¿Quién más quiere una cobertura climática personalizada?


Incendios: la reconfiguración verde del privilegio

Los incendios de California son cada vez más hollywoodenses: ahora promueven un nuevo tipo de seguros, las “coberturas climáticas personalizadas” que directamente evitan que las llamas toquen la propiedad privada. Frente al colapso ecológico, el planeta no quema para todos igual. El fuego se convierte en tecnología de clase que revela quién respira y quién arde; quién lo vive como espectáculo, crisis u oportunidad. No es gestión climática, es una nueva frontera social.

Cada verano, California arde un poco más. Las alertas rojas se volvieron parte del paisaje. Pero los más ricos no se van de sus casas, porque contratan bomberos privados. Mientras las llamas arrasan comunidades enteras, ciertas mansiones de Napa Valley reciben la visita de helicópteros que rocían sus techos con retardantes de fuego. En las colinas, brigadas vestidas como SWAT, pero con mangueras, patrullan perímetros contratados por empresas de seguros. El incendio no es para todos.

Esta modalidad comenzó en 2018, cuando el fuego conocido como Camp Fire prometía consumir la ciudad y dejaba más de 80 muertos. En ese contexto, la aseguradora AIG lanzó un “servicio de prevención” para sus clientes VIP: monitoreo en tiempo real, mapas de calor satelitales y bomberos privados que actuaban sólo en las casas que merecían salvarse. Para acceder, había que pagar pólizas de seis cifras. Con los años, el ejemplo se expandió y hoy los millonarios tienen formas de desviar el agua y otros bienes comunes para sus hogares. En este paisaje, ni el fuego es igual para todos. Es una tecnología de clase que revela quién puede pagar y quién tiene que arder. Sin embargo, no es una situación nueva. 

Londres 1666: un fuego fundacional para el individualismo

Todo empezó con un horno de pan mal apagado. En la madrugada del 2 de septiembre de 1666 una chispa, en Pudding Lane, se convirtió en incendio. El fuego no tardó en devorar calles enteras del centro de Londres, impulsado por vientos secos y construcciones de madera apretadas como fichas de dominó. Durante casi cinco días, las llamas se extendieron sin freno, destruyendo más de trece mil casas, ochenta iglesias (entre ellas, la de Saint Paul) y buena parte de la ciudad amurallada. Lo llamaron el Gran Incendio (the Great Fire) y, además de cuatro quintos de la Londres del siglo XVII, quemó muchas de las certezas políticas de la época.

John Locke y Adam Smith, dos de los mayores pensadores de la economía política moderna, hicieron comentarios sobre este hecho. Locke fue contemporáneo del suceso y dejó, desde su estancia en Oxford, registros del fuego en sus diarios: “Resultaba muy llamativo este color inusual del aire, que, sin que apareciera ninguna nube, hacía que los rayos del sol tuvieran una extraña luz roja y tenue. Entonces no sabíamos nada del incendio de Londres, pero después se supo que era el humo de Londres en llamas, que, empujado hacia aquí por un viento del este, causó este extraño fenómeno”.

Locke sostenía que la propiedad privada era un derecho natural, ligada a la capacidad individual de generar valor, anterior a la ley. Pero también reconoció que ese derecho tenía un límite: la supervivencia del resto. Incluso en su universo de propietarios productivos con potestades sobre “los perezosos”, la escasez forzaba a compartir. Nadie puede reclamar su parte completa si eso condena al prójimo al hambre o a la muerte. Esa es la grieta moral que el liberalismo original dejó sin sellar.

Adam Smith, por su parte, creía en la libertad natural, pero no era un fundamentalista y en varias esquinas de su pensamiento nos encontramos con límites al laissez-faire. Como bien lo explicó David Cassasas, su defensa del mercado tenía bordes, sobre todo cuando esa libertad se puede transformar en amenaza colectiva. En La riqueza de las naciones, desliza una comparación inquietante: así como un Estado puede (y debe) restringir la emisión de dinero privado si pone en riesgo la seguridad común, también puede (y debe) obligar a construir muros cortafuegos incluso si para eso destruye propiedad privada. En ambos casos, el peligro es el mismo: una libertad mal distribuida (y, por lo tanto, mal entendida) deja arder al resto y es inmoral.

El fuego (como metáfora y como evento) reaparece en su pensamiento como umbral. No importa cuán sagrado sea el contrato, cuán privada sea la propiedad o cuán natural sea el mercado: cuando las llamas avanzan, lo común debe imponerse. Hay que elegir qué arde y qué se salva. Y esa elección, aunque se disimule en pólizas, reportes macroeconómicos o algoritmos, siempre es política. Lo interesante no es tanto que Smith habilite la intervención estatal, sino que lo haga en nombre de una sociedad que podría desaparecer si no se la protege incluso de sus propias reglas. La libertad que deja arder al prójimo no es virtud: es falla estructural. Esa intuición —incómoda, poco citada— atraviesa la arquitectura del liberalismo clásico como una cuña que, siglos después, el calor global debería ensanchar.

