Diario de un retiro de meditación


Diez días en silencio

“El calendario me aterra. ¿Lo lograré?”, se preguntó Esteban Feune de Colombi al dejar el celular y la billetera a gente desconocida, con la que había aceptado hacer un curso de meditación gratis a los pies del Uritorco. Pasó diez días como un monje de clausura, con el sonido del gong y la luz del sol como únicas referencias temporales. Estuvo en un entorno que de a ratos parecía un manicomio pero la mayoría de las veces le devolvía lo que había ido a buscar, una calma de paraíso.

“Ah, por una vida de sensaciones más que de pensamientos”. 

John Keats

 

Uno

 

Las cosas de manera directa: estoy por hacer un Vipassana. Se trata de un curso gratuito de meditación de diez días. 

 

Diez días de silencio total y absoluto como si fuera un monje de clausura. 

 

“El precio de lo directo”, leí en Vida secreta, lo flamante de Pascal Quignard. El silencio no existe. Me viene a la cabeza otro libro del autor francés, El odio de la música. Ahí explica que el verbo oír deriva del latín “obaudire”, que en castellano dio “obedecer”. 

 

No podemos no oír. Nuestra cabeza en su caja de conversaciones y el mono que salta sin tregua de pensamiento en pensamiento.

 

Me confiscarán el celular nomás llegue al centro. No podré escribir ni leer, tampoco usar perfume ni tener comida a mano. Podría esconder almendras o un cuaderno en la valija, pero no tendría sentido. 

 

Voy a callarme la boca y meditar en Charbonier, a unos kilómetros de Capilla del Monte, al amparo del cerro Uritorco, meca del esoterismo patrio. 

 

De pie a las 4 de la mañana, horizontal a las 9 y media de la noche. Más de diez horas meditando. El calendario me aterra. ¿Lo lograré?

 

Miren: llamada (4am), meditación en la sala o en la habitación (4:30-6:30am), desayuno y descanso (6:30-8am), meditación en grupo en la sala (8-9am), meditación en la sala o en la habitación según las instrucciones del profesor (9-11am), comida (11-12am), descanso y entrevistas con el profesor (12am-1pm), meditación en la sala o en la habitación (1-2:30pm), meditación en grupo en la sala (2:30-3:30pm), meditación en la sala o en la habitación según las instrucciones del profesor (3:30-5pm), merienda y descanso (5-6pm), meditación en grupo en la sala (6-7pm), charla del maestro en la sala (7-8:15pm), meditación en grupo en la sala (8:15-9pm), preguntas en la sala (9-9:30pm), se apagan las luces (9:30pm). ¡Ay!

 

Deberé llevar sábanas, ropa suelta y cómoda (“que cubra hombros, pecho, abdomen y piernas, rodillas inclusive”), paraguas, calzado fácil de poner y sacar, almohadón y manta para meditar, utensilios de aseo personal, linterna, repelente y despertador. 

 

Eso me lo aclararon en un mail después de que aceptaran mi inscripción online, donde no disimulé las tomas de ayahuasca y peyote. Me intriga qué niveles de consciencia e inconsciencia alcanzaré sin esas plantas milenarias, sólo sentándome a observar la respiración. 

 

Tenderle una trampa a la mente indómita, trazarle otras roderas.

 

Voy a callarme la boca y meditar en el valle de Punilla, a unos kilómetros de San Esteban, donde mi familia materna tiene una chacra llamada Buen Retiro –¡Buen Retiro!– a la que insisto en ir desde que nací: guarda algunos de los instantes más felices de mi vida. 

 

Pulo estos apuntes antes de encarar la aventura, no vaya a ser que los olvide. Quedan acá como pilotes de mi incertidumbre y mi paranoia. 

 

Al fin y al cabo escribir es saber qué escribiríamos si escribiéramos. 

 

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Dos

 

Ya volví. Escribo desde el estado de lucidez, transformación y calma que me habita.

 

Vipassana quiere decir “ver las cosas tal y como son”. Es una técnica de meditación muy antigua, originaria de India. Perdida durante siglos, fue redescubierta y perfeccionada por Buda hace unos 2.500 años. Él mismo profetizó que en esta época se expandiría por el mundo.

