Crónica

Largas esperas en los sistemas de salud


Tiempo muerto

En hospitales públicos, consultorios y clínicas privadas las personas pueden esperar horas para ser atendidos. Las comodidades de esa "amansadora" cambian según la clase social del paciente que pocas veces se rebela. ¿Por qué soportamos esa espera interminable?¿Cómo funciona este mecanismo de control social? La periodista Verónica Ocvirk consultó a especialistas y pacientes para entender el por qué de ese tiempo muerto que aceptamos sin chistar.

Son las once de la mañana. Andrea, paciente, llega al Hospital Italiano quince minutos antes de su consulta. Y se sienta a esperar. Ya esperó bastante a que llegara ese día, cerca de tres meses. El tema –dice- es que hay que llamar y llamar para que abran las agendas, porque solo dan turnos para los tres meses siguientes. El desafío es tratar de “entrar” ni bien eso ocurre, ya que los turnos se agotan enseguida y entonces hay que esperar otro mes más, hasta que vuelvan a abrirlos. Y así. Pero ahora ya está, ya consiguió su cita y 90 días después está sentada en la sala de espera. Piensa que es muy interesante el sistema que implementó el Italiano, con televisores donde aparecen el nombre del paciente, el número de consultorio al que debe ir y la hora a la que fue llamado. En la pantalla van quedando los registros, nueve o diez pacientes. Entonces Andrea se la pasa haciendo cálculos: cuál es el consultorio que llama más rápido, cuál no está llamando, cuando tiempo demoran por paciente. Pregunta cuánta gente tiene adelante y se pone a sacar cuentas, además de estar muy atenta a que no la salteen mientras saca raíces ahí en su silla. De pronto se le viene la imagen delas interminables esperas que hace años soportó en esa misma sala cuando sus tres hijas eran chicas. Tratando de entretenerlas para que no se desmadren. Llevándoles la merienda. Y atajando a la bebé, que gateaba y se arrastraba por todos lados. Qué estrés. El hecho de saber que tenía que ir a controlarles la ortodoncia, una cosa de cinco minutos para la que podía llegar a esperar  hora y media, le provocaba tremendos nervios. Ahora que está sola se saca un capuchino de la máquina y trata de considerar a ese lapso como un parate. Siempre dentro del marco de lo posible, porque uno vive sin tiempo y corriendo por el laburo; el de ella ahora condensado en los correos y las llamadas perdidas que le caen cuando por fin logra salir, una hora y media más tarde, cuando el reloj marca ya las 13.30.

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El relato de Andrea no tiene nada del otro mundo. Quienes son jóvenes y sanos tal vez no lo adviertan. Pero quienes sufren de cualquier afección grande o pequeña (o creen que la sufren, lo cual viene a ser casi lo mismo), o tienen a sus padres grandes, o son ellos mismos padres, seguro saben de lo que estamos hablando: hace décadas que enfermarse en la Argentina implica empezar a vivir una especie de vida aparte y no solamente por el dolor, el ardor, la molestia, la ansiedad, la falta de sueño, los nervios tensos. En ese mar que es la medicina la vida se ve de pronto sumergida en un calendario opresor en el cual hay que esperar para todo. Y así el paciente, con su relato y sus papeles, se convierte en alguien que está solo y espera. Espera en el teléfono para hacerse de un turno;espera semanas –en algunos casos meses- para que esa cita se concrete; espera al médico en la sala de espera (lo que constituiría la espera núcleo, la más básica); espera para tener la orden, para autorizar la orden, para que le vuelvan a redactar la orden; espera para hacerse el estudio y por el resultado del estudio; espera por el reintegro; y por la prótesis; espera por la historia clínica que tiene que adjuntar al expediente para que le cubran la práctica; espera por el informe de la radiografía; o por un medicamento que justo está en falta; espera en el laboratorio y también espera con fe, pero más que nada con incertidumbre, por la fecha de una cirugía.

No se trata solo de una cuestión de pobres;  la clase media y los ricos también esperan. Claro que para los primeros es peor, porque los hospitales y centros de salud públicos no suelen dar turnos telefónicos y entonces el pobre tiene que acercarse hasta allí a las cinco de la mañana y hacer cola durante una, dos horas, a la intemperie. Luego,otras más bajo techo para recibir atención, o a veces, apenas, concretar una cita. Pero las clases medias y altas, aun con sus turnos, también se pasan horas y horas en unas salas probablemente más bonitas y cómodas, con láminas de Claude Monet enmarcadas, viejas revistas de chimentos y servicio de sparkling.

