Ensayo

¿Quién canaliza las pasiones tristes?


Cuándo nos robaron la primavera progresista

Los gritos desesperados de Bullrich y de Milei, del progresismo y de la izquierda, en Twitter y en las calles son hoy nuestra banda sonora, una que mezcla la excitación del neofascismo, el lamento del campo popular y la especulación de las distintas formas de la centroderecha. Milei comprendió cómo irrumpir en escena conectando las nuevas sensibilidades de defraudados, tristes, desesperados y endeudados con la cultura política contemporánea; logró conectar con esa comunidad afectiva. Juan Branz y Emiliano López recorren los años kirchneristas, la experiencia Cambiemos y la emergencia de Javier Milei. De “la patria es el otro” a un “otro” que es “planero”, “chorro” o “populista”. “De lo que se trata es de lograr una nueva sinfonía que rescate algunos núcleos de buen sentido frente a la persistencia cultural neoliberal”.

—Le agradezco a Dios que me haya permitido ver una etapa de mi país que nunca pensé que llegaría a ver. Porque conocí la etapa de la primavera cuando brotaron todas estas cosas y me parecía imposible que se repitiera. Yo estoy feliz, feliz, feliz como cuando andaba de pequeño en mi pueblo desnudo corriendo en el río con mis amigos.

Es noviembre de 2008 y Leonardo Favio inaugura la 23° edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata junto a la presidenta Cristina Fernández. Ya pasaron casi ocho meses de la Resolución 125, del “conflicto con el campo” que generó la confrontación de los productores agropecuarios y el gobierno. Favio lee una nueva escena de la “fractura” —como sostuvo Ezequiel Adamovsky— entre populismo y antipopulismo encarnada desde la década del cuarenta en adelante.

Durante 2008 la tradición nacional-popular se recreó en un escenario entre la resistencia y el rechazo proveniente del otro lado de la frontera: el antipopulismo recargado, cuya heterogeneidad de elementos confluyen en un bloque social que va desde la Sociedad Rural y las demás organizaciones corporativas del sector agropecuario y los integrantes de peso de la Unión Industrial Argentina (UIA) hasta los medios concentrados de comunicación y las empresas de servicios de la Asociación Empresaria Argentina (AEA).

Durante 2008 la tradición nacional-popular se recreó en un escenario entre la resistencia y el rechazo proveniente del otro lado de la frontera: el antipopulismo recargado.

Los nervios de Clarín eran innegables. El campo nacional y popular se había rearmado haciendo y diciendo. El peronismo, ese hecho maldito del país burgués, resignificaba el pasado y proponía un futuro para las mayorías. Haciendo, a través de una macroeconomía estable con crecimiento inclusivo y superávits gemelos —fiscal y de cuenta corriente— una relativa estabilidad de precios con incrementos sostenidos de salarios reales, la re-estatización del fondo de jubilaciones que dio lugar a la política de ingresos más masiva de todas las décadas previas, entre otras cuestiones clave. Y nombrando, desde una narrativa que reactivó una voluntad colectiva que, para el investigador Fabio Frosini, es esencial en la vida política y dinamiza mecanismos de identificación que implican un “lenguaje religioso”. Esa identificación bloqueaba momentáneamente las capacidades hegemónicas de las racionalidades liberales y tecnocráticas. Religiosidad política que profesaron Alfonsín, Menem, Kirchner y Cristina Fernández, ni que hablar de Perón y Eva.

Hoy los gritos desesperados de Bullrich y de Milei, los del progresismo y los de la izquierda, los de Twitter y los de las calles son la armonía que mezcla la excitación del neofascismo, el lamento del campo popular y la especulación de las distintas formas de la centroderecha.

¿Cuándo fue que nos robaron la “primavera progresista”? ¿Cuándo la dejamos escapar?

