Ensayo

Colombia: Informe Final de la Comisión de la Verdad


Investigar y documentar para que no se repita

Las pruebas que presenta el último Informe Final de la Comisión de la Verdad de impone un reto para el periodismo, el de interpelar la historia de sangre que se ha escrito. En Colombia, en México, ¿nos acostumbramos a seguir de largo cuando la TV muestra una masacre o son asesinados “líderes incómodos”? La ética está en el centro de la memoria histórica y del periodismo, porque el objetivo principal de investigar, recopilar y difundir con rigor nuestras historias del terror, es evitar que se repitan.

Este artículo es publicado en simultáneo en el Consultorio Etico de la Fundación Gabo.

En Colombia y México la verdad sobre la historia de violencia de las últimas décadas de ambos países irrumpe remeciendo a familiares de víctimas, a ciudadanos e instituciones. En México, la Comisión de la Verdad del caso Ayotzinapa concluyó que la desaparición de 43 estudiantes en septiembre de 2014 fue un crimen de Estado, ya se detuvo al exprocurador general de la República y se dictaron 83 órdenes de aprehensión en contra de autoridades administrativas, judiciales, policiales y militares. Nadie sabe si habrá justicia finalmente. En Colombia, los efectos del Informe de la Comisión de la Verdad sobre el conflicto que ha sacudido ese país por casi seis décadas son profundos, soterrados. A solo días del inicio del gobierno de Gustavo Petro, primer presidente de izquierda en la historia de Colombia, está por verse si logrará frenar la violencia y la muerte y cambiar el sello de impunidad que ha imperado por casi seis décadas. También en esas pruebas que presenta el Informe Final de la Comisión de la Verdad hay un reto para el buen periodismo: interpelar la historia de sangre que se ha escrito. 

¿Nos acostumbramos a seguir de largo cuando la TV muestra una masacre o son asesinados “líderes incómodos”? La ética está en el centro de la memoria histórica y del periodismo, porque el objetivo principal de investigar, recopilar y difundir con rigor nuestras historias del terror, es evitar que se repitan.

Ninguna señal explícita permite dimensionar el impacto que está provocando en Colombia y más allá de sus fronteras el Informe Final de la Comisión de la Verdad que se acaba de conocer. Como una bomba de racimo su contenido se ha ido expandiendo por ciudades, pueblos, universidades, colegios, calles, oficinas, casas y grupos diversos en una onda expansiva profunda. Difícil de masticar. Más aún de digerir. A ningún pueblo le gusta mirar de frente al monstruo que llevamos dentro.

Así ha pasado en Alemania, Sudáfrica o Chile cuando ha irrumpido la verdad. La historia que arroja un conflicto armado de más de seis décadas abofetea, estremece. Interpela. Más aún a los periodistas.

“Mujeres y personas LGBTIQ+ contaron cómo sus cuerpos fueron usados como campo de guerra y terreno simbólico de disputa por unos y otros para consolidar la dominación patriarcal. Otras tuvieron el coraje de relatar la violación sexual por varios hombres, delante del marido y de hijos, bajo exigencia de silencio absoluto y amenaza de matar a su familia, muchas veces con el fin de despojarlas de sus tierras. Algunas tuvieron el valor de compartir cómo las forzaron a abortar dentro de las filas… Hubo quienes se abrieron a relatar ensañamientos de tortura sexual cuando las empalaron por la vagina o les cercenaron los senos, u otros que compartieron estremecedoras sesiones de corrientes eléctricas o castración a las que los sometieron siendo detenidos políticos. Mujeres adultas relataron cómo, siendo escolares, paramilitares las convirtieron en esclavas sexuales con anuencia de los directivos del colegio. Muchas contaron cómo en distintos pueblos se hizo normal la obligación de satisfacer los apetitos sexuales de los jefes armados cuando a ellos les venía en gana…”

Hay que parar de leer. Respirar profundo antes de saber que, al menos desde 1982, el número de desaparecidos ya rebasa los 110 mil. Que la violencia extrema obligó a huir a ocho millones de colombianos porque los iban a matar (“no había lugar para ellos en esta falsa «casa de todos» protegida por los organismos de seguridad”). Que otro millón decolombianos resultó diseminado en una diáspora de dolor por el mundo. Que también están los que resistieron al terror y a la amenaza permanente en campos, montañas y resguardos indígenas. Algunos diezmados hasta el exterminio.