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¿Por qué esperamos tanto? ¿qué respuestas tienen para dar la comunidad sanitaria y los propios médicos? Existe un término muy argentino para definir las esperas prolongadas: es “amansadora” y guarda también un matiz disciplinador, porque amansar es volver manso a un animal salvaje quitándole su bravura natural. Los significados y los sentimientos que se ponen en juego en el acto de esperar hacen pensar que detrás de una aparente cuestión de horarios asoma a la vez una lección de subordinación, una conexión fina entre espera y reverencia en la cual la propia palabra “paciente” puede resultar reveladora.

Con el brujo no

Son las cinco de la tarde y el médico ya debería estar atendiendo en su consultorio particular. En la minúscula sala de espera casi no quedan asientos disponibles. Unos y otros miran la hora, se miran entre ellos, miran hacia la puerta, alguno que otro resopla fuerte. Y en eso, uno se atreve, se levanta, se acerca a la secretaria y empieza a decirle que cuándo va a venir el médico, que lleva más de una hora ahí, que al fin y al cabo para qué dan turnos. Los demás aprueban en silencio. La secretaria encoge los hombros y explica que al doctor se le presentó una situación impostergable, que de todas formas está llegando. Al rato,efectivamente, llega, y en su paso hacia el consultorio intercambia una mirada con el que había increpado a la secretaria, a quien reconoce de consultas anteriores.

—¿Qué tal?—, interpela.

—Muy bien, doctor, faltaba más, gracias por preguntar—dice el paciente.

Cualquier rastro de enojo ha mutado en pleitesía.

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El sociólogo Javier Auyero  analizó a fondo las filas de espera en diferentes dependencias del Estado, y se refiere a la manipulación del tiempo como una dimensión simbólica donde se produce una negociación de poderes, derechos y vulnerabilidades. “La dominación opera cuando unos se rinden ante el poder de otros y se vive como un tiempo de espera: esperar con ilusión primero y luego con impotencia que otros tomen decisiones para, en efecto, rendirse ante su autoridad”, se lee en su libro Pacientes del Estado.

Paciente es alguien que espera para ser atendido por un profesional de la salud y paciente se le dice, también, a quien tiene paciencia. Pero estas acepcionesno son tan diferentes. La misma persona que resopla en la cola del banco, o que reprende a los gritos a la gente del servicio técnico porque lleva tres cuartos de hora sin internet, se rinde ante el médico.

El Barómetro de la Deuda Social Argentina contabilizó en 2013 la cantidad de personas que dijeron haber esperado más de una hora para recibir atención sanitaria. El promedio del país fue el 45 por ciento, con diferencias entre Gran Buenos Aires (53 por ciento) y Ciudad de Buenos Aires (26 por ciento). Por otro lado, el trabajo Opinión de los usuarios de Salud en la Argentina, en el que Rodrigo Lugones y Federico Tobar presentan los resultados de un conjunto de estudios de opinión pública realizados entre 2011 y 2013, advierte que el 48 por ciento de los consultados esperaron al médico entre media hora y una hora y el 15 por ciento más de una hora. No obstante el estudio señala que los habitantes de este país suelen tener un alto nivel de satisfacción con respecto al sistema de salud en general, a su funcionamiento y a lo que juzga como la figura central del sistema de salud local: el médico argentino.

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“Mi tesis es que la gente no espera ser atendida en forma rápida”, explica Tobar, para quien la espera larga en los servicios de salud está más que naturalizada: está legitimada. “Es un requisito en la construcción social del paciente. El paciente tiene paciencia, el usuario no. Un usuario puede reclamar y con eso se perdería el contrato básico de nuestro modelo de salud, que es la asimetría de poder entre el médico y el sujeto de cuidados”. El paciente no sabe lo qué le pasa, ni qué le van a hacer, debe entregar su cuerpo y su voluntad a un grupo de profesionales y a una institución. En el momento que recibe atención sanitaria es confrontado con un conjunto de reglas de interacción. Algunas son explícitas (como el consentimiento informado que el individuo firma antes de un procedimiento que involucra cierto riesgo clínico), pero la mayoría de las veces esas reglas son tácitas. “La aceptación de esas reglas convierte al usuario en paciente”, marca el consultor internacional en salud e investigador del CIPPEC.

