Ensayo

Argentina, 1985


El Estado no puede torturar

Luis Moreno Ocampo fue fiscal adjunto en el juicio a las Juntas. El desafío que tuvieron Julio Strassera y él fue enorme: demostrar la responsabilidad de nueve ex comandantes en jefe sin pruebas de que hubieran torturado a alguien con sus propias manos y sin el apoyo de la policía ni de ninguna fuerza del Estado, dado que habían estado bajo el mando de los militares. Con el Nunca Más sobre la mesa armaron un rompecabezas pieza por pieza. Un fragmento de “Cuando el poder perdió el juicio” (Capital intelectual), el texto que tenés que leer antes de ver “Argentina, 1985”, la última película de Santiago Mitre.

Fotos: Télam

No lo sabíamos. Nos fuimos enterando gradualmente. Fueron los familiares de las víctimas los primeros en darse cuenta. Paradójicamente, ellos se encontraban para denunciar los casos de personas “desaparecidas” en una oficina abierta en la Casa Rosada que dependía del general Albano Harguindeguy. Mientras hacían el trámite, comentaban las similitudes de los secuestros. Al salir de la oficina, la Policía los obligaba a circular. Entonces, los familiares comenzaron a caminar para mantener la conversación. Así nacieron las rondas de las Madres de Plaza de Mayo.

Nos habían ocultado los hechos. Atacaban como subversivos a quienes decían la verdad: que se estaba secuestrando y matando. Por eso secuestraron y mataron a Azucena Villaflor, primera presidente de las Madres y torturaron y encarcelaron a Adolfo Pérez Esquivel, tres años después Premio Nobel de la Paz. Establecieron una férrea censura y calificaron como “excesos” los secuestros, torturas y desapariciones. Pretendían difundir que se trataba de casos aislados, exabruptos de oficiales subalternos. Como consecuencia de esa política de ocultamiento, la mayoría de los argentinos no podía apreciar lo que ocurría.

Nos habían ocultado los hechos. Atacaban como subversivos a quienes decían la verdad: que se estaba secuestrando y matando.

No lo sabíamos pero lo cierto es que, entre 1976 y 1980, nuestras Fuerzas Armadas, las Fuerzas Armadas de la Argentina ejecutaron en todo el territorio nacional una operación militar de carácter secreto dirigida contra miles de ciudadanos argentinos. Había sido planeada desde 1960 y fue meticulosamente ejecutada con la supervisión de los altos mandos desde 1976.

Comprendí la magnitud de lo ocurrido en el año 1984. Yo trabajaba en la Procuración General de la Nación, y por decisión de mi superior directo Jorge Medici, tuve el privilegio de ser designado para asistir al fiscal Julio Strassera. Me hice cargo de liderar su equipo de investigación. Nuestra tarea era probar la responsabilidad penal de los miembros de las Juntas Militares. No podíamos confiar en la Policía o en otras fuerzas del Estado para llevar adelante una investigación independiente pues esas fuerzas se encontraban bajo el comando operacional de las Juntas.

El equipo de investigación estaba formado por 14 jóvenes, algunos todavía estudiantes universitarios. Trabajaban amontonados en dos de los tres cuartos que ocupaba la Fiscalía en la planta baja del antiguo edificio de Tribunales de la calle Talcahuano. Ellos hablaban con las víctimas y buscaban las pruebas que pudieran corroborar lo ocurrido. No se habían creado ni los teléfonos celulares ni internet y la computadora personal era un invento reciente fuera de nuestro alcance, así que una caja de zapatos con fichas de dos colores nos servía para cruzar la información.

Julio Strassera (Ricardo Darín) y Luis Moreno Ocampo (Peter Lanzani) en Argentina, 1985

Todo era excepcional. Teníamos que demostrar fuera de toda duda la responsabilidad individual de nueve excomandantes en jefe, tres de los cuales se habían desempeñado como presidentes de la Nación. No teníamos pruebas de que ellos hubieran torturado a alguien con sus propias manos o hubiesen participado en los secuestros. En lugar de investigar un homicidio debíamos aclarar lo ocurrido con miles de personas que, se decía, habían sido secuestradas, torturadas y “desaparecidas”. En la mayoría de las denuncias no se sabía quiénes habían sido los secuestradores o torturadores. Creíamos que los “desaparecidos” habían sido ejecutados pero no teníamos evidencia para probar cada caso individual.

Fuimos aprendiendo el modo de probar las privaciones de libertad. Elegimos de entre las miles de denuncias efectuadas ante la CONADEP aquellas que pudieran ser corroboradas por testigos imparciales o documentos de la época del secuestro. Se reunieron 9.319 denuncias por privación de libertad y 14.756 habeas corpus, una acción judicial para investigar el paradero de una persona presuntamente detenida por las autoridades. Esos documentos incluían las descripciones de las circunstancias de la detención como habían sido narradas durante la dictadura militar. Corroboraban los hechos individuales por los que íbamos a acusar o mostraban el carácter sistemático del delito y la negativa a investigarlo.