La avalancha de imágenes paraliza. Es brutal lo que vivieron los campesinos. De la violencia feroz de la contrarreforma agraria habla el despojo de ocho millones de hectáreas -parte del botín de guerra- a un campesinado “perseguido, marginalizado y estigmatizado”. Las palabras sobre el conflicto colombiano del escritor Tomás Eloy Martínez son un cuchillo afilado: «Rara vez los adversarios combaten entre sí. Su campo de batalla es el cuerpo de los campesinos».

El Informe Final no elude el meollo de los actores de la violencia. Se constataron “iniciativas empresariales protagonistas en el conflicto que pagaron a grupos paramilitares con el fin de desplazar y despojar de las tierras y territorios a las comunidades, e implantar negocios de agroindustria o minería, o son cómplices de asesinatos de centenares de sindicalistas”. Está también la “evidencia de empresas que pagaron a los grupos armados grandes cantidades de dinero para mantener activos sus proyectos”; otros que “buscaron a los paramilitares para que trajeran su seguridad de terror” y “los que se aprovecharon de las tierras abandonadas en medio del terror para comprar con testaferros”. 

Cómo no recordar aquella fosa común con 50 cuerpos que emergió en Dabeida, en diciembre de 2019. Todos sabían que eran víctimas de una práctica ilegal ya extendida en el ejército, de asesinar especialmente a jóvenes, para luego presentarlos como “guerrilleros muertos en combate”. Una vía exprés para obtener ascensos, condecoraciones, sobresueldos. Otro poderoso ejército, el de complicidad y protección, denostó e incluso acosó a los periodistas que investigaron y publicaron una brutal verdad: que los “falsos positivos” eran varios miles. Y allí está en el Informe Final. “Falsos positivos. Fue el nombre que les dieron las mamás a los jóvenes asesinados por miembros del Ejército, donde todo fue falso: oferta de trabajo para reclutarlos, el combate fingido, trajes y botas de guerrilleros, armas sobre sus cadáveres, el dictamen de Fiscalía como «muertos en acción armada» y la acción de la Justicia Penal Militar. Si hubieran sido diez, sería gravísimo. Si hubieran sido cien, sería para exigir el cambio de un ejército. Fueron miles y es una monstruosidad”.

Sigo leyendo… Los “falsos positivos” son mucho más que los 6.402 que estimó la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). “El crimen se produjo en casi todas las brigadas y están implicados directamente desde soldados hasta varios generales”. Hay que respirar profundo y volver a leer y detenerse: “La Comisión se pregunta, ¿por qué los colombianos vimos las masacres en televisión día tras día y dejamos que siguieran por décadas como si no se tratara de nosotros? ¿Por qué la seguridad que rodeaba a los políticos y a la gran propiedad no fue seguridad para los pueblos ni los sectores populares que recibieron la avalancha de masacres? ¿Por qué la guerrilla, que se presentaba como la salvadora del pueblo, cometió cientos de masacres en la lucha por los territorios?”.

Pareciera que nos hemos acostumbrado en Colombia, en México o en Chile a seguir de largo cuando seres humanos son convertidos en humo y cenizas (“chimeneas del horno crematorio de Juan Frío”), o encontramos en basurales despojos humanos, o nos informan de un nuevo secuestro o la muerte despiadada de “líderes incómodos”. O de un periodista, como en México.

