Ensayo

AMIA


Nisman: la política del cuerpo muerto

Debido a la exposición mediática de su muerte, Nisman siguió participando de la vida política. Desde hace diez años, la antropóloga de la UNSAM Laura Marina Panizo trabaja con familiares de las víctimas del atentado con la idea de “habitar la muerte”. Hoy, para la revista Anfibia, revisa el caso y analiza porqué sugerir que Nisman fue la víctima 86 de la AMIA es invadir un espacio sagrado.

La dimensión política de la muerte, del muerto y del ritual fue claramente expresada con el reciente fallecimiento del fiscal federal de investigación de la causa AMIA Alberto Nisman, encontrado en su casa con un disparo en la cabeza el pasado 18 de enero. ¿Suicidio/persuasión/homicidio? En esta performance política mortuoria, varios actores aparecieron en escena: las víctimas y los imputados, los denunciados y los denunciantes, los familiares de los muertos, las agrupaciones que nuclean a amigos y familiares de los muertos, las instituciones oficiales judías, los judíos que resurgen en las redes sociales para reclamar su inexistente representatividad en estas instituciones, los opinólogos que escriben en las redes sociales y medios de comunicación, los familiares del muerto. Y, por sobre todo, el muerto. En términos del antropólogo Victor Turner, Nisman aparece como un factor de acción social, el símbolo a través del cual los actores se movilizan. Y esto es así porque el fiscal ha sufrido una transformación ontológica a partir de su muerte. A través de esta performance mediática se ha convertido en un símbolo político, polisémico, que como todo símbolo ritual refiere a múltiples significados condensados. En palabras de Katherine Verdery, Nisman está participando de la vida política después de su muerte.

Todos los actores que salieron a escena tienen un papel desempeñado de acuerdo a sus orientaciones políticas y convicciones construidas antes de la tragedia. En el ritual mortuorio de despedida, su cuerpo se convirtió en un vehículo para manifestar esas posiciones que van más allá de lo acontecido. Una corona mortuoria llevada al velatorio por un sector del gobierno nacional fue ultrajada por un conjunto de asistentes. Un altar fue improvisado en la calle con carteles difamadores hacia la presidenta. El muerto y el cuerpo activaron las discrepancias y visibilizaron un entramado de valores disímiles y contradictorios. Se hizo público lo privado, social, lo individual. Por eso, es interesante resaltar las características del entierro. Para la religión judía, el suicidio es un pecado y las personas que se han suicidado no pueden ser sepultadas junto al resto de los fallecidos. Pese a ello, el fiscal fue inhumado en el pabellón nuevo del cementerio israelita en La tablada, como en cualquier ritual judío habitual. Si bien la investigación que se está llevando a cabo determinará cómo sucedió la muerte, los familiares y dirigentes de las instituciones judía oficiales administraron el fallecimiento del fiscal de acuerdo a sus ideologías y pretensiones político/ideológicas, y se podría entender su negativa a la hipótesis del suicidio a través del ritual. Una vez más, las prácticas mortuorias se resignifican en función del sentido que se le da la muerte de la persona, que en este caso tuvo un carácter político notable. Su tratamiento y su ubicación espacial vienen a legitimar  posturas y sentidos otorgados a la muerte. Así, volviendo a parafrasear a Verdery,  la muerte de Nisman, su corporalidad, se convierte en un símbolo de orden político, y las posturas políticas se simbolizan a través de la política del cuerpo muerto.

A partir del caso, se ha traído la temática de la muerte en la AMIA/DAIA. Muchos han tratado de establecer similitudes, e incluso algunos lo han llamado “la víctima número 86 del atentado”. Pero basta con escuchar la sirena de todos los 18 de julio para que la imagen de los edificios derrumbados caiga sobre cualquier intento de similitud. Basta intentar sentir el peso de las agujas del reloj, también sobre nuestras espaldas. Niños, adolescentes, jóvenes, adultos. Todos ellos sin pensar, sin saber, sin percibir, sin asociar. Todos detenidos en el tiempo, en ese instante en que el estruendo de la bomba dejó vacía de ruidos a la ciudad.