La respuesta del Estado en 1666 fue tardía y tibia. Los primeros días, el alcalde se negó a demoler propiedades para crear cortafuegos —la propiedad privada muchas veces pesa más que el sentido común— y fue el rey quien, ante la catástrofe, ordenó la destrucción de edificios para frenar el avance. Así se logró apagar el fuego, pero la ciudad ya había ardido hasta casi no quedar casi nada sin quemar.

De esas cenizas no solo surgió una ciudad más amplia y “ordenada”; no sólo surgió un nuevo esquema urbano que sería el corazón de la Inglaterra imperialista. También emergió un nuevo tipo de lógica: la gestión privada del desastre. Las primeras compañías aseguradoras vieron en el trauma colectivo una oportunidad de negocios. Y con ellas nacieron las primeras brigadas de bomberos privados. No eran servicios públicos, sino cuadrillas contratadas por las aseguradoras para proteger exclusivamente las propiedades de sus clientes. ¿Cómo sabían qué salvar? Las casas aseguradas llevaban un emblema de metal en la puerta, una suerte de escudo heráldico moderno con un solcito. En los edificios que no tenían ese símbolo, los bomberos no echaban agua y el fuego podía seguir su curso sin interrupciones. 

Así, el fuego dejó de ser un evento aleatorio y se convirtió en una variable del contrato. La catástrofe ya no era solo un fenómeno natural, sino un diferencial de clase. En Londres, el mercado inventó un cortafuegos selectivo y cobró por él. El incendio, como hoy, no se apagaba para todos.

El capitalismo del fuego

Frente al colapso ecológico, la respuesta no ha sido redistribuir el riesgo, sino privatizarlo con eficiencia quirúrgica. La escena se repite en distintas latitudes: el fuego como espectáculo, como crisis, como oportunidad. En California, en Australia, en el Amazonas, en la Patagonia o en los humedales, las llamas avanzan solas, pero se redirigen hacia donde les conviene a los intereses más concentrados. Y mientras los titulares hablan de “desastres naturales”, la realidad es que lo natural está cada vez más ausente. Los incendios ya no son anomalías, sino que forman parte de la coreografía climática del capital. El fuego quema más cuando se especula y cuando se sobrepueblan espacios que rodean a las grandes ciudades con viviendas precarias para las personas que viven de brindar servicios básicos. 

El futuro distópico tiene oficinas en Londres, San Francisco y Dubái, pero también actúa a la vuelta de tu casa. En lugar de atacar las causas del desastre —la quema constante de combustibles fósiles, la expansión agroindustrial, la financiarización del suelo y del aire—, se invierte en tecnologías de contención, selección y exclusión. Lo que se protege no es la vida, sino determinados valores asegurados. Como en Londres tras el incendio, el que no paga puede arder sin problema. Hoy, las llamas ya no delimitan solo la frontera entre lo salvaje y lo civilizado. Marcan una nueva frontera de clase en un orden incendiario que se presenta como gestión climática.

En Argentina, el incendio de Iron Mountain en 2014, en el barrio de Barracas, dejó al descubierto las desigualdades estructurales de Buenos Aires. Mientras las llamas devoraban toneladas de documentos (archivos de empresas y del Estado, en muchos casos vinculados a causas de corrupción y lavado de dinero), una nube tóxica se expandió sobre la ciudad, afectando especialmente a los barrios populares aledaños. El depósito, operado por una multinacional estadounidense, almacenaba papeles con información sensible, pero las autoridades (en aquel momento el jefe de gobierno de la ciudad era Mauricio Macri) tardaron días en declarar la emergencia, mientras vecinos de Barracas y Pompeya sufrían problemas respiratorios sin asistencia adecuada. El episodio evidenció la contracara del patrón (“los riesgos ambientales recaen sobre los pobres”): los ricos también pueden quemar lo que no les sirve. Los afectados de Barracas no lograron visibilidad mediática ni respuestas estatales inmediatas.  

Iron Mountain no fue un desastre ecológico, pero sí fue un claro símbolo de cómo la exposición al fuego está lejos de ser terreno exclusivo de la química orgánica. La justicia archivó las causas, las empresas siguieron operando, y los vecinos quedaron con secuelas. Y, qué casualidad, la misma compañía (que sufrió también incendios en EE.UU., el Reino Unido y Países Bajos —siempre con documentos comprometedores—) volvió a vivir el en 2023, bajo el gobierno del mismo partido político, la quema de otro de sus depósitos en Buenos Aires. 

