El destrato familiar, esa zona gris


Las habitaciones de siempre

Soledad tiene 35 años. Sus padres estuvieron de viaje, quedaron varados en Sudáfrica por la pandemia. Por eso cada tanto -menos de lo necesario- ella volvía al departamento de Tribunales a regar las plantas. Esa casa, el lugar donde creció, estaba vacía de personas pero saturada de escenas rancias, de recuerdos de zamarreos e insultos entonces inclasificables pero cuyo eco hoy sobrevive, se nombra, se reinterpreta y vuelve a desvanecerse en el grupo de WhatsApp familiar.

Todas las mañanas antes de ir a la escuela tuve arcadas. Mi mamá me obligaba a tomar leche hervida con tres o cuatro cucharadas de yerba que pasaba por un colador. Tenía que tomarlo todo aunque tuviera una capa de nata y yerba flotando. También tenía que comer una tostada de pan Fargo untada con mermelada de durazno. Las cosas que hacían mal en esa casa se repetían sistemáticamente. Después del desayuno, mi mamá, mi hermana mayor y yo bajábamos al pallier del edificio a esperar la combi que nos llevaba al colegio donde pasábamos todo el día. Ahí jugaba siempre a lo mismo: a caminar hacia atrás pisando los bloques negros de mármol que formaban un rectángulo en el piso. Me inventaba mis propias supersticiones. Por ejemplo, tres vueltas al rectángulo a toda velocidad sin trastabillarme, para tener el mejor día del año; y ahí estaba yo, cumpliendo con mi propia regla mientras mi mamá me gritaba que la combi me iba a dejar. Nunca rompí mis propias imposiciones y siempre me entretuve inventando nuevas. 


Cuando se murió mi bisabuela, mi mamá viajó a San Luis y nos quedamos solas por primera vez con mi papá. Yo tendría cinco años. Durante esas mañanas en las que mi mamá no estuvo y pude evitar la leche con yerba— mi papá intentó peinarnos con las colitas de moños y nosotras, acostumbradas al zamarreo, le decíamos que lo hacía demasiado suave y él, con tal de no lastimarnos, nos dejaba las colitas todas flojas. Fue la vez que nos llevó a pescar al Tigre. 

La mañana de un sábado salimos en nuestro auto, un Mitsubishi Sapporo, y a la hora y media estábamos sentadas en la lancha colectiva que nos iba a dejar en un recreo que se llamaba “Alcázar” sobre el Río Sarmiento. Teníamos unas cañas livianitas y rústicas que habíamos comprado en la estación fluvial. La mía tenía detalles en azul, la de mi hermana en rojo. Él, sentado en el medio de las dos en el muelle, supervisó la pesca. No me acuerdo bien quién fue, pero alguna pescó algo. Era un pez chiquito y gris sin ninguna gracia pero vigoroso. Trataba de escabullirse de las manos de mi padre contorsionándose, dando pequeños aletazos, mientras él lo sujetaba firme y triunfante. En esos instantes pude sentir el terror y la satisfacción del acto de matar. Mi hermana no aguantó la culpa y le pidió a gritos a mi papá que lo salvara. Se puso a llorar. Posiblemente yo también lloré por inercia de hermana menor. Y él, con mucha rapidez, lo desenganchó de la caña y lo volvió a dejar con cuidado en el río. El pez estuvo unos segundos flotando y lo dimos por muerto, pero después rotó como un animal de circo y salió nadando como si nunca lo hubiera atravesado el anzuelo.

 Foto Peter Oswald- Unsplash

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Mis padres están en Ciudad del Cabo. Fueron hace siete meses a visitar a mi hermana que vive allá hace un década. Desde que los dos se jubilaron y nacieron mis sobrinos sudafricanos, pasan varios meses al año allá. Esta vez los sorprendió la pandemia y es probable que no vuelvan hasta dentro de un tiempo porque las fronteras están cerradas. Además, parece que en Sudáfrica hay solo setenta argentinos varados y no son prioridad para sumarlos en un vuelo de repatriación. 