Cuando la patria era el otro

El enunciado “la patria es el otro” sonó fuerte en 2013 después de una inundación en la ciudad de La Plata e hizo tambalear todo. Principalmente al Estado, que fue corriendo a abrazar a las familias que por generaciones había dejado al costado del camino. Marcelo Leiras dijo que “la patria es el otro” es un manifiesto que “debería estar impreso en los sobres que usamos para votar, al pie de los billetes, en los displays de la SUBE, en los recibos de los cajeros automáticos, en los tickets del súper, en la página de inicio de Google Argentina”. No lo hicimos, no supimos. Pero sí pudimos revertir la crisis orgánica del 2001 y tuvimos nuestra primavera desde 2005: se le dijo que no a los proyectos neoliberales en toda Latinoamérica a través de una estrategia geopolítica coordinada entre los líderes de los procesos progresistas y populares de la región, que lograron echar por tierra el proyecto del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) en la Cumbre de Mar del Plata. La disputa se enunciaba entre un neocolonialismo y una Patria Soberana (y sin deudas).

¿Cuáles son las claves que permiten interpretar las frustraciones, realidades y sueños de una generación a la que la experiencia kirchnerista le parece prehistórica?

Los enunciados y la mística que atrajo a esa politización de la juventud anclada en el antineoliberalismo, la defensa del Estado y la solidaridad se fue escapando como agua entre las manos, al menos como opción para el conjunto de la sociedad. ¿Cuánto cambió la sociedad en 10 años? Mucho. ¿Cuáles son las claves —el mapa cognitivo— que permiten interpretar las frustraciones, realidades y sueños de una generación a la que la experiencia kirchnerista le parece prehistórica? Quizá desde nuestra pereza intelectual nunca asumimos que la batalla cultural no logró alcanzar más que a un sector muy minoritario, blanco, urbano y racional de nuestra sociedad.

Hegemonía, esa palabra

—Que la presidenta no se confunda: buena parte del 54% de los votos son de los trabajadores —decía Hugo Moyano, uno de los líderes obreros de mayor peso del país, en diciembre de 2011.

Acto seguido abandonó todos los cargos en el Partido Justicialista por considerarlo una cáscara vacía. Esto sirve como botón de muestra: un sector plebeyo, tradicional, de trabajadores formales y bien remunerados dejaba de formar parte del espectro político kirchnerista. La columna vertebral comenzaba a desmembrarse. Uno de los primeros atisbos de una crisis. El proyecto kirchnerista, ese que lograba exceder sus fronteras para incluir ciertas miradas progresistas que históricamente habían mirado con desconfianza al fenómeno popular más trascendente del cono sur, empezó a perder efectividad a medida que crecía el descontento y, por otro lado, la capacidad hegemónica del bloque opositor que construyó finalmente una coalición electoralmente competitiva.

¿A qué se debe el crecimiento del descontento que desembocó en 2015 en la derrota electoral del proyecto nacional-popular? Es difícil hacer afirmaciones contundentes. Quizás, en parte, el escenario de desgaste de los fundamentos económicos del “modelo” condujo a buena parte de las clases que viven de su trabajo a descreer en las posibilidades de nueva movilidad ascendente. Se crearon tres millones de puestos de trabajo. ¿Y ahora qué?

En una economía en la cual el sector público es minoritario en la producción de bienes y servicios, fue el empresariado quien decidió en primera instancia “soltarle la mano” al proyecto que le permitió una dinámica de acumulación exitosa durante casi 10 años. El gobierno compró: era tiempo de la sintonía fina que implicaba una reducción selectiva de gastos para sortear las limitaciones del crecimiento. Se priorizó, desde la narrativa estatal, la administración y la tecnocracia.

La hegemonía se ve cuando entra en crisis. El 54% de CFK consolidó el proyecto hegemónico y en el mismo movimiento profundizó una minoría intensa, beligerante y políticamente incorrecta.

