Crónica

Rescate de águilas en peligro de extinción


Dinosaurios vivos

Las águilas coronadas portan una genética única, originada en tiempos jurásicos, que ahora escasea. En el mundo quedan menos de mil ejemplares y la mayoría están distribuidos en parajes recónditos de la Argentina. El futuro de esta especie depende, en parte, del trabajo de Andrés Capdevielle, un hombre criado entre serpientes que recorre el país valiéndose de una técnica milenaria para rehabilitar a las águilas heridas, enseñarles a cazar otra vez y restituirlas a la naturaleza. Adelanto de Coronada (Vinilo), de Nicolás Baintrub.

Una mañana de abril de 2023. Bruma espesa, parda, al ras del piso. Tres chicas en sus veintes, estudiantes universitarias, todas ellas de pelo castaño, ojos marrones y piel clara, se mueven muy despacio, como flotando entre las partículas del aire húmedo del otoño. Las tres están protegidas con guantes de soldar Steelpro 2P, un modelo de cuero reforzado con hilos de kevlar y certificación IRAM, que les cubren los brazos desde la mano hasta el codo. Fingir que están tranquilas, que tienen todo bajo control, no es solo una impostura o un gesto de elegancia. Su aire aplomado, falsamente sereno, es fundamental para la tarea que están realizando. Cargan en sus brazos águilas coronadas: aves grises de más de tres kilos cuyas alas, extendidas, pueden medir cerca de dos metros, y cuyos picos curvos tienen el filo y la fuerza suficientes para perforarles el cráneo. Las tres son voluntarias del Programa de Conservación y Rescate de Aves Rapaces del Ecoparque de Buenos Aires. Han capturado a las águilas coronadas en sus recintos, unas jaulas amplias, del tamaño del patio de una casa suburbana, con pasto y arbustos, donde pueden moverse pero no volar con libertad. Necesitan trasladarlas unos 200 metros hasta el hospital veterinario del parque para que les hagan chequeos de salud. Con la mano derecha, cada una debe mantener unidos los tarsos de su ave, y con el brazo izquierdo deben contener las alas para que no puedan batirlas y zafarse. Cualquier movimiento precipitado, fuera de guion, por más insignificante que parezca, podría desencadenar un ataque que ponga en riesgo a las cuidadoras o a las propias aves. Es algo que no pueden permitirse. Estos tres ejemplares son portadores de una genética única, originada en tiempos jurásicos, que lleva millones de años en la Tierra y que ahora escasea. Son dinosaurios vivos que pueden dejar de existir para siempre. En todo el mundo quedan menos de mil águilas coronadas. 

Una de las cuidadoras tiembla. Ha cargado otras aves antes, pero nunca de una especie tan grande, ni tan capaz de hacer daño, ni tan preciada. No es su culpa esta zozobra. Pero no es nada bueno. Andrés Capdevielle, el director del programa, necesita que aguante un poco más. Tiene en sus manos tres caperuzas: capuchas de cuero que se ajustan sobre la cabeza de las águilas coronadas para cubrirles los ojos y restringir su visión. Si logra encaperuzarlas, se van a quedar mansas. Los ojos tapados las van a dejar como hipnotizadas. Desde su metro sesentipico de estatura, Andrés inclina la cabeza hacia arriba para mirar a la cuidadora que tiembla, algo más alta que él, y sonríe como si de pronto hubiera recordado un chiste relativamente gracioso. Una sonrisa que quizás quiera decir lo siguiente: siempre es así la primera vez, pero todos sobreviven; en unos meses, acaso antes, esto va a ser una anécdota pintoresca. 

Aunque todavía no. Las garras de las águilas coronadas, puñales cóncavos de cinco centímetros de queratina negra, son aún más poderosas que su pico y la presión traspasa el guante y se siente en la piel. Lo dicen las tres: las garras, con guantes y todo, lastiman. La cuidadora que tiembla le devuelve la sonrisa, un gesto disociado de las manos que se resisten a fingir que está todo bajo control. Andrés le dice con una voz nítida lo único sensato que puede decirse llegado este punto, con un ave de esa magnitud a cuestas:

—Si te duele, aguantás.

Andrés Capdevielle, 52 años, conoce los riesgos de trabajar con águilas coronadas. Lleva las cicatrices en la piel: una marca debajo del párpado izquierdo, de un picotazo que casi le cuesta el ojo; otra cerca del pulgar, de una garra que se clavó hasta el nervio radial. Es la persona más experimentada de la Argentina en el manejo de aves rapaces, es decir, de aves de presa, carnívoras. Por eso, guardaparques y conservacionistas le envían ejemplares heridos –‍por lo general de bala o atrofiados por años de cautiverio– desde todas partes del país para que él los ejercite y los entrene y los vuelva a convertir en eso que son: rapaces, cazadores. 

Andrés les asignó la tarea a las cuidadoras esta mañana porque creyó que estaban preparadas. Tenía razón. Con temblores o sin, las tres logran retener a las águilas el tiempo suficiente para que él pueda colocarles las caperuzas, una a una, con un movimiento a la vez rápido y lento. El trabajo está casi terminado. Los cuatro avanzan por las calles internas del Ecoparque hasta el hospital veterinario en una procesión extraña, como si estuvieran cargando bebés dormidos y muy frágiles, o los últimos ejemplares de un animal precioso y en peligro de extinción que, si quisiera, podría arrancarles los ojos. Y eso es, exactamente, lo que están cargando.