 

Seguro se escurrió lo que pensé durante mi reclusión. Textos de supuesta magia cocidos en el tedio, sueños diáfanos, pesadillas temibles, estrategias para robar un banco, un verso machacante o la canción “Pato sirirí” de Cafrune. 

 

Traté de pensar lo menos posible en escribir. Quise establecerme por detrás de los pensamientos, verlos pasar como ciclistas en un velódromo. 

 

Ahora mismo aspiro a recuperar lo mejor de mis notas mentales (memoria e imaginación). Sin embargo, los anhelos suelen alejarse de lo que finalmente es.  

 

Rescato de otro correo los preceptos que nos exigían sopesar: 1) abstenerse de matar a cualquier criatura (si bien soplé más mosquitos que velas en mis 37 cumpleaños, tuve un episodio funesto con una abeja); 2) abstenerse de robar; 3) abstenerse de toda actividad sexual; 4) abstenerse de mentir; 5) abstenerse de todo tipo de intoxicantes. 

 

Otra abstención del estricto código de disciplina: privarse del contacto físico.

 

Explican que Vipassana no es “un rito o un ritual basado en la fe ciega, un entretenimiento intelectual o filosófico, una cura de descanso o unas vacaciones o un club social, una huida de las tribulaciones de la vida diaria”. 

 

Sí es “un método para erradicar el sufrimiento y purificar la mente que nos capacita para afrontar las tensiones cotidianas de forma tranquila y equilibrada, un arte de vivir que se puede utilizar para contribuir positivamente a la sociedad”.

 

A poco de zarpar, en una última misiva revelaron que los estudiantes mantendríamos el noble silencio –de cuerpo, palabra y mente– desde el inicio del retiro hasta la mañana del día final y que se prohibía la comunicación entre nosotros, sea con gestos, notas o susurros. 

 

Me anoté en la lista de quienes ofrecían transporte y a la tarde un tal Manuel Gutiérrez me preguntó si me quedaba lugar en el auto. Contesté que sí, que salíamos el miércoles a las 6 de la mañana. 

 

Tres

 

Puntuales, levamos anclas. La ruta estaba casi vacía. Tras la niebla, un cielo azul pólvora.

 

En las nueve horas del trayecto Manu expuso, entre siesta y siesta, sus reveses amorosos, y yo le referí mis meditaciones con la app Headspace y en el templo de mi tía budista. 

 

Nos entendimos rápidamente y llegamos de un tirón a La Falda. Almorzamos una parrillada con papas fritas y soda de sifón antes de someternos a la dieta vegetariana –sin cena– que nos hizo dudar si no pasaríamos hambre. 

 

Puro espejismo el otoño cuando un camino de tierra que se angostaba nos depositó en el centro Dhamma Viriya. Había unos estudiantes como lagartos al sol en un jardín de verdes lustrosos; detrás, la vieja casa y bolsos en la galería.

 

Un grupo de 80 meditadores compró este campo de 120 hectáreas, lo loteó y donó el casco y sus alrededores para fundar el centro, una de las 310 locaciones en las que se enseña Vipassana en 94 países.

 

Completamos un extenso formulario a la sombra de un aguaribay. Se nos pidió que redactáramos a mano alzada una biografía no tan breve. En una bolsa transparente de verdulería etiquetada con mi nombre quedaron presos el celular y la billetera. 

 

Me entregaron un vaso de plástico azul con una cinta blanca sobre la que estampé “Esteban” en birome y que fue a parar a una mesa repleta de colegas azules: Satcha, Pablo GD, Nicolás A, Juan Pablo, Joaquín, Emilio, Alejandro, José Luis, Florian…

 

Faltaba la asignación de la cama marinera. Los 25 muchachos por un lado, las 25 muchachas por el otro. Esto de la “segregación de sexos” también lo había leído en un mail. Nosotros teníamos tres cuartos, cada uno con su baño, y ellas una suerte de cuartel con un gran vestuario y sus duchas. 

 

Me tocó la cama 5 de la habitación 3. Abajo, por fortuna. El colchón era comodísimo: lo cubrí, pelé la almohada y estiré el edredón que había llevado de mi casa. En la puerta del baño había una lista para indicar quién lo limpiaría cada día (elegí el 8) y otra lista para establecer el horario de las duchas (consideré atinado las 11:30). 