“Basta! de Mentir y de Robar”, “Por una justicia independiente”, “Basta de dictadura K”. Esos eran algunos de los carteles de una importante manifestación, el 8 de noviembre de 2012, a la que le restamos importancia. Luego vinieron otras. La hegemonía se ve cuando entra en crisis. El 54% consolidó el proyecto hegemónico y en el mismo movimiento profundizó una minoría intensa, beligerante y políticamente incorrecta que echó por tierra de manera creciente los esfuerzos progresistas por mantener un status quo de buenos modales que activaran buenos sentidos. El proyecto kirchnerista comenzó a perder eficacia simbólica. Fake news, lawfare y ejércitos de trolls se combinaron con varias movilizaciones más, todas tratadas desde la intelectualidad progre como una movilización de “señoras chetas de Recoleta”. ¿Era sólo eso? ¿O algo más profundo cambiaba por debajo, sin prisa pero sin pausa? Los grados de indignación crecían en algunos sectores. La rabia hacia el gobierno —y en particular a la figura de Cristina Fernández— fue ascendiendo en una espiral creciente de violencia simbólica y material. Mientras, el bloque antipopulista crecía y se intensificaba. El “giro particularista”, como suele llamarlo el investigador Francisco Cantamutto, o la primacía del progresismo por sobre el carácter plebeyo del kirchnerismo, decantó en una creciente apatía de los trabajadores organizados de la que quizá no tuvimos registro a tiempo. Este es un punto clave: ceder a la administración el carácter de lo político y dejar en un plano acotado el carácter pasional —y religioso, por qué no— que es constitutivo de todo proyecto popular.

El bloque antipopulista logró canalizar este descontento. Agitó las aguas. Apeló a sus históricas mañas de confrontar democracia (burguesa, liberal, republicana) versus dictadura, autocracia, autoritarismo. Identificó al gobierno como culpable del estancamiento, retomó las raíces históricas del antipopulismo y las proyectó con una promesa de futuro y unidad nacional.

En ese contexto, la derrota electoral del peronismo en 2015 fue un fin de ciclo. Aun cuando la pretendida hegemonía neoliberal-conservadora no logró estabilizarse con Mauricio Macri en la presidencia, sobre todo porque sus recetas económicas no fueron acertadas casi para ningún sector del mundo empresarial (a excepción de las altas finanzas) y mucho menos para el conjunto de las clases trabajadoras que vieron caer sus ingresos de manera acelerada. Sin embargo, algunas cosas se decían sin bozal. González Fraga (ex presidente del Banco Nación en la gestión Macri) señaló la causa de la presunta crisis argentina: “la burbuja de crecimiento populista”. Todos contra la pared, porque “venimos de 12 años en donde las cosas se hicieron mal: se alentó el sobreconsumo, se atrasaron las tarifas y el tipo de cambio (..) y le hiciste creer a un empleado medio que su sueldo servía para comprar celulares, plasmas, autos, motos e irse al exterior”. Hay que abrigarse dentro de casa; nada de andar en remera o en patas.

Pasiones (demasiado) tristes

Mauricio era Macri y así y todo ganó las elecciones. Agrupó todo el voto antipopulista en un escenario polarizado contra un candidato que no expresaba lo más avanzado del proyecto kirchnerista, ni simbólicamente ni en su deficiente gestión de la provincia de Buenos Aires. Los globos amarillos de la revolución de la alegría se fueron desinflando y tomó más volumen el programa económico y político. Los 70 años de fracaso de la Argentina atribuidos al populismo, la necesidad de reinsertarse en el mundo, la desregulación de las finanzas y el comercio: un programa neoliberal en ciernes. Un debate interesante de estos tiempos. ¿Es posible que Juntos por el Cambio tenga un proyecto hegemónico? El progresismo puso el grito en el cielo: el neoliberalismo gobierna con el garrote, es pura coerción. Claro que no es así. De hecho, la trascendencia de la cultura neoliberal, el individualismo, la meritocracia, el consumismo y la disolución de las identidades políticas estables son marcas profundas de nuestro tiempo.

Es claro que la adhesión al proyecto de gobierno del neoliberalismo fue menor. Al poco tiempo, tanto las organizaciones sindicales como los movimientos sociales lograron poner en crisis al gobierno de Macri. Las medidas impopulares y la comparación con los felices años del kirchnerismo se hicieron sentir. Permitieron construir una coalición electoral triunfante, pergeñada por el genio político de Cristina Fernández, la única referenta del campo nacional-popular que lograba una adhesión popular real.

