Ensayo

ATENTADO A CRISTINA


Fue el odio

El intento de asesinato a la vicepresidenta Cristina Kirchner es el “acontecimiento de violencia política más previsible de la historia argentina”. Esto podía pasar, analiza Ezequiel Ipar, porque una red de ideología, medios y tecnologías de comunicación preparaba algo así. Decían: las palabras que apelan a la destrucción del adversario político no importan. Las palabras sí importan y hoy explican esta secuencia trágica.

A pesar de la consternación que genera el intento de asesinato de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner estamos ante la certeza de que se trata del acontecimiento de violencia política más previsible y explicable de la historia reciente. Esto que finalmente se materializa con brutalidad, que observamos en la crudeza registrada en la imagen del arma de fuego lanzada sobre una de las principales dirigentes del país, responde y se explica por un proceso social, político-ideológico y mediático muy claro y muy preciso. En la historia inmediata tenemos el hostigamiento y la persecución en el proceso judicial del fiscal reproducida por los medios de comunicación. Si a eso se le agregan las declaraciones desafortunadas de dirigentes políticos, los pedidos de pena de muerte, más la serie de acontecimientos que se vienen sucediendo sólo en el último año, hay un primer registro que explica por sí solo esa fotografía trágica.

Luego, hay que reponer el circuito para alentar los discursos de odio contra los políticos que trazan las redes sociales, los medios de comunicación, influencers políticos y los movimientos de estetización de la violencia en las calles. En este caso es contra una determinada orientación pero en realidad es contra la vida política democrática en general. Esto emergió. Pasó por este circuito en donde se supone que las palabras no hacen nada y terminó en un hecho político gravísimo, comparable con acontecimientos como la violencia política que culminó con la toma del Capitolio en los Estados Unidos, la radicalización de grupos de derecha en Europa o las múltiples manifestaciones de violencia política en el Brasil de Bolsonaro. Esto podía pasar porque esa red de ideología, medios y tecnologías de comunicación estaban preparando, ni siquiera silenciosamente, este tipo de acontecimientos. El contexto político-ideológico marcado por una creciente intolerancia y el autoritarismo político merece de modo urgente nuestra atención. 

El atentado se explica por la creciente intolerancia y autoritarismo político.

En el transcurso de este último año se acumularon declaraciones y posicionamientos que componen el sistema dentro del que hay que pensar este hecho: las declaraciones explícitas del magistrado Rosenkrantz mediante las que descalifica la doctrina de uno de los principales partidos políticos del país, la profundización del sesgo en la persecución y la condena que hace el sistema judicial contra funcionarios y ex-funcionarios políticos (frente a los mismos hechos castiga sistemáticamente a unos y exculpa siempre a los otros), la desproporción entre los crímenes que se imputan y las penas que se proponen (con la pena de muerte siempre como acicate fundamental), la negación de la igualdad de las inteligencias para razonar públicamente, la normalización en los medios de comunicación de mensajes que abiertamente propician y justifican la desaparición de un partido político, la creciente estetización de la violencia en las redes sociales que discuten cuestiones políticas y, last but not least, las declaraciones de importantes dirigentes políticos, en algunos casos parlamentarios y líderes de fuerzas políticas, que plantean la disputa bajo la lógica anti-democrática del “ellos o nosotros”. 

En todos estos casos se apela a una supuesta racionalidad de los pronunciamientos y las declaraciones públicas que justifican este tipo de destrucción masiva del adversario político, cuestión que no deja de generar efectos paradójicos en las identidades y las ideologías.

Este hecho es comparable con la violencia política que culminó con la toma del Capitolio en los Estados Unidos, la radicalización de grupos de derecha en Europa o las manifestaciones en el Brasil de Bolsonaro.

Estos pronunciamientos creen que siguen criterios elementales de racionalidad cuando llegan al punto de justificar la exclusión o directamente la violencia política. Racionalidad que aparece siempre como respuesta, como reacción defensiva frente a una amenaza: “como ellos son violentos no nos queda otra alternativa que no sea la violencia”, “como hacen demandas infinitas de imposible cumplimiento no nos queda más que excluirlos”, “como critican la verdad de nuestras ideas sólo podemos asumirlos como incapaces para pensar por sí mismos”. 

La distancia entre lo que devuelve el espejo en el que los ciudadanos se reconocen y las prácticas sociales en las que efectivamente desarrollan su vida social es algo que afecta y fisura desde dentro a todas las posiciones ideológicas. Pero estamos frente a algo diferente cuando un juez de la corte suprema hace una proclama en la que se convoca al filósofo liberal Rawls para luego terminar condenando con retórica jurídica a la doctrina comprensiva de un partido por el mero hecho de que pretenda alojar derechos sociales dentro de la constitución de un Estado racional. Lo mismo vale para el supuesto liberalismo del legislador que vocifera como praxis política recomendada la consigna “ellos o nosotros”. También para los funcionarios que se apresuran a identificar la crítica pública de decisiones políticas o jurídicas con un acto de incitación a la violencia. 

Las declaraciones que justifican este tipo de destrucción masiva del adversario político generan efectos paradójicos en las identidades y las ideologías.

Si se afirma que criticar en el espacio público las decisiones de un juez o de un funcionario es un acto de violencia y una irracionalidad política que el Estado tendría que sancionar, entonces lo que se propone es que todas las decisiones importantes del Estado, sobre todo las que tienen que resolver conflictos, deben tomarse dentro de un espacio cerrado y ser aceptadas en silencio. Pero ese modelo de gestión del capitalismo -porque en buena medida de eso trata la cuestión de fondo- no guarda relación con los principios de las democracias liberales. Más bien se parece al fundamento cotidiano de los Estados autoritarios y de los partidos políticos iliberales. Este es el juego de espejos invertidos en el que los partidos de derecha en Argentina sucumben y hoy les impide terminar de asumir su compromiso con una democracia pluralista basada en la protección de los derechos humanos.  

Toda esta movilización de fantasías autoritarias no sólo deteriora la calidad de la democracia sino que explican la secuencia trágica que vimos una y otra vez esta noche imposible de olvidar. 

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