 

Antes de pasar al noble silencio, recordé a un amigo que jamás me tuteó: “Si usted quiere vivir una ‘experiencia’, enciérrese una semana en un ropero o en un Fiat 500”. 

 

Esto quintuplicó la apuesta.

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Cuatro

 

Un hombre en sus setenta, tan alfeñique como enérgico, nos reunió a todos en el comedor de hombres. Leyó una síntesis del cautiverio con acento británico y gramática chiflada. “Soy Barry”, dijo, “me ocupo… detrás escena”. Presentó a Marta y a César, los “manager” de cada grupo. 

 

Una voz local con toques de español neutro (los verbos, por caso) nos dio la bienvenida a través de un parlantito. Entendí que traducía a Goenka, el iluminado que murió en 2013 y que nos instruyó con grabaciones desde un iPod.

 

Guardé silencio como Sherezade en Las mil y una noches.

 

Aun lacónicamente debo hablar de Satya Narayan Goenka, un millonario empresario birmano que se inyectaba morfina para paliar sus tenaces migrañas hasta que, desahuciado, aprendió Vipassana de Saya Gyi U Ba Khin, su maestro y contador general de la Unión de Birmania durante décadas. 

 

Ese país resguardó la técnica cuando se borró de India. Después de tres lustros de aprendizaje, Goenka comenzó a transmitirla en 1969; entonces, la devolvió a su lugar de origen y la difundió por todo el globo. 

 

Entre pruebas y errores diseñó este curso gratuito de diez días financiado por donaciones de ex estudiantes. Lo emprendí un jueves a las 4 de la mañana con tres sonoros golpes del gong que colgaba del aguaribay príncipe del jardín.

 

Nos pusimos en marcha sin emitir sonido. Conversar implica mirarse y reconocerse, de modo que no hacerlo es lo opuesto, un ejercicio de soledad. 

 

El baño se ocupaba y desocupaba a buen ritmo. Hacía frío. Salí en pijama cargando manta y zafu. Separados por una cuerdita, hombres y mujeres caminamos unos cien metros sobre el rocío. Nos metimos en la sala como zombis de una fábrica que entran a trabajar al alba. 

 

El cielo negro tiritaba de estrellas. Se oía la terca radio de la noche, el revoloteo de algunos murciélagos y mi corazón al galope. 

 

Otrora un granero con techo de chapa a dos aguas, la sala de meditación medía unos 8 metros de ancho por unos 12 de largo. El piso de cemento crudo se dividía al medio por un sendero de cartón corrugado. A la izquierda, seis hileras de cuatro puestos de meditación cada una, un cuadrado de gomaespuma sobre el que reposaba otro cuadrado de gomaespuma forrado de pana azul: los hombres; a la derecha un calco: las mujeres. 

 

Enfrente de nosotros, los meditadores, había una pequeña mesa de luz con una lamparita y una consola conectada a un iPod; a su lado otra mesa de luz un poco más grande sobre la que se sentaba, en inmarchitable pose de loto, la profesora Rosmery Ortuño. A sus espaldas pendía una tela del mismo azul de los vasos y los almohadones; a sus flancos, los voluntarios: manager, cocineros y Barry. 

 

En la entrada, todos los zapatos junto a dos frascos de plástico y sus tapas, el artilugio para cazar insectos sin matarlos. Sobre las paredes: ventanas con mosquitero y cuatro parlantes amurados.

 

Me tocó el puesto 14, cuarta fila.

 

Cinco

 

Me sorprendió y me alegró que no hubiera figuras devocionales, inciensos, velas ni exigencias de atavíos. Al hueso sin escalas, lejos de cualquier misticismo. 

 

Cuando Rosmery le dio play al iPod registré el inglés típicamente indio de Goenka –para mí él fue siempre Peter Sellers en La fiesta inolvidable– seguido de la parsimoniosa versión del profesor argentino Daniel Mayer –para mí él fue siempre Fernando Rey en El discreto encanto de la burguesía–. 

 

Estuve tanto tiempo mudo, dado a ellos, que estudié sus inflexiones con metrónomo: el mugido agónico de una vaca en Goenka, el circunspecto crítico de ópera en Mayer. 