Los que habían sobrevivido nos dieron información sobre la tortura de los otros detenidos. Los testimonios de estos secuestrados nos permitían probar que las personas privadas de su libertad eran conducidas a alguno de los 380 centros clandestinos de detención identificados por la CONADEP, donde eran sometidos a la tortura. Estos centros funcionaban en cuarteles militares o dependencias policiales y demostraban que todo ello era una operación oficial bajo el mando de los miembros de las Juntas.

No podíamos confiar en ninguna fuerza del Estado para llevar adelante una investigación independiente pues esas fuerzas se encontraban bajo el comando operacional de las Juntas.

Aún más: podíamos probar algunos de los homicidios. No queríamos forzar a los jueces a inferir que los “desaparecidos” habían sido asesinados sin tener pruebas claras, así que nos focalizamos en buscar casos con cadáveres. Y encontramos decenas de falsos enfrentamientos, que habían sido fraguados y en los que las Juntas habían reconocido la muerte de personas detenidas con anterioridad.

En aquella época había mucha menos información sobre la apropiación de niños y solo pudimos encontrar pruebas suficientes para presentar dos casos. El trabajo pionero de Catherine Mackinnon sobre crímenes de género recién estaba apareciendo y no advertimos la importancia de calificar con más precisión esa discriminación que estaba frente a nuestros ojos. Para nosotros, los ataques de género eran parte de la tortura. Fue una testigo quien se decidió a presentar expresamente ante todo el mundo la forma en que había sido abusada por el solo hecho de ser mujer.  

Fuimos armando el rompecabezas pieza por pieza. Buscamos casos que hubieran ocurrido en distintas partes del país, en diferentes épocas y cometidos por personal dependiente de cada uno de los comandantes. Presentamos más de 700 casos individuales y durante el juicio quedó demostrado que eran la consecuencia de una operación militar aprobada y supervisada por los jefes de cada fuerza.  

Después de las condenas, sentí que debía hacer algo más con la información reunida; habíamos probado judicialmente los cargos contra las Juntas, los comandantes eran responsables penalmente pero eso no explicaba todo. No explicaba la actitud de nuestra clase dirigente incapaz de generar opciones para controlar la violencia o evitar el golpe de Estado. El caso contradecía ideas básicas que me habían enseñado en la Facultad de Derecho. El Estado había actuado deliberadamente fuera de la ley. A pesar de eso había sido apoyado por importantes sectores de la sociedad. La Policía y el Ejército, en lugar de proteger a los ciudadanos, cometían los crímenes. Casi todos ignoraban ideas que para mí eran obvias. En un reportaje dije algo totalmente elemental: “El Estado no puede torturar”, y esa frase se convirtió en el título de la nota en grandes letras de molde.

Presentamos más de 700 casos individuales y durante el juicio quedó demostrado que eran la consecuencia de una operación militar aprobada y supervisada por los jefes de cada fuerza.

Quería entender más; en 1987 tuve la fortuna de ser invitado a participar en una investigación académica multidisciplinaria con las personas más calificadas sobre el tema. Aprendí de ellos, me proporcionaron otros marcos de análisis y pensé que la evidencia reunida en el Juicio a las Juntas se podía utilizar para hacer una radiografía más completa de lo ocurrido.

Este libro expone y resume las pruebas de ese juicio para explicar lo que ocurrió durante la dictadura militar. Cuando publiqué la primera edición en 1996, pensaba en los jóvenes que, como mis hijos, eran muy chicos entonces. Ellos también debían saber lo que había pasado. El conocimiento que habíamos producido acerca del plan de las Juntas se podía disipar. Así como hay gente que niega el Holocausto, me parecía que se podía negar lo ocurrido en Argentina.

No sucedió. Al contrario, altos jefes militares se han remitido a la sentencia judicial para explicar el sistema utilizado, se han publicado centenares de libros con relatos y entrevistas sobre el tema, decenas de documentos que dan detalles sobre lo ocurrido y se abrieron nuevamente las investigaciones judiciales contra decenas de responsables.

Esa nueva información confirmó la exactitud de las conclusiones del Juicio a las Juntas pero también dispersó la atención hacia conflictos internos, los complots nacionales e internacionales y las características personales de algunos actores. Para los jóvenes del siglo XXI el riesgo es perder la perspectiva y transformar nuestra dolorosa historia reciente en un relato binario, como una película de buenos y malos, héroes y villanos. Hubo buenos y malos, hubo muchas personas penalmente responsables y no todas van a ser condenadas, pero eso es solo una pequeña parte de lo que tenemos que aprender.