Para el experto en el ejercicio moderno de la medicina hay un modelo aceptado del médico como una eminencia despiadada y omnisapiente: es el arquetipo del Dr. House. Por eso los hospitales están llenos de médicos a los que les dicen House, porque es lo que todos quieren ser, un profesional reconocido por su amplísimo conocimiento y capacidad para diagnosticar y prescribir, pero que no tiene por qué rebajarse a la calidad de ser humano y dar explicaciones. La prueba más clara de eso –dice- es el sobreturno: “No existe ninguna otra práctica liberal moderna donde exista el sobreturno. Pedile a un abogado, a un contador, que te den unsobreturno. Sin embargo, los médicos no quieren ceder el turno. Eso sería peor a que les digan cómo tratar al paciente, porque el control del turno tiene que ver con el control de la práctica médica”.

En este punto las opiniones tienden a coincidir: los médicos son profesionales con tanta libertad que resultan inmanejables. Y como para contribuir aún más a ese agigantamiento, la sociedad les atribuye un poder similar al que antes se otorgaba a los sacerdotes o chamanes. Un médico puede no ser Maradona, Messi, ni Mick Jagger. Pero el reconocimiento que recibe a nivel micro es impresionante.

Apaguen los relojes

¿Por qué los hospitales públicos no funcionan a la tarde? Según Hugo Spinelli, médico y Director del Instituto de Salud Colectiva de la Universidad Nacional de Lanús, una buena parte de los profesionales que tienen que cumplir ocho horas diarias llega a las nueve de la mañana y se va a las dos horas. Y el director puede poner turno tarde, pero los médicos no irían: es imposible hacerles cumplir el horario. “Si vos sos dueño de un cine –explica-tenés todo como un relojito y si querés hasta lo podés controlar desde Miami. Pero en un hospital esa idea que tenemos de una pirámide conducida desde arriba no funciona. De acuerdo a Spinelli la práctica médica se mueve por fuera de lo que es el modelo industrial y entonces el poder no está en la cúpula, sino en la base. “El médico es el shamán de la tribu, el que tiene el poder. Entonces, ¿cómo se cambia esa correlación de poder? ¿Empoderando a la gente? Sí, pero solo en parte, porque la gente le teme al brujo de la tribu. Si pensamos el problema con una lógica industrial, fallamos. La propia naturaleza del juego y la autoridad que se les concede a los profesionales de la salud hacen que la pirámide clásica mute”, reflexiona.

El profesor de Economía de Princeton Alan Krueger narraba hace un tiempo en el New York Times que un amigo suyo, tras aguardar al médico más de una hora, se plantó frente al doctor y le presentó una factura por el tiempo que había perdido. Krueger argumentaba que el tiempo invertido en las salas de espera debería ser calculado de acuerdo al costo de oportunidad e imputado luego al gasto total del sistema sanitario.

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Lo que a Krueger se le pasó por alto es que la asignación de una duración a las consultas médicas es siempre imperfecta. No es como un turno de peluquería en el cual minutos más, minutos menos, se puede estimar cuánto va a durar.

Es cierto que gran parte de la sociedad funciona sobre la base de una impronta industrial de tiempos, de regularidad y productividad. Pero en medicina el trabajo bien hecho es artesanal. Nunca se sabe cuánto puede durar una consulta, ni si es grave lo que el paciente padece, o si este es introvertido, tartamudo o hipocondríaco. Se trata de un juego abierto, fortuito y atravesado por cuestiones tan pesadas como la vida, la muerte, el dolor, la angustia de la enfermedad. Algo que con el peluquero, evidentemente, no pasa.

Carla sufrió hace un tiempo de síndrome de ojo seco y la pasó bastante mal, no solo por la molestia del caso sino porque dio muchas vueltas por muchos consultorios donde nadie terminaba de saber que le pasaba, y mucho menos cómo podía mejorar. Las esperas se volvieron interminables, y como tenía los ojos adoloridos no leía, no usaba el teléfono; Carla no hacía más que esperar. Además los turnos con los especialistas podían demorar hasta seis meses mientras se sentía tan sola luchando con todo eso que le pasaba, y encima con la burocracia. Hoy está convencida de que uno debe buscar respuestas hasta que encontrar un profesional que además de tener el conocimiento, muestre también la calidez suficiente como para manejar situaciones así. Como ese oftalmólogo que la tranquilizaba y hasta llegó a abrazarla una vez que rompió en llanto.