¿Es válido éticamente para los periodistas pasar de largo frente a los capítulos de horror de nuestra historia? No. Y por eso, para muchos periodistas el camino ha sido investigar, buscar las huellas y testimonios de los que ya no están, y de quienes los asesinaron. Para que haya justicia y no impunidad. Porque si no lo hacemos, la historia dice que lo más probable es que las masacres se repitan. Para que nunca más impere ese poder letal que cuando es develado e irrumpe por algún intersticio, nos avergüenza.

La ética está en el centro de la memoria histórica y periodismo. Porque el objetivo principal de investigar, recopilar documentos y testimonios, y difundir con rigor nuestra historia del terror, es evitar que se repita. Por eso, hay que leer con atención las recomendaciones del Informe Final de la Comisión de la Verdad de Colombia. Al referirse a los orígenes de la violencia, señala la “desigualdad que sitúa a Colombia entre los 10 países más inequitativos del mundo, sumada a la descomunal concentración de tierra que se acrecentó durante la guerra interna y que les arrebató a los campesinos ocho millones de hectáreas, forzándolos a huir a las comunas urbanas”.

Entre los cuatro puntos que marcan el diagnóstico que hace la Comisión de la Verdad de los orígenes y efectos del conflicto, hay que detenerse en el punto tres: el narcotráfico “que hace de Colombia el monopolio mundial de la cocaína y ha terminado siendo una solución perversa que el modelo «a la colombiana» ha encontrado para la exclusión y desigualdad, aceptada tácitamente por quienes conducen, en el Estado y los grandes negocios formales, la economía”. 

Así de claro: el sistema que impone el narcotráfico y el crimen organizado se ha instalado como la gran amenaza para nuestras democracias y el derecho a la vida. En el Informe Final se lee: “mantiene activo el conflicto armado en los campos y comunas populares, compra las campañas electorales, disemina la corrupción y hace proliferar el contrabando y la minería criminal”. Y concluye: “después de cuatro años de escuchar el drama de la guerra, la Comisión da por sentado que si no se hacen cambios profundos al modelo de desarrollo económico del país, será imposible conseguir la no repetición del conflicto armado, que se reiterará y evolucionará de formas impredecibles”.

El buen periodismo tiene mucho trabajo en América Latina. La democracia cruje, avanza y entra en ebullición. Y en medio de esta verdad que estremece surge una noticia desde España que señala el camino de la memoria histórica: 47 años después de la muerte de Francisco Franco, que inició la transición democrática en España, se acaba de promulgar una nueva Ley de Memoria Democrática que marca un hito y un avance sustancial en derechos humanos. Por primera vez el Estado se hará cargo de la búsqueda de cerca de 114 mil personas que desaparecieron por la acción de la dictadura de Franco, en el poder desde 1939 hasta 1975. Aunque resulte increíble, de las cerca de 4.652 fosas comunes de cuya existencia hay registro, solo 326 han sido exhumadas totalmente. 

La nueva norma califica ilegal la dictadura franquista, sus juicios y su exaltación. Y redefine el carácter de “víctima del franquismo”: toda persona “haya sufrido, individual o colectivamente, daño físico, moral o psicológico, daños patrimoniales, o menoscabo sustancial de sus derechos fundamentales”. Incluye no solo a los muertos y desaparecidos, sino también los exiliados y a los miles de niños adoptados sin consentimiento.

Uno de los acápites fundamentales de la nueva ley y que representa todo un desafío para el periodismo, es que “garantiza el derecho a la verdad” para todas las víctimas de graves violaciones de derechos humanos. Uno de sus principales efectos será la modificación de la Ley de Secretos Oficiales de 1968, impuesta por Franco. Un cúmulo de documentos estará disponible para encontrar los forados de una gran historia. Y el más grande seguirá en las catacumbas: los archivos de la Iglesia Católica de España, que manejó los hilos del poder en el régimen franquista, siguen siendo intocables.