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“Nosotros hace 17 años que convivimos con los muertos, no convivimos con los vivos”. Así, empezó hace cuatro años una conversación con un pariente de una víctima del atentado. Durante más de 10 años indagué sobre las experiencias de personas que se habían enfrentado a la muerte de su familiar sin la posibilidad de contar con la presencia del cuerpo para realizar los rituales mortuorios habituales. Entendí que una muerte sin cuerpo puede obstaculizar las prácticas mortuorias: al no enfrentarse de manera clara con la muerte, hay un ciclo que no se logra cerrar. Cuando no se puede palpar, tocar, “habitar”, puede generarse en muchos casos, en la vida cotidiana, un tipo de relación especial, dinámica, cercana, permanente, entre vivos y muertos. Una muerte violenta, “sin justicia”, aunque con cuerpo presente, también puede impedir un cierre, puede obstaculizar el ritual de despedida habitual y dejar las heridas abiertas. A todas éstas las llamo muertes extraordinarias, ya que como ocurren y se enfrentan de una forma poco habitual y producen relaciones extraordinarias entre muertos y vivos. Apariciones, visiones, comunicaciones cotidianas, santificaciones, rezos y ayudas mutuas, son algunas de las experiencias de los familiares a través de las cuales establecen relaciones específicas con sus seres queridos. Y porque lo que está desordenado, fuera de lugar, necesita un orden, las relaciones continuas entre familiares y muertos concuerdan con esa muerte fuera de lugar, lo que genera cierta estabilidad, equilibrio.

Al igual que la muerte sin cuerpo, la muerte sin justicia impide el cierre del ciclo vital. No permite la despedida adecuada ni la separación definitiva entre vivos y muertos. Los muertos de la causa AMIA no están para sus familiares en el mismo lugar que sus otros muertos. Están en el orden de lo extraordinario. Y el calendario habitual de las actividades cotidianas se transforma en un “calendario para la muerte”. Conmemoraciones, manifestaciones, reclamos y pedidos de justicia, altares, fotos ambulantes en las calles y en los cuerpos, evocaciones en los templos, todo cargado con una simbología mortuoria especial. La muerte es entonces habitada. Y todo lo que antes entraba en el orden de lo secular, es inundado por la sacralidad de la muerte. Los rituales de rememoración, lejos de mostrar el cierre de un ciclo, devienen en una reactualización periódica del enfrentamiento a la pérdida. Las prácticas mortuorias habituales son resignificadas en estos casos para reclamar por la memoria, la verdad y la justicia[1]. Algunos muertos devienen en símbolos religiosos que remiten a la identidad judía, y los rituales son resignificados también,  en torno a la reivindicación identitaria de las víctimas. En otros casos, las prácticas simplemente alivian culpas. Todos los años, la misma lucha. Y por repetición y participación  (al igual que cuando Mircea Eliade nos habla del tiempo mítico) se soporta la historia. Y las relaciones entre vivos y muertos se sostienen en ese calendario periódico de la muerte. Y así es como transcurren el día, como si llevasen a sus muertos en las manos. Y llevan también las agujas del reloj sobre la espalda. Y muchas veces, también, salen de sus bocas palabras “sordas y mudas”. Porque habitan la muerte, como cuando hace más de 20 años atrás, habitaban la vida.

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Foto: Gustavo Amarelle/Télam

Es importante destacar que los familiares del atentado, al igual que los de los desaparecidos y los muertos en Malvinas, nos han enseñado que se puede pedir justicia sin violencia. Se puede responder a la violencia con serenidad. Se puede convivir con el dolor, sin sembrar odio. Y en sus rituales las ofrendas son sagradas. Allí se reciben las flores, no se destrozan. Ellos prenden las velas, no las apagan.