El triunfo del Frente de Todos parece haber transcurrido hace décadas. La pandemia, el lastre de la deuda, recesión mundial, entre otras cuestiones, signaron la suerte de un gobierno sin épica y con escasa o nula gestión de los temas trascendentes. Esta experiencia terminó de sepultar una época y produjo una situación de empate entre proyectos en disputa pero no ya desde dos bloques activos, sino más bien un empate que transita en la pasividad política. Este punto es clave: indagar en esa pasividad o más aún en quién puede activar la pasividad. La antinomia populismo-antipopulismo no parece activar las pasiones y los anhelos de una buena porción de nuestra sociedad. Esa polarización de 2019 se pulverizó mientras se profundizan los valores culturales del capitalismo 2.0 y, a su vez, las expectativas de mejorar su condición material y subjetiva se frustraron una y otra vez. En los barrios populares, donde el voto al Frente de Todos fue mayoritario, no se ve ningún entusiasmo en relación a los derechos adquiridos en los años previos. Personas que viven de changas, que confían en que su trabajo puede hacerlos progresar y que este trabajo no depende ni de un patrón ni del Estado. En ciertos casos, son tercera generación de personas que no trabajan en relación de dependencia, sin aguinaldo y ni vacaciones pagas y sin descuento jubilatorio. En otras circunstancias, contadas, la solidaridad prevalece y las redes territoriales tienen preeminencia. Pero en la gran mayoría prevalece el “sálvese quien pueda”. 

La antinomia populismo-antipopulismo no parece activar las pasiones y los anhelos de una buena porción de nuestra sociedad.

Más allá de esos barrios y más transversalmente, los jóvenes de las diversas clases sociales no vieron el esplendor de la Argentina kirchnerista sino las ruinas luego de la debacle macrista. Algo de esto escriben Semán y Welschinger: la mitad de sus vidas transcurrieron sin el kirchnerismo en el poder. Mucho más, el desprestigio del Estado que no resuelve la reproducción de su vida en ningún plano es tal que resulta inteligible el “ojo que vienen por tus derechos”. Las escenas de esa corrosión del carácter que Richard Sennet anticipó hace un par de décadas hoy tienen más sentido que nunca: dos generaciones al interior de una familia de clase trabajadora en Estados Unidos que presentan un contraste profundo en las dimensiones constitutivas de su ser y estar en el mundo. El desprecio por la rutina, la valoración de la flexibilidad y el riesgo aparece en la generación más joven como una necesidad imperiosa frente a la rigidez del esquema fordista de empleo. Para los trabajadores de plataformas austeras, 20 años después, parece es una narrativa ineludible para dar marco a sus “elecciones”.

Compatriotas que no tienen una “ocupación principal” sino varias, cuyas aspiraciones pasan por ser su propio jefe “porque es la que va”, que quieren disponer de su tiempo y que encuentran en lo público (la educación, la salud, etc.) una decadencia que los lleva a pensar que no puede haber alternativas peores. Dubet habla de las pasiones tristes que atraviesan estos tiempos. El odio, el resentimiento y la indignación se multiplican y se instalan como una forma de politicidad. Eso no es antipolítica, es anti política del establishment, del progresismo políticamente correcto y del republicanismo conservador.

El hijo de la televisión

—Ayudame a hacer la reforma del Estado —le dice Javier Milei a Jonatan Viale en una de sus maratónicas visitas al canal LN+.

—No, yo soy periodista, pero… me parece que algunas cosas hay que cortar —responde el hijo de Mauro.

Un día antes, con lágrimas en los ojos, Milei le agradece a Fantino ser el “padre de la criatura”, junto a “un amigo que está en el cielo”, el mismísimo Viale padre.

El candidato más votado en las PASO es hijo de la vieja televisión y de las redes. Tiene todo para triunfar (y lo hizo) en los talk shows: gritos, gestualidad, picaresca y vehemencia. Y lo puede hacer en lo que dura una historia de Instagram o un video de Tik Tok. Bailó con su ex, la cantante Daniela, al ritmo de “Endúlzame que soy Milei”. Cantó “Fuiste mía un verano” de Leonardo Favio (con pañuelo incluído) en lo de Guido Kaczka. Rompió el silencio en medio de una crisis de conducción (obrera, política, intelectual). Ese silencio que se fractura cuando hay condiciones de posibilidad. Milei es una fake news que, como tal, retoma algunos elementos discursivos que median entre la cultura y la política. Apunta y dispara al sentido común: ese marco interpretativo, esa filosofía espontánea para ordenar las prácticas, las pasiones, las ilusiones y las frustraciones.

El odio, el resentimiento y la indignación se multiplican y se instalan como una forma de politicidad. Eso no es antipolítica: es anti política del establishment, del progresismo políticamente correcto y del republicanismo conservador.