Las pruebas del Juicio a las Juntas muestran el funcionamiento de las burocracias que cometen crímenes. La magnitud de los crímenes puede ser muy diferente, pero hay una similitud con la dinámica de otras organizaciones, como empresas multinacionales que pagan sobornos o grupos políticos que utilizan fondos públicos para mantenerse en el poder o para conseguirlo. Los casos reales nos enseñan que la moral individual no es el aspecto definitorio de los crímenes cometidos por medio de organizaciones. Había funcionarios públicos que consideraban que era su deber torturar o matar; los que pagan sobornos trabajando para compañías pueden ser escrupulosamente honestos y los políticos que cambian decisiones por favores pueden tener el objetivos de ayudar a los pobres. Si quiere seguir avanzando, Argentina necesita pasar de formular reproches a individuos a cuestionar nuestras dinámicas colectivas.

El Juicio a las Juntas terminó con los golpes de Estado y la violencia política. Décadas después, el análisis de la prueba reunida puede consolidar esa no violencia y nos puede ayudar a refinar nuestro funcionamiento como sociedad.

(...)

El plan criminal

Videla podía lamentar que alguna persona inocente hubiera sido torturada o ejecutada, pero lo consideraba el sacrificio que evitaba el triunfo del enemigo, por lo cual se convertía en un sacrificio válido. Era comparable al daño colateral causado por la bomba atómica en Hiroshima o Nagasaki. El fiscal Julio Strassera explicó durante el alegato final del juicio que las leyes de la guerra permiten matar enemigos combatientes pero no autorizan a torturar y tampoco a matar a prisioneros ni a civiles. Algunos comandantes lo reconocieron en sus indagatorias. Como Strassera lo dijo, era una alternativa de hierro: eran criminales comunes o eran criminales de guerra. Sin embargo, esa fue la excusa de los miembros de las Juntas para no verse a sí mismos como asesinos.

Las leyes de la guerra permiten matar enemigos combatientes pero no autorizan a torturar y tampoco a matar a prisioneros ni a civiles.

Julio Strassera en el alegato final del juicio

Massera, Videla y Viola, que a fines de los años 70 se habían combatido, coincidieron en 1985 en la defensa del plan militar y en lo inadecuado de su juzgamiento. Viola había dicho en Estados Unidos: “Un ejército victorioso no es investigado. Si Hitler  hubiera ganado la guerra, los juicios no hubieran sido en Nüremberg sino en Virginia”. Sugerían que era absurdo que nos concentráramos en cada hecho producido por sus decisiones y perdiéramos de vista que habían ganado la guerra. Pretendían que las acusaciones eran ridículas, como si se hubiese acusado al general San Martín de homicidio por cada español muerto en la batalla de San Lorenzo.

Los comandantes habían aprobado un plan de cuya eficacia estaban orgullosos; ese plan había sido consultado con profesionales de experiencia internacional y se había discutido durante más de una década con los oficiales del Estado Mayor. Tenían razones para cada aspecto del plan. Era necesario torturar como método y sin límites para obtener rápidamente la información de quienes eran “subversivos” y saber dónde estaban. Calcularon que debían ejecutar diez mil personas. Había que ocultar la matanza, “desaparecer” los cadáveres y negar todo lo ocurrido. Para todo eso era necesario asumir el control absoluto del Estado. En consecuencia, los Comandantes ejecutaron un golpe de Estado y aplicaron el plan. Siguiendo las enseñanzas francesas establecieron una cadena de mandos clara y muy corta que permitía la máxima operatividad. Pequeños grupos de tareas bajo el comando de un General estaban autorizados para privar de su libertad a sospechosos de ser “subversivos” o a los que pudieran tener información –“blancos planeados” en el lenguaje de las órdenes militares. Debían solicitar permiso al Comando de zona, quien ordenaba un “área libre” para que otras fuerzas no interfirieran en el operativo.

No hacía falta probar que los “blancos planeados” hubieran cometido algún delito, para averiguarlo se los trasladaba a lo que llamaron Lugares de Reunión de Detenidos o LRD (la CONADEP los llamó Centros Clandestinos de Detención) y se los sometía a tormentos (“interrogatorios tácticos” en el lenguaje militar). De esa forma se investigaba. La tortura sin límites permitía quebrar los pactos de silencio y conocer la identidad de otros sospechosos de ser miembros de la “subversión”, a los que también se podía privar de su libertad (“blancos de oportunidad”) y someter a tormentos. Luego, los niveles de mando con responsabilidad evaluaban la información obtenida y ordenaban ejecutar en secreto y sin juicio a las personas que les parecía conveniente. Los ejecutados “desaparecían”, los cuerpos se arrojaban al mar o a los ríos, o se los enterraba en fosas comunes como NN. El plan incluía un aspecto de acción psicológica para ocultar toda la operación.

En su alegato inicial durante el juicio de Nüremberg, el fiscal Robert Jackson explicó el objetivo de una política similar adoptada por Adolf Hitler: “Misterio y suspenso se agregaron a la crueldad con el objetivo de extender la tortura del detenido a su familia y amigos. Hombres y mujeres desaparecieron de sus casas o negocios o de las calles y no se supo una palabra más de ellos”.