Unas noches atrás entró un mensaje en nuestro grupo familiar a las cinco de la mañana y lo contesté. Mi hermana me preguntó qué hacía despierta y si quería aprovechar para hablar un poco. Me llamó. No somos de hablar mucho por teléfono, yo estoy siempre ocupada y las cinco horas de diferencia entre nuestras ciudades no ayudan. Mientras hablábamos escuché la voz de mi mamá que, por detrás, le pedía que me preguntara por sus plantas. 

Antes de irse, mi mamá me pidió que fuera al menos una vez al mes a su casa para regarlas y mantenerlas con vida, pero desde que viajaron fui una sola vez. No me gusta ir a esa casa cuando no hay nadie, tampoco cuando ellos están. Prefiero encontrarme en restaurantes, en lugares neutrales. Hay algo de ese lugar que no me hace bien. Pocos días antes de la conversación con mi hermana, había hecho la excursión a lo de mis padres, había revisado cada habitación, asegurado cada ventana, hecho correr el agua de las canillas. ¿Por qué te fuiste a vivir allá? le pregunté por teléfono a mi hermana. Tuvo que pensar un rato y después me dijo lo de siempre, que Buenos Aires no era para ella. ¿No creés que te escapaste de los viejos? le dije, y me devolvió su risa aguda y aniñada que me hizo separar la oreja del teléfono. 

Foto Nick Shandra y Reynaldo Rivera Unsplash


Tal vez se escapó de mí. De chicas, en el auto, yo viajaba atrás de mi mamá, a la derecha, y ella atrás de mi papá, que conducía, y tan alejada como podía de mí, porque yo le daba asco. Si la rozaba sin querer se limpiaba como si yo fuera un virus. Ahora pienso que no lo hacía de malvada, era como una condición psicológica que tenía y creo que hasta a ella le daba vergüenza ser así. A veces la ponía a prueba: la tocaba apenas y esperaba a ver cuánto tiempo tardaba en limpiarse la zona que le había tocado. Trataba de aguantarse pero no podía, con rapidez se sacaba mis partículas de encima. Yo no era la única que le daba asco. Cuando comíamos y mi mamá le pedía de probar de su plato, ella le contestaba que usara su propio tenedor porque no quería que chupara el suyo. No sé cómo hacía para aguantarse las fotos donde estamos abrazadas, yo siempre colgada de ella. Cuando se fue a vivir lejos y volvió a visitarnos por primera vez después de un tiempo largo, me acuerdo que me abrazaba y yo me estremecía por miedo a que me lo hiciera de vuelta, a que me hiciera sentir como una peste.

 

A mi mamá tampoco la podía tocar mucho. Siempre tuvo el pelo impecable, con brushing de peluquería. Las uñas largas, esculpidas. Se vestía con trajes sastres y tacos altos para ir a trabajar como secretaria en un juzgado penal. Incluso los fines de semana usaba pantalones de vestir. Su primer jean se lo regalamos con mi hermana cuando cumplió cincuenta años. No me acuerdo de haberle dado muchos besos. Tal vez en algún cumpleaños o en agradecimiento por algo, pero inmediatamente después me decía: me estás despeinando, me vas a sacar el maquillaje, salí.