Ya sea con el objeto de honrar a los muertos, de reivindicar la identidad judía o para pedir por la verdad y la justicia, todos los 18 de julio se realizan, entre otras prácticas, los rituales en conmemoración del atentado. A las 9.53, hora del ataque terrorista al edificio de Pasteur 633, se hace sonar la alarma, se leen los nombres de las 85 víctimas y se encienden 85 velas a las que les ponen rosas. En estos actos conmemorativos, participan además de familiares, miembros de las instituciones judías (AMIA-DAIA), agentes religiosos y agentes del Gobierno Nacional y municipal. Dado que son conmemoraciones convocadas por distintas agrupaciones relativas al atentado, y muchos familiares no se sienten representados por las instituciones judías oficiales, se suelen generar conflictos en la forma en la que el acto se debe llevar a cabo, y sobre la nómina de personas que están autorizadas para dar los discursos. Así, no solo se genera un espacio donde se pueden rendir honores a los muertos a través de las ofrendas florales y las palabras de gratitud, sino que los discursos de los familiares, de miembros de las asociaciones Judías y funcionarios del Estado, resaltan también la dimensión política del ritual. Los rituales mortuorios devienen también, en rituales políticos.

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El oficialismo, la oposición, la DAIA/AMIA, los ciudadanos judíos por fuera de estas instituciones, los familiares que no se sienten representados ni acompañados por los dirigentes de estas instituciones, familiares que sí lo hacen, los familiares de las organizaciones, los familiares por fuera de las organizaciones, organismos de Derechos Humanos,  periodistas, ciudadanos concretos y ciudadanos virtuales creados a través de las redes sociales, todos piden públicamente el esclarecimiento de la muerte de Nisman y del atentado. Muchos de ellos opinan sobre quiénes son los responsables. Pero al día de hoy, sólo quienes ejecutaron los crímenes y los encubrieron saben lo que pasó. De lo que sí debemos estar seguros es que cada intervención sobre la temática en los medios de comunicación, viene a poner un dedo profano en una llaga sagrada que involucra un lazo especial entre vivos y muertos. Lazo que los familiares fueron forjando día a día, desde hace más de veinte años, en un constante enfrentamiento a una muerte que no se puede cerrar. Llevar el caso Nisman a la tragedia del atentado, o hablar en nombre de los familiares, es invadir un espacio sagrado. No nos olvidemos que ellos, los familiares, conviven más con los muertos que con los vivos, y que junto con sus amigos, tienen todavía “los escombros bajo las uñas”.

Pero no está mal, ya que nos balanceamos sobre el tema, hablar sobre los muertos. Que cuando cayó la bomba algunos trabajaban para ganarse el pan del día a día. Que algunos velaban luchando por sus ideales, “abordando lo judío desde una entrega desinteresada”. Que algunos pasaban por allí, circunstancialmente y allí quedaron, por siempre. Pero los muertos del atentado,  los muertos por desaparición forzada, los de la Guerra de Malvinas, los de Cromañón, los de la Tragedia de Once, los de gatillo fácil, los de la violencia sexual, los de las Madres del Dolor, las víctimas de la corrupción, los bomberos caídos del depósito Iron Mountain cuyos familiares y amigos también piden justicia, todos ellos, son todos nuestros muertos. Y aunque se hagan presentes en nosotros sólo cuando nos acordamos, cuando sumamos nuestras firmas o  reenviamos sus fotos en las redes sociales, para sus familiares están allí todos los días: siguen sus pasos, les susurran en sueños, se sientan en su mesa. Partamos de esa realidad, entendamos esa relación, antes siquiera de “pronunciar” un nombre. Nunca nos olvidemos que los muertos están aquí, si es que queremos, habitar en la vida con todos ellos.

Bibliografía

Elide, Mircea. (2001). El mito del eterno retorno. Buenos Aires. Emecé.

Turner, V. (1997 [1966]).  La selva de los símbolos. Madrid. Siglo XXI.

Verdery, K. (1999). The political lives of dead bodies: reburial and postcocialist change. United States of America. Columbia Universiyy Press.

[1] Estas palabras, tienen un valor moral muy especial solo comprensibles por ellos en su totalidad semántica.

* Foto de portada: cortejo fúnebre del fiscal Alberto Nisman/Telam