Ensayo

10 años sin Leo Mattioli


¡Ay amor!

Leo Mattioli devino en ícono pop. Muchas generaciones que nunca lo vieron en vivo lo veneran. Su foto con la rosa en la mano es un boom, se hicieron memes y stickers que no paran de circular. El irse rápido de este mundo como Gilda y el Potro, las adicciones, las levantadas medio maradonianas y su conexión con el público lo volvieron leyenda. Un relato heroico que entendió y alimentó antes de partir. Leo es una licuadora de argentinidades y a diez años de su muerte sigue más vigente que nunca como el último romántico de la movida tropical.

La rutina es siempre la misma para Leonardo Guillermo. Se levanta a las 6.30 de la mañana y se pone a hacerles el desayuno a sus hijos. Después se suben a la camioneta y llegan puntuales a la escuela. Cuando vuelve a la casa pasa toda la mañana tomando mates con Marina, el amor de toda su vida. Juntos tienen 6 hijos y viven en una propiedad que Leonardo Guillermo diseñó a mano sobre un papel. 

Están en el Barrio Luz y Fuerza de la ciudad de Santo Tomé, en la provincia de Santa Fé. Es una vida cualquiera, de un laburante más, salvo por un pequeño detalle: un rayito de sol que entra por la ventana y se empieza a reflejar en un anillo de oro que dice Leo. Al anillo lo lleva en su mano derecha. Se engarza a una pulsera mediante una cadena. Todo en oro, brilla de rubíes. El oro es el sol de los metales, la carne de los dioses. Una energía que lo convierte en el centro de tu universo. En el último romántico de la movida tropical.

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El 7 de agosto de 2011 Leo Mattioli no volvió a levantarse. Fue sorpresivo, había desafiado a la muerte más de una vez y siempre renacía, como un Ave Fénix. Pero esta vez sería diferente. En la habitación 311 del hotel Gala de Necochea, una insuficiencia cardíaca terminaría con su vida. 

Su hijo, Nicolás Mattioli, lo encuentra e intenta pedir ayuda, hasta que empieza a procesar lo que está pasando. 

En el último tiempo su viejo lo hacía cantar en vivo, no quería que tocara solo el acordeón. Lo estaba curtiendo, lo iba preparando. 

“No juegues con mi guitarra, yo la abracé más tiempo a ella de lo que abracé a tu madre”, le confesó a su primogénito en la canción Siéntate, escucha y serás.

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Nicolás hoy es un músico reconocido en el género tropical, pero aquella mañana entendió que su padre la veía venir y que lentamente le iba heredando el legado. El león sabía en el fondo que su corazón estaba a punto de apagarse, por estar tanto tiempo encendido.   

“Muchas veces maldije a dios por haberme arrancado desde muy niño a mi papito, siempre envidié a aquellos que tenían papá y que podían abrazar a ese gran señor”,  dice la tercera estrofa de Cuéntale del disco Ese soy yo.

Se repitió la historia de la canción, que era la propia. Nicolás sintió entonces lo mismo que Leo cuando era chico: la muerte temprana del padre, un dolor compartido.

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La última noche fue fatal. Al borde del infarto, metió tres recitales en tres ciudades distintas: Mar del Plata, Balcarce y Necochea. Leo tenía dolores en el pecho. Su hijo le pidió que cancelara los shows, que vaya al médico. Pero Mattioli ya era una farmacia andante. 

“Tomaba 20 pastillas por día: para andar, para dormir, para levantarme, para la presión, para hablar, para tranquilizarme… ”, confesaba en una entrevista en el año 2006. 

Se ve que ya no quería volver a terapia intensiva, pero estaba agotado de los medicamentos para sentirse mejor. Él quería curarse con el amor de la gente. Se quedaba sin voz en el vivo, se agitaba y el público cantaba por él. Las canciones pasaron así a ser del pueblo. Porque Leo se acostaba