Los que sí son desastres ecológicos son los incendios en grandes zonas verdes. Pero, del mismo modo, demuestran ser el resultado de un modelo de saqueo que convierte el fuego en herramienta de especulación (política, judicial, inmobiliaria, agroganadera). Mientras las llamas devoran ecosistemas vitales, las cenizas revelan hasta qué punto el capital prefiere tierras arrasadas. En Argentina, las quemas recurrentes en el Litoral (que son, según expertos, intencionales en hasta un 95%) liberan tierras para la soja transgénica y emprendimientos de barrios privados. Los mismos sectores que se quejan en Twitter por el humo son muchas veces los que financian el desmonte. Mientras tanto, comunidades ribereñas y pequeños productores sufren intoxicaciones y pérdidas irreparables sin que el Estado actúe contra los responsables. En la Amazonia se viene repitiendo el guión, pero a escala global: con Bolsonaro, la expansión de incendios vinculados a terratenientes y multinacionales fue más que considerable. 

Hoy, las aseguradoras ofrecen “cobertura climática personalizada”. Los más ricos pueden contratar análisis de vulnerabilidad hídrica, barreras anti-inundaciones, sensores de calidad del aire y, por supuesto, brigadas privadas contra el fuego. Los pobres rezan ante los pronósticos. El mercado climático no está en formación, ya existe y ya existía, pero cada vez tiene clientes más selectos y opera a mayor escala. Mientras tanto, los gobiernos invierten más en adaptación que en transformación. Se habla mucho de resiliencia, pero nada de justicia. Las ciudades se llenan de techos verdes y termotanques solares en los barrios que nunca se van a inundar. Y se militariza el perímetro de las catástrofes con drones, inteligencias artificiales, reconocimientos faciales y seguros paramétricos. 

Cortafuegos de clase

En el siglo XVII, el fuego rediseñó la ciudad de Londres. En el XXI, no hace falta que todo arda para que el orden se reconfigure, ya que las condiciones materiales se vuelven cada vez más inestables y se impone una nueva estratificación del habitar. Frente a ese escenario, las respuestas no son simétricas. Mientras una ínfima parte de la población construye búnkers, compra parcelas de la Luna o fabrica cohetes para irse a Marte y saca provecho de este vivir bajo un régimen de catástrofe permanente como una oportunidad para blindarse, acumular y especular, las mayorías se ven cada vez más precarizadas y empujadas al abismo. 

La crisis climática ha dejado de ser un horizonte abstracto o un problema técnico: es una tecnología política de diferenciación. La forma en que se distribuye el daño, la protección y la capacidad de anticipación no es neutra ni azarosa. Es el resultado de una arquitectura de clase profundamente arraigada. No estamos frente a un sistema en desequilibrio que requiere correcciones: estamos ante un sistema en crisis que encuentra en la crisis su modo de reproducción.

No hay cortafuegos neutros. Cada barrera, cada decisión sobre qué proteger y qué dejar arder, cada inversión en adaptación o mitigación, cada forma de regulación o de desregulación, expresa una correlación de fuerzas. La idea misma de “transición ecológica” puede, si no se disputa políticamente, convertirse en una reconfiguración verde del privilegio. A esta altura, ya no se trata de cambiar la matriz energética, sino de cambiar la matriz de poder que decide quién respira, quién se inunda, quién puede esperar y quién sigue los hechos más atroces desde las notificaciones de su celular.

La lucha ecológica no es un suplemento moral del campo progresista ni una responsabilidad civil de las generaciones futuras. Es una forma contemporánea de la lucha de clases, cuya gramática no se escribe solo en salarios y derechos laborales, sino también en emisiones, infraestructuras, temperaturas y seguros. El fuego, lejos de ser el enemigo externo, es el síntoma del orden económico vigente. Y como todo síntoma, no se combate con gestos paliativos, sino con diagnósticos que incomodan y con estrategias que desborden las soluciones administradas.

En la historia del capitalismo, las catástrofes no siempre son interrupciones. Muchas veces, son reorganizaciones o concentraciones. El incendio puede funcionar como diseño. Una forma brutal pero eficaz de redistribuir el espacio, recalibrar el valor, redefinir lo salvable. Lo fue en Londres cuando el fuego permitió trazar nuevas calles y expulsar a los pobres del centro. Lo es hoy, cuando los focos ígneos del colapso climático no iluminan una catástrofe universal, sino una geografía precisa de la desprotección. El incendio que viene no queda en un futuro distópico, porque ya lo vemos en el horizonte y es un presente distribuido desigualmente. No es lo mismo tener un seguro que ser combustible. En ese sentido, el fuego funciona como un lenguaje político elemental. Dice sin metáforas: esto sí, esto no. Esta vida vale, esta otra no. No hay ecología sin economía. No hay transición sin conflicto. Y no hay futuro posible si el humo sigue tapando la raíz del incendio.