 

Me sorprendió y me alegró que no hubiera mantras, visualizaciones, mudras ni exigencias de posturas. Debuté sentado en loto hasta que, torturado por ramalazos en la espalda, me acuclillé. Seguí acuclillado hasta que, torturado por calambres en los empeines, abracé las piernas. Culpa de las manos entumecidas reestablecí el loto. 

 

Alrededor de mí enrollaban una manta de avión debajo de un muslo o reforzaban la cola con almohadoncitos, usaban un banco de madera o se apoyaban contra la pared, se sonaban el cuello o extendían las piernas. 

 

La autopista del Dhamma, la intrincada senda hacia la liberación se inició con Anapana. Meditamos vigilando el flujo normal de la respiración. Es lo único que se nos indicó en los tres primeros días. 

 

Fuimos agudizando la zona de atención, cerrándola al triángulo que forman el labio superior y la entrada de las fosas de la nariz. Me distraía y volvía, me distraía y volvía: resistencia. Con regularidad pensaba en sexo y en comida, con menos frecuencia en otras nimiedades.

 

Sin abrir los ojos advertía el aire que entraba y salía de las narinas, los efectos nuevos que provocaba. Al anular prácticamente el habla, la vista y el tacto, el olfato y el oído se sensibilizaban hasta oler repollos hirviendo en una brisa u oír el júbilo distante de un benteveo. 

 

Entre los hombres ruidosos bauticé TEMS al Tosedor, Estornudador y Moqueador Serial; entre las mujeres ruidosas bauticé ST a la Señora de los Tacos. Seguía: el Freak de las Tres Medias y los Estiramientos Bizarros (FTMEB), el Shrek Rugbier Roncador (SRR)… Me entretenía con esas mundanidades para sortear la estridencia de mis adentros: supuse que nos pasaría a todos. 

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Seis

 

En el descanso de la merienda –ingesta final: una fruta– me crucé con Manu cerca de la acequia: “me rajo a la mierda”. Lo miré compasivamente, mutis por el foro. Terminó yéndose al otro día, cuando desertaron los dos benjamines de la tropa. 

 

El trabajo me pareció intensísimo, de lo más duro que atravesé física y mentalmente. Lo que equivale a decir: de lo más duro que atravesé. Punto. 

 

Cada noche, tras haber sostenido diez horas y media de meditación y varias crisis, Goenka contaba en la voz de Mayer anécdotas de su biografía e historias ejemplificadoras de India, con favoritismo por las alegorías de Buda. 

 

Además, recapitulaba con humor intuitivo lo que nos había pasado ese día, anticipaba los desafíos del siguiente, nos insistía a seguir aprovechando esta “oportunidad única” y esclarecía las dudas que nos asediaban. 

 

El tipo lo sabía como si me hubiera estado espiando: el hambre, las dispersiones, el ronquido irritante de un camarada de cuarto, los dolores en todo el cuerpo, la impresión de fracaso, el deseo de irme, la ira, el escudriñar en la sala con el rabillo del ojo… ¡hasta los eructos de aquel vecino de meditación!

 

“Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo”. Ese verso de Viel Temperley me resonaba incesantemente. Me resuena. 

 

Detrás de la piel se urde una trama infinita que nunca desciframos, una máquina imparable de anhelar y rechazar que genera apego y, por ende, frustraciones, molestias, sufrimientos y desdicha porque vivimos transformándonos. 

 

Terminó esta línea, soy otro. 

 

Esto que narro supone un “exterior” y un “interior”. No oculto nada: mi estructura se debatía entre lo que fui, lo que era y lo que sería, su furibunda transitoriedad. Lo percibí cabal y angustiosamente la noche de luna llena, que apenas dormí.

 

El exterior eran las resonancias de los viejos patrones de conducta de mi mente, prejuicios y desgracias que subían a la superficie en forma de contracturas en la nuca o la cintura: Goenka los llamaba “sankharas”, cicatrices kármicas de aversión o avidez que engordan el impuro stock de nuestra existencia. 

 

El interior representaba el enfoque ancestral y sencillo de la técnica, un jaque al sistema. 

