazón de la ciudad. Desde la torre central, antigua, hecha con los típicos ladrillos color tiza y alineada con el capitolio, se ve el territorio verde arbolado. Es la universidad pública más grande de Estados Unidos y tiene uno de los archivos de literatura latinoamericana más importantes: en la Benson conservan papeles, obras completas, cartas y manuscritos de Julio Cortázar, Cristina Rivera Garza, Augusto Roa Bastos, Sor Juana Inés de la Cruz. En el Harry Ramson están las obras completas de Gabriel García Márquez, una copia de la biblia de Gutenberg, la primera fotografía tomada por Nicéphore Niépce, y libros de clásicos como Joyce, Faulkner, Virginia Woolf, Shakespeare, Kerouac, Foster-Wallace, Coetzee, entre muchísimos otros.  

Cuatro grupos de adolescentes y sus padres recorren el campus, expectantes de las solicitudes universitarias que desvelan a los jóvenes estadounidenses durante el final de su escolaridad secundaria. Los esquivamos mientras vamos hacia el Benedict Hall, donde está Polit. Ella es experta en literatura latinoamericana y una militante de los estudiantes: promueve la lectura de clásicos y noveles, da herramientas de escritura, acompaña sus procesos profesionales y personales. Con vista a la fuente y alrededor de la mesa, su oficina será el escenario de la Beca Crónica, un proyecto de la Iniciativa de escritura creativa con apoyo de LLILAS (Lozano Long Institute of Latin American Studies)

Salomé es antropóloga. Cursa segundo año de la maestría en Sociología. El pelo morocho largo, los anillos con motivos andinos, la voz suave pero decidida: extraña a la familia que quedó en Riobamba, Ecuador; solo vuelve en las fiestas o en el verano. Tiene 26 años, se mudó a “Los Estados” con la promesa de un futuro académico. Para solventar la vida en dólares trabaja en el LLILAS con la directora, Adela Pineda. Camina por el campus con una carpeta naranja con el logo de la UT bajo el brazo. Adentro están los apuntes de su trabajo de campo sobre un territorio donde conviven un lodge (dos mil dólares la noche), comunidades originarias y personas sin tierra. Después de hacer el doctorado quiere volver a su país. 

Apenas llegamos a Austin cruzamos el aparatoso Cyber Truck de Tesla y gritamos al ver un Waymo, esos autos fantasmas que se manejan solos.

Mónica es arquitecta, quiere escribir sobre las nuevas vecindades de Guadalajara, México, esas que se parecen a las del Chavo del 8 pero son fresas. Jaime, estudiante de antropología y diseñador de indumentaria, sobre los chilenos y chilenas que alquilan habitaciones a estudiantes como estrategia de supervivencia ante las eternas crisis de la región. Daniela es abogada. Desde hace años investiga las consecuencias del conflicto armado en el Valle de Cauca, Colombia, pero ahora el trabajo tomó un foco inesperado: la alianza entre excombatientes y antiguos militares, que tienen más en común de lo imaginado. Paulina es de Chihuahua, pero hace trabajo de campo con poblaciones que se quedan en el territorio a pesar de las inundaciones en Guatemala, la tierra paterna. Saúl se presenta como el “cronista de su pueblo”, habla náhuatl y también viene desde México. Aún aprende el inglés mientras desentraña cómo aterrizar por escrito todo lo que dice con cadencia poética en la oralidad.

En unas semanas, vamos a comunicar qué proyecto quedó seleccionado. Entonces, el estudiante viajará a su territorio a encontrarse con un cronista y hacerle honor al método anfibio, ese que cruza disciplinas y propone acompañamiento cercano del equipo de edición.

– El proceso de escritura de mi crónica fue… jaja. Perdón que me distraiga, no puedo creer que estemos juntos. 

Daniel viene a contar su experiencia: acaba de publicar en Anfibia El espía arrepentido del Canal de Panamá, texto ganador de la quinta edición de la beca que esta vez es presencial. 

En el centro de la mesa circulan los alfajores argentinos, Titas y Rodhesias que llevamos. La previa a los tacos con cerveza mexicana que nos esperan sobre la calle Guadalupe, al terminar este taller. Los encuentros y presentaciones fueron cruzados: Mónica y Jaime resulta que son vecinos; Saúl intercambio teléfono con sus colegas; ahora ellos también agrandan la familia.