Milei entiende mejor que nadie que los medios (viejos y nuevos) no reemplazan la militancia territorial tradicional, sino que la constituyen. Le importan muy poco las críticas de quienes apuntan a “los políticos que se pasean por los canales de televisión”. Hace un 70/30: 70 de televisión y 30 de calle. Para la tele, se viste de saco, corbata y “cuello blanco” o celeste (celeste Macri, no celeste obrero). Los muchachos bull market —de ahora— no usan gomina. Pelos con viento. Viento de cambios y de libertad. Pero también usa campera de cuero, más Chizzo de La Renga que Ubaldini. No es oligarquía, es ex arquero de Chacarita. No doma reposeras, es domador de crisis. Martín-Barbero diría que Milei comprendió, como pocos, cómo irrumpir en la escena pública conectando las nuevas sensibilidades de defraudados, tristes, desesperados y endeudados con la cultura política contemporánea. Milei conectó con esa comunidad afectiva.

La patria, según Milei, no es el otro. El otro es “planero”, “chorro” o “populista”: una old news (noticia vieja). Entonces, la patria soy yo. Acompañame, salgamos a patrullar el trabajo del otro. Multiplicar es la tarea. De vuelta: todos contra la pared. El sueño eterno de la derecha antidemocrática.

Yo te avisé y vos no me escuchaste

Mientras la platea twittero-progresista nos anticipaba el “fenómeno Milei” nos preguntamos: ¿cómo no lo vimos? ¿No lo vimos? En el año 2021, realizamos 74 entrevistas a jóvenes de entre 15 y 25 años que viven en barrios populares de CABA y del Gran Rosario. Del 33,7% que trabaja de manera estable (sí, solo un tercio) y el 7,4% que lo hace a veces, todxs lo hacen en condiciones de “informalidad/flexibilidad”. El 68% considera que es difícil conseguir trabajo, argumentando que “no hay trabajo” (32,4%), que “hay gente que estudió más y tiene más chance que vos” (28,3%) o que “no te esforzás lo suficiente para conseguirlo” (9,4%).

En esas mismas entrevistas preguntamos acerca de la idea que estos jóvenes tenían sobre lxs políticos argentinos. Un 85,4% cree que “no todos los políticos son chorros”, y un 14,6% cree que “la Argentina no crece porque todos los políticos son chorros”. Sin embargo, a la hora de definir qué es la política para ellxs las ideas que predominan entre los jóvenes son que “es un negocio para los que le roban plata a la gente; los políticos deberían fijarse más en la gente de la calle y darle oportunidades para trabajar” y que deberían “ayudar a los que tienen menos”.

Milei comprendió, como pocos, cómo irrumpir en la escena pública conectando las nuevas sensibilidades de defraudados, tristes, desesperados y endeudados con la cultura política contemporánea. Conectó con esa comunidad afectiva.

No se trata, entonces, de antipolítica. Milei canaliza las pasiones tristes, el desencanto hacia un modo de tramitar las demandas que no es satisfactorio para una parte importante de nuestra sociedad. Pero al mismo tiempo, como reconocía Hugo Zemelman, propone un futuro que produce presente, un proyecto, una alternativa a lo existente. Encauza las pasiones tristes y las pone en perspectiva. No las del conjunto de la sociedad, sino las de una minoría intensa que parece más importante cuanto más cámara y redes va desarrollando. Milei conectó el trauma del 2001 con la pasividad política actual. Lo hizo a los gritos, sin moderación, como quien se anima a contar una historia luego de un shock emocional. Que se vayan —casi— todos.

El debate no pasa por cómo identificar la irracionalidad de las propuestas del domador de crisis ni en lo bizarro de sus performances delirantes, sino más bien por lograr una nueva sinfonía que rescate algunos núcleos de buen sentido frente a la persistencia cultural neoliberal. Decía Gramsci que el sentido común, ese cúmulo de interpretaciones y visiones generalmente aceptadas de la realidad social incluye también lecturas que ponen en tensión las ideas e interpretaciones de las clases dominantes. Sólo desde ese buen sentido podemos preguntarnos, parafraseando la pregunta de Alejandro Galliano, por qué los libertarios pueden soñar y nosotros no.