 

Aunque meditando se erosionaban los sankharas, aparecían desvíos y el ego se solazaba con tonterías hasta que la respiración me traía de nuevo al eje con su salvavidas.

 

Siete

 

Harto de observar el triángulo diminuto, el cuarto día arrancamos a practicar la meditación Vipassana.

 

El guión que Goenka ideó para el curso es notable y abreva en la experiencia de miles de alumnos. Cada pieza caía en la ranura justa. Los malestares en mi cuerpo iban cesando o se circunscribían al ámbito de la sala y al dejarla se esfumaban. 

 

La revolución de Buda fueron las sensaciones, descubrir que buscamos repetir las agradables y repeler las desagradables, cuando en realidad las partículas subatómicas que nos integran se desintegran en una trillonésima de segundo. 

 

No existe la estabilidad en el universo material porque cambiamos sin cesar. “Quantum” en la física, “kalapas” en el budismo. Somos el resultado, la suma total de las acciones y pensamientos del pasado. 

 

Por eso la ardua tarea consistía en que observara, aceptara y soltara con ecuanimidad –o sea, sin pasiones ni reacciones– las sensaciones que surgían y prescribían en fragmentos minúsculos del cuerpo a medida que lo escaneaba. 

 

Era la ley natural de la impermanencia en su cresta, el bendito “anicha, anicha, anicha” que Goenka coreaba incansablemente para concluir animándonos: “con paciencia, diligencia, persistencia e inteligencia seguro lo lograréis, lo lograréis”. 

 

Al principio, en las interminables sesiones de meditación hacía el recorrido de la cabeza a los pies y de los pies a la cabeza, parte por parte, detectando picores, frío, hormigueos, calor, temblores, palpitaciones, latidos, roces… Reconocía zonas ciegas, sin sensaciones, y otras con sensaciones muy sólidas.

 

El quinto día quise pegar el portazo. Cuando terminó el almuerzo –un delicioso guiso de garbanzos, arepas, infusión de jengibre y postre vegano– empecé a caminar en círculos, inquieto, por el jardín. Miraba la copa de los álamos plateados para serenarme, pero al bajar la vista veía a varios de mis compañeros enfocando un punto fijo y me sentía preso en un manicomio. 

 

Me acerqué hasta el tronco de un pino en el que se retorcía una soga con el cartel “área límite del centro” y me dije “¿qué hago acá si estaría pasándola brutal en la chacra de mi familia?”.

 

Mientras el Francés Oloroso y Angurriento (FOA) incrustaba plumas de paloma en lugares insólitos, yo –ese yo tan convencional, estólida e ilusoriamente mío–, dominado por la impunidad del diálogo interior, experto en correrme del presente, creía enloquecer. 

 

Volví al comedor a lavar mis platos y me acordé de mi pedido de entrevista con Rosmery. Neutralicé la agitación que me subyugaba y fui a verla a la sala. 

 

Envuelta en su chal me pareció una pitonisa incaica. Quise saber de dónde era. Me contó que venía de La Paz –¡La Paz!– y que enseñaba Vipassana desde hacía cinco años. 

 

Con mi voz en vías de oxidarse le hablé de mis recientes divagaciones. Desactivó las bombas de mi mente con ternura y sabiduría, dándome a entender que estaba confinado en ella, que mi exterior se intuía un reflejo de mi interior, que todo esto formaba parte de un proceso natural, que no lo forzara. 

 

A partir de entonces, al término de cada día me quedaba en la sala para hacerle preguntas que respondía con justeza y una enorme sonrisa. 

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Ocho

 

A la hora del desayuno y tratando de no engancharme con los aspavientos famélicos de FOA y sus batidos de malta, cacao, semillas y azúcar, leí en los anuncios del muro del comedor que al mediodía empezábamos a ejercitar Adhitthana (“firme determinación”, en criollo) durante las prácticas grupales. 

 

Con la noción del tiempo trastocada –sin reloj ni celular, el gong y el sol eran mis orientaciones temporales–, me asustó doblemente la perspectiva de meditar una hora con los ojos cerrados en la misma postura. 