Exagero un poco. Ella sí me hacía mimos, pero siempre en las mismas circunstancias. Hay un video de un viaje que hicimos a Jujuy y Salta donde se ve muy claramente. Fue en 1989 cuando yo tenía cuatro años. En una escena en Humahuaca, mi papá filma desde lejos a mi mamá sin que ella lo sepa. Tiene un sweater rosa tejido y un jean –parece que usaba de más joven y yo me había olvidado– y está parada en el medio de una explanada de piedra, sin nadie alrededor. Se escucha que le dice a alguien fuera del plano: traeme la cámara de fotos. La escena se corta y después aparezco yo que aminoro mi paso a medida que me acerco a ella. Extiendo mi brazo para entregarle lo que me pide, la cámara. Hace un movimiento rápido y me agarra de una oreja, me atrae hacia ella con fuerza, y me dice algo que no se escucha, una maldición en secreto. Pongo mi mano sobre la de ella que me está haciendo daño, como un acto reflejo. Cuando por fin me suelta, salgo corriendo. En la escena siguiente, en el mismo lugar, estoy sonriendo mirando a cámara y mi hermana, que está vestida igual que yo –jean, zapatos, camisa blanca con volados que salen por arriba del sweater rojo–, corre por ahí atrás. Corte. Apenas unos minutos más tarde, estoy llorando boca abajo tirada en el empedrado. Mi mamá mira a cámara –a mi papá– y dice para que yo escuche: Mirá, papá te está filmando. ¿Sabés por qué está llorando? Porque ligó un chirlo por desobediente. Mi llanto crece en el fondo, hace eco sobre la piedra. Mi mamá sigue: Mirá a la cámara. Cuando seas grande te vas a acordar de cuando te portabas mal. Y sin cortar la frase, como si fuera todo lo mismo, dice: Miren ese cactus que grande que es. (¿Dónde mami? pregunta mi hermana). Vení Soledad, vení con mamá. Pero yo sigo inmóvil en el piso, al borde de unas escalinatas monumentales. Mi mamá se me acerca, me levanta por atrás y me balancea hacia adelante amenazándome: te voy a tirar. Yo pataleo y forcejeo mientras me lleva a la fuerza hasta un banco de piedra. Me sienta en su falda y me dice: que sea la última vez. Dejo que me abrace, apoyo mi cabeza en su pecho y me toca el pelo como si me hiciera una colita. Mi papá hace un paneo hacia la izquierda, enfoca unos cardones y termina la filmación con un fade-out. El mecanismo se repetía idéntico: primero sentía la rabia de mi mamá sobre mí, después llegaba el abrazo conciliador, el amor. Aprendí de chica a provocarla para tenerlo todo. 

Mi papá era diferente. Cuando volvíamos de algún lugar y era tarde, yo me hacía la dormida en el auto para que me subiera a sus hombros y me llevara así las dos cuadras que había desde el estacionamiento a mi casa, apoyada contra su cuello, oliéndolo. Mi cara en su pelo abultado, cobijada en él. A veces me daban ataques de amor y mi papá me llamaba “la besuqueira”. Lo abrazaba hasta lastimarlo, me colgaba de sus piernas. Él se dejaba.

 Foto Jack Kolpitcke Unsplash

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Me crié y viví hasta los veintisiete años en el mismo departamento de la calle Uruguay en el barrio de Tribunales, donde todavía viven mis padres. Es un quinto piso de un edificio viejo donde sólo hay oficinas. Era cómodo para ellos que eran abogados y el Palacio de Justicia les quedaba a dos cuadras. El barrio y el edificio eran aburridísimos. Los fines de semana estábamos completamente solos, no había otros chicos con los cuales jugar. El living, al que no nos permitían entrar, funcionaba como el estudio de abogacía de mi padre. Mi mamá trabajaba en los juzgados de Comodoro Py. 


Los pisos de roble de Eslavonia se siguen lustrando diariamente como cuando yo vivía ahí. En el recibidor, apenas uno ingresa, hay un sillón verde de cuero con capitoné, una mesita con caracoles inmensos traídos de diversos lugares del mundo a los que fuimos de viaje, y otra mesa con una funda de tela bordó que está atiborrada de pastilleritos de plata, redondos, cuadrados o rectangulares, muchos de ellos con incrustaciones de piedras. Siempre me pregunté por qué mi mamá coleccionaba pastilleros si no había enfermos en la casa. En unas repisas empotradas en la pared, sobre la chimenea, hay juegos de té de cerámica china en miniatura que entran en la palma de una mano, una cajita de música en forma de laúd, unas muñecas viejas de trapo de una infancia que no fue la mía, y una bailarina y dos payasos de porcelana Limoge que siempre me aterraron. En las paredes hay reproducciones de paisajes y platos colgados, uno junto al otro, como si fueran la vajilla antigua de un palacete del siglo pasado. 

En el living está el escritorio de mi padre, inmenso, oscuro y pesado, con un sillón individual alto de cuero que siempre me hizo sentir minúscula. Sobre la pared, atrás del escritorio, un cuadrito de un barco oculta una caja fuerte que nunca pude abrir a pesar de la infinidad de intentos que hicimos con mi hermana. También hay una biblioteca inmensa con todo el código penal de piso a techo, con lomos de cuero negros y rojos, ordenados por años. En los cajones del escritorio hay anotadores, lapiceras de pluma y chequeras. Más allá hay dos sillones individuales tapizados en pana color rosa viejo, con patas delanteras curvadas y apoyabrazos que terminan en volutas, y un sofá blanco de una tela gruesa y áspera, que al menos hasta hace unos años mi mamá cubría con una sábana todas las tardes para que no se ensuciara si se levantaba polvo por las noches. Era como vivir en un museo. 

 Foto Josh Hild Unsplash

Cuando de pequeña me metía a escondidas en el living, tocaba cada cosita con cuidado y jugaba a ser una abogada importante que dictaba sentencias y mandaba a todos a prisión. Disfrutaba de redactar escritos y ponerles sellos en todas las hojas. Quería ser la secretaria de mi papá. Él siempre estuvo solo. Ensimismado en sus pensamientos, alejado de lo que sucedía en la casa, como perdido o encriptado. Después de haber sido fiscal, durante los primeros años en los que trabajó de forma independiente, mi mamá fue su secretaria. Cuando yo cumplí siete años, ella volvió a trabajar en los tribunales y mi papá nunca contrató a alguien que lo ayudara. Atendió siempre a los clientes desde mi casa. Yo escribía mis resoluciones inventadas y le pedía a mi papá que las validara. Todavía hoy firmo con líneas punzantes y un punto bien marcado al final; una clara variante de la firma de él. 

 

En ese living dormí algunas veces con mis amigas cuando ya era adolescente. Durante mi infancia, en cambio, no tengo recuerdos de ninguna de ellas en el departamento. Yo podía ir a sus casas, pero ellas no venían a la mía. Siempre lo atribuí a que en ese quinto piso había que andar con cuidado, como en puntas de pie. Con mi hermana podíamos jugar en el cuarto y en la salita de la televisión, pero el resto de la casa parecía minada, teníamos que atravesarla como soldados fijándonos donde pisar. Recién de más grande mis amigas empezaron a venir. Como mi cuarto era compartido y chico, mi mamá nos dejaba tirar colchones en el living. Desde ahí invocábamos espíritus en el juego de la copa, algo que sólo hacíamos en mi casa. Prendíamos las velas rojas torneadas de los candelabros de la mesa del comedor, apagábamos las luces y hablábamos con los muertos. Después dormíamos agarradas de las manos, imaginando que esos espíritus que habíamos invocado estaban ahí con nosotras, entre las tacitas de té en miniatura, mirándonos a través de los ojos de los payasos malditos, dando vueltas alrededor de las velas consumidas por el fuego.


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Compartía la habitación con mi hermana. Sigue estando igual. Es chiquita y tiene mala luz. Hay una ventana que está justo arriba de la cama de ella y da a la mesa de la cocina donde comíamos todos los días. Durante mi infancia, las paredes estaban decoradas con un empapelado de tulipanes diminutos en colores celestes y rosas. Una de esas flores, la que tenía justo a la altura de mis ojos cuando dormía mirando hacia la pared, la había pintado con un marcador azul. Lo sentía como una pequeña falla del sistema. Mi marquita me acompañaba en la oscuridad.

Foto Autoestima Cidada y Arno Senoner Unsplash

Había un placard pintado de blanco y violeta. En el interior de todas sus puertas mi hermana y yo habíamos pegado figuritas. Coleccionábamos álbumes de dibujitos de la época: Ositos cariñosos, Frutillitas, Rainbow Brite, Los Pitufos. Recortábamos las figuritas y armábamos collages ingeniosos: un pitufo arriba del caballo de Rainbow Brite, Frutillitas saliendo de la panza de un Osito cariñoso, y así. Teníamos que tener las puertas siempre cerradas para que no se vieran, para que el cuarto estuviera impecable, para esconder el caos. Así nos criaron. 

Proyectábamos al mundo la imagen de una familia perfecta y, puertas adentro, éramos lo que éramos. Los berrinches y las peleas solo se permitían en la casa. Una vez que cruzábamos el umbral al exterior éramos las niñas perfectas de los moños de colores y los vestidos con puntillas. Una vez, cuando ya era adolescente y habíamos cambiado ese placard por el de vidrios esmerilados, entró mi mamá, mientras yo estaba ordenando los zapatos, para hacer la escena de todos los días. Siempre había algo para reprocharme: tu cuarto es un desastre, te manchaste la ropa, ¿por qué no estás estudiando?, estás haciendo mucho ruido, ¿por qué tenés esa cara horrible hoy? Ese día me culpó vaya una a saber de qué (de la tapa levantada del inodoro, de una canilla abierta, de un cubierto mal lavado, de la hoja de una de sus plantas rotas, del uniforme del colegio sucio por estar revolcándome por ahí como si fuera un muchacho), y entonces llegó el zamarreo, mi cola de pelo largo como rienda para arrastrarme por el cuarto, sus uñas rojas y largas incrustadas en mis brazos, la estampida seca de una cachetada, el golpe de una ojota en la espalda. Pero esa vez, agarré uno de mis zapatos, lo alcé y la amenacé de muerte: si me volvés a tocar te cago a zapatazos, hija de puta. O algo así. Creo que ese acto marcó un final. Se dio cuenta de que yo también era capaz, de que tenía la fuerza para hacerlo, de que era su hija y me había enseñado bien: me parecía un poco a ella. Desde entonces, aminoró la violencia física pero inauguramos las agresiones verbales. La casa se llenó de insultos que nunca cesaron. 

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¿Te acordás de cómo nos pegaba mamá?, le pregunté a mi hermana en esa conversación telefónica de la última vez. Se riò de nuevo y me dijo que se acordaba de alguna que otra vez, que podía ser. Más me acuerdo de las patadas de papá, me dijo. Y fue perturbador escuchar eso porque él nunca me pegó. Pero me dejó pensando y me acordé de algo. 

Una vez, mi papá persiguió a mi hermana por las escaleras del edificio, los cinco pisos, a toda velocidad. No llegó a alcanzarla y ella se escapó de la casa, sin plata, sin teléfono, a lo de alguna amiga, supongo. No volvió por varios días. Ya éramos grandes, adolescentes. ¿Qué hubiera pasado si la agarraba? 

También me acordé de otra vez en la que mi mamá le pedía ayuda a él con una causa judicial, lo perseguía por la casa con una carpeta inmensa de color amarillo en las manos y le preguntaba qué hacer. Él no contestaba, se mudaba de habitación en habitación, y ella lo seguía gritándole ¡egoísta!. Durante la cena, ese mismo día, mi mamá volvió a sacar el tema. Yo tendría nueve o diez años. Y él, que para mí era un hombre de pocas palabras, sumiso y fantasmal, reaccionó como si por fin se hubiera encendido. Agarró la jarra con agua de la mesa y, con un movimiento rápido y preciso, le empapó la cara maquillada. Ella no tuvo tiempo de reaccionar. Podríamos habernos reído y hubiese estado bien, pero en cambio mi papá se levantó de la mesa, fue hasta su cuarto, agarró la carpeta con el expediente de mi mamá que estaba sobre la cómoda y fue desmenuzando la carpeta y tirando todas las hojas por el pasillo mientras gritaba –nunca le había escuchado esa voz– ¡NOOO! ¡NOOO! ¡NOOO! Fue una noche de primeras veces, porque también la escuché llorar a mi mamá. Ella iba atrás de mi papá gritándole de todo, mientras él tiraba las últimas hojas. Yo, atrás de ellos, lloraba y recogía una a una las hojas arrugadas del piso. Cuando terminó, mi papá se fue de la casa. 

Foto: Clarisse Meyer Unsplash

Cada vez que había algo que no podía soportar, mi padre se escapaba. Cuando mi mamá estaba fuera de sí, más agresiva de lo normal, nos dejaba solas con ella. Se instalaba en su velero y no volvía por unas noches. Todo el infierno para nosotras. O para mí. Esa noche mi hermana no se movió de la mesa. Tal vez terminó de cenar mientras las hojas patinaban por el pasillo.

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En la habitación del sillón rosa tomábamos la merienda después del colegio viendo series como “La Familia Ingalls”. En ese lugar había y sigue habiendo lo mismo: un piano, un televisor y el armario con la ropa de mi papá. Tengo un recuerdo que se repite. Mi hermana y yo estamos viendo la tele, mi papá, que acaba de terminar su trabajo, entra al cuarto, nos saluda y, mientras tomamos el Nesquik, pasa por atrás de la tele, abre su placard y se desviste. Se saca los zapatos, se saca la camisa, se saca el pantalón. Se cambia la ropa de trabajo por la de diario. Yo miro la tele distraída, imantada por la curiosidad, por lo que pasa atrás: el cuerpo de mi padre casi desnudo. Más de grande le digo que es un viejo asqueroso y que se vaya a cambiar a otro lugar, pero parece no importarle. 

 

En esa habitación hay infinidad de VHS, películas clásicas, filmaciones caseras de los viajes y de eventos importantes como nuestras fiestas de quince y nuestras comuniones. Tengo muy presente cada uno de esos festejos, en parte por esos videos que vimos tantas veces. La comunión la viví como una forma de purificación, de liberarme de culpas, de inmacularme. Mi mamá me había mandado a una modista para que me diseñara el vestido, tenía mangas abullonadas y puntillas por doquier, excesivas. En el video se ve una clara diferencia entre mi vestido y el de todas las demás chicas. La verdad es que a mí me gustaba ese vestido blanco lleno de organza, y me acuerdo de la sensación de caminar por el pasillo de la iglesia, con el rosario colgando de las manos en posición de rezo. Estaba emocionada, conectada con algo superior, creyéndome alguien que no era. 

Foto: Mana5280 y Nick Shandra Unsplash


Mi colegio primario era laico pero, en cuarto grado, algunos de mis compañeros y yo nos quedábamos después de hora para catequesis. Así que, una vez por semana, cuando terminaban esas clases, esperábamos en el colegio vacío a que nuestras madres nos pasaran a buscar. 

Recuerdo un día, una secuencia: Ricky corre con velocidad por uno de los pasillos y yo lo sigo detrás. Es el más rebelde del grado, tiene ojos verdes y tez oscura. Algunas pecas. Durante el día no nos hablamos porque no somos amigos, pero en catequesis somos nuestra mejor opción. Nadie gusta de él porque es demasiado malo. Es capaz de tirarle la carpeta a alguien al inodoro, de contestar mal a los maestros, de pegarle a los compañeros y, además, está siempre sucio. La mugre es parte de él. Pero ahí estoy yo corriendo detrás suyo porque me quiere mostrar algo. Entramos a un aula donde hay un ventilador prendido. Mirá lo que voy a hacer, me dice de forma provocadora. Va hasta la estantería de útiles y agarra varias de las tijeras que están en un tachito de lata. Tira la primera contra el techo y la tijera choca contra una de las aspas del ventilador y sale disparada para cualquier lado. Hace lo mismo con otra tijera. Yo estoy parada sin intervenir, apenas me rio. ¿Esto me querías mostrar?, lo desafío. Hace otro intento y me doy cuenta de que, en realidad, no apunta al ventilador: dispara otra tijera como una bala hacia el tubo de luz y estalla en mil pedazos. Hace un ruido infernal. Los pedacitos de vidrio caen sobre los bancos y sillas del aula como fuegos artificiales. Lo miro cubriéndome la boca con las manos. Él me mira y sus ojos brillan. Actuamos rápido, en equipo. Tiramos los vidrios de las sillas y los bancos al piso barriéndolos con las manos sin miedo a cortarnos y después los empujamos con los pies para esconderlos debajo de un armario. Nos reímos con las bocas abiertas como hienas mientras nos escapamos. Corro detrás de Ricky por uno de los pasillos del colegio, después de hora, después de hablar de Jesús, después de lo que hicimos, y nos volvemos a sumar al grupo en el hall como si nada hubiera pasado, esperando a que nuestras madres vengan a buscarnos. 

 

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Después de hablar con mi hermana el otro día seguimos un rato en el chat familiar y surgieron más temas del pasado. Se acordó de cuando aprendimos a andar en bicicleta, de las coreografías que hacíamos en la casa de mis abuelos, de cuando saltábamos en la cama elástica del club. ¿Y de algo en nuestra casa, te acordás?, le pregunté. Me dijo que no se le venía nada a la cabeza, que los recuerdos más nítidos que tenía eran de otros lados. 

Mi mamá se sumó a nuestra conversación y me contó algo de cuando yo era muy chiquita y todavía no caminaba. Cuando escucho su relato veo, una vez más, que nuestros registros son diferentes. Que tal vez exagero, o que nunca entendí su forma de amar, que la malinterpreté o que me olvidé una parte. Al parecer yo estaba empecinada en tocar un enchufe del pasillo y ella me insistía con que no debía hacerlo. Lo toqué igual, mirándola con ojos desafiantes. Ella se levantó y me dio un chirlo en una mano. Dice que la miré sin llorar, gateé hasta ella y le mordí un pie. Ella se rió, me alzó en el aire y me dio un beso. Durante todo el relato de mi mamá, mi papá se mantuvo callado. A los pocos días, le escribí a él por mensaje privado para preguntarle si se acordaba de alguna anécdota de mi infancia y me dijo que no, que lo disculpara pero no se acordaba de nada en particular. 

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Voy a volver a ir a la casa y hacer lo mismo de la última vez: inspeccionar cada habitación. Voy a recorrer el living, detenerme en los candelabros, en las plantas que se están muriendo. Los pisos de madera van a volver a crujir, tal vez abra un pastillero para encontrarlo vacío o un cajón con papeles que no me dirán nada. Voy a darle cuerda al laúd, voy a caminar por el pasillo que conecta todos los ambientes y saltar de un rombo negro a otro blanco. En mi cuarto me voy a acostar en la cama chiquita y voy a sentir la otra vacía. Voy a escuchar desde ahí el reloj blanco de la cocina, el mismo que en medio de las noches tenía que esconder en una alacena para poder dormir. En algún momento voy a entrar al baño principal, el que compartíamos los cuatro donde hay dos lavatorios blancos con grifos dorados: el de mi papá y el que siempre usamos mi mamá, mi hermana y yo. El agua va a correr con un color amarronado y, del inodoro, va a salir un olor desagradable por tantos meses en desuso. Me voy a mirar en el espejo de la puerta y me voy a acordar de cuando me encerraba ahí y lloraba mirándome en ese espejo. Pero no voy a recordar por qué sufría así.

Cuando confirme que todo sigue igual, porque todo va a seguir igual, voy a caminar en la oscuridad del pasillo, a pasar por el recibidor y a salir de esa casa. Voy a estirarme para alcanzar la cerradura de arriba de la puerta de madera. Voy a usar la llave del medio y me voy a agachar para darle dos vueltas a la más baja. Después me voy a limpiar los pies en la alfombrita roja del pallier, me voy a ir, y voy a olvidarme de la casa por un tiempo. Quizás por muy poco. 

Foto: Andrew Milligan (Flickr) y Sergio Rodriguez (Unsplash)