El producto de la medicina no es tangible: es la palabra, que construye realidades con solo hablar. “El médico dice algo y el paciente se puede reír, angustiarse, saber que le queda una semana de vida o que está sano. ¿Y qué hizo como trabajador? Habló. Por eso también los profesionales de la salud son tan difíciles de manejar y controlar. Es muy fácil mentir. Y entonces hay que dar un acto de fe, incluso entre pares”, advierte Spinelli. Y concluye: “Por supuesto que debemos condenar el abuso que el médico hace de ese tiempo imponderable y de esa enorme libertad. Pero tampoco alcanza con poner un reloj. No se trata de eso”.

La soledad del paciente

Las esperas –decíamos- no son todas equivalentes. Recorrer el Hospital Fernández de Buenos Aires por la mañana permite formarse una idea bastante acabada de cómo es esa espera para quienes no acceden a una obra social o prepaga: gente por todos lados, poco personal a quien preguntarle algo, muletas, sillas de ruedas y cantidad de niños en un lugar triste, gris y no demasiado limpio. Algunos miran las pantallas con TN, muchos bostezan, otros conversan sobre enfermedades, uno va lentamente quedándose dormido. Donde más se advierte el contraste con las clínicas privadas es en las salas de espera de pediatría. Claro que también están abarrotadas de chicos, pero además de climatizadas y limpias las privadas suelen estar pintadas de colores, tienen mesitas y sillas de tamaño infantil y una serie de juegos como para que el tiempo de espera sea un poco más llevadero.

“Las esperas difieren de acuerdo al subsector: prepagas, obras sociales y sector público. Difieren en cantidad de tiempo y calidad. Pero todos esperan, lo que pone de manifiesto lo que llamamos barreras de acceso de tipo administrativo, además de las financieras, geográficas y culturales, lo cual termina produciendo que llegar a una atención oportuna y sin padecimientos, más allá de los propios de cada patología, sea casi un milagro”, dice Gabriela Hamilton, magister en Sistemas de Salud y Seguridad Social y Profesora de la Universidad Nacional Arturo Jauretche. Según explica, en algún momento los servicios de salud dejaron de pertenecer a los pacientes: “Los trabajadores de la salud nos apropiamos de ellos atendiendo en el horario que nos conviene, así los hospitales están atestados por la mañana y completamente vacíos a la tarde y la noche, cuando solo funcionan las guardias”.

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Tanto pobres como ricos, cuando son pacientes, se encuentran bastante solos. Unos peregrinando por hospitales y salitas, otros recorriendo sin demasiadas guías a los profesionales que le ofrecen sus enormes cartillas de especialistas.

Algunos países tienden hacia un modelo de cuidados continuos e integrales. Cuando se logra que el cuidado del paciente sea permanente y no episódico, y cuando la responsabilidad por ese cuidado no está fragmentada sino que es integrada, se rompe en parte con esa asimetría de poder, porque la persona tiene entonces un médico de confianza.Un médico que conoce a su paciente es capaz de conversar con él, y es fundamental porque el vínculo producido a partir del diálogo puede reducir estudios, medicamentos, interconsultas con especialistas y por supuesto: también esperas. El profesional podría resolver temas menores por teléfono y no por evadir la consulta, sino todo lo contrario: porque conoce a su paciente, su historia, a su familia, incluso su casa. ¿Qué médico va hoy a la casa de las personas a las que atiende?

Según Tobar, Buenos Aires tiene más médicos, más camas hospitalarias, más resonadores y más tomógrafos que cualquier otra ciudad de todo el continente. Lo que hace falta es compromiso de modificar el modelo de atención, y a partir de ahí modificar el modelo de gestión. Reconoce que para eso a los médicos hay que pagarles de otra forma, asignarles población y combatir el pluriempleo. Un día habitual en la vida de un médico puede llegar a ser un intrincado tetris de atención de consultas externas en el hospital, la guardia, incluso guardias en ambulancias, y los pacientes particulares de aquí y de allá. Eso también provoca que sea usual que lleguen a tarde.

Mientras los minutos pasan entre la ansiedad, la paciencia y esa entrega que es a la vez un poco ingenua y un poco ciega, en esa suerte de rendición provocada por la gran necesidad de algo de alivio,  se van tejiendo significados. La espera en los sistemas de salud sigue generando preguntas que convierten a ese tiempo muerto a un tiempo de control social y también de esperanza.  En cada clase, y cada edad, la espera parecería ser algo naturalizado, que se da por sentado aunque en ese camino haya miedos, haya angustia y soledad, y una de las tantas falencias del sistema de salud.