 

“Comenzad con la mente en calma y tranquila, alerta y atenta, equilibrada y ecuánime”. Así nos recibían la mayoría de las instrucciones, luego de padecer los cánticos de Goenka, estrofas en idioma pali liquidadas en estertor. “Bhavatu sabba mangalam” era de las más pegadizas y se podía contestar diciendo “sadhu, sadhu, sadhu”. 

 

Me senté en mi postura ideal, bajé los párpados y me dispuse a observar el repertorio de vibraciones placenteras o molestas, pero siempre efímeras, que me ofrecía el cuerpo. 

 

En un momento no aguanté y ante cada pinchazo en los pies pensaba “se me hará una gangrena y tendrán que amputármelos”. 

 

Con la práctica, las tres sesiones diarias de Adhitthana se volvieron gratas, deseables. En los descansos cortos me acostaba en la cama y una corriente eléctrica viajaba por mis huesos. 

 

Pasar del barrido minucioso de los pies a la cabeza y de la cabeza a los pies hacia el “flujo libre” –un escaneo etéreo y profundo a la vez– me resultó un hallazgo. 

 

De a poco se extinguieron las sensaciones burdas, afloraron las sutiles, y entendí que el ego, en su encaracolado periplo a la disolución, no podía etiquetarlas, crearlas ni mucho menos dominarlas. 

 

“Esto también pasará” explicó Goenka a la noche y nos animó a contagiar esta experiencia, incluso a escribirla.

 

Nueve

 

A estas alturas el TEMS, la ST, el FTMEB, el SRR ni el FOA captaban mi atención. Cuando TEMS estornudaba –una gripe tumbó a unos cuantos–, ST caminaba, FTMEB estiraba, SRR roncaba o FOA robaba una mandarina, mi mente no reaccionaba sino que tomaba los hechos tal y como surgían, pasajeros. 

 

Ante la inminencia del décimo día, cuando romperíamos el noble silencio para amortiguar el regreso al mundo “real”, nos sugirieron que el octavo y noveno día siguiéramos meditando aun fuera de la sala, en todos los descansos, caminando, duchándonos o comiendo. El objetivo era permanecer alertas ante el movimiento de las articulaciones, ante un líquido acariciando la lengua. 

 

Un rato antes de dormir me despatarraba en un banco debajo de un mimbre y miraba el cielo. Recordaba a Peter Sellers diciendo que Buda se había iluminado y había muerto a la sombra de un árbol. 

 

Con nitidez, como en una epifanía, las estrellas eran dardos de inusitada belleza y las ramas moviéndose me movían a mí, que no me movía. Llegué a trabar relación con un zorro que de tanto en tanto se acercaba confianzudamente a la casa. 

 

El último día salimos de la meditación grupal en Adhitthana y en un tris rompimos el silencio. Eran las 9 de la mañana y las loras ya chismeaban en su overol fluorescente. 

 

Me hice íntimo de SRR, se llamaba Juan Pablo, vivía en Bahía Blanca y en efecto había jugado profesionalmente al rugby. José Luis, compañero de cuarto y de resfrío, tenía un timbre de voz que no habría adivinado jamás y estaba obsesionado con el gong, que según él sonaba en “sol”. Santiagueño, TEMS venía de correr el Dakar en motos y aseguraba que Vipassana era un reto mucho peor. FOA tocaba un instrumento medieval y clavaba sus plumas en señal de agradecimiento. 

 

Goenka tenía razón: con el habla la mente se alteraba y el trabajo meditativo perdía vigor. 

 

Charlando confirmamos que la mayoría percibió lo mismo, desde las sinfonías estomacales post almuerzo hasta la feroz actividad onírica pasando por las caminatas psicóticas. 

 

Nos devolvieron el celular y la billetera y corroboré de manera impensable que en el clan de las mujeres algunas habían bautizado a ST igual que yo, ¡la Señora de los Tacos! 

 

A la madrugada del día siguiente y a punto de partir –de ida con Manu y de vuelta con María Elicia: ni un bocinazo en 800 kilómetros de ruta– tuve un lapso de melancolía. 

 

Se me dio por rumiar que en esta época que avanza hacia la destrucción podría encontrar un pedacito de tierra y convertirlo en un lugar mejor, lleno de árboles a los que vengan pájaros. La respuesta quizá la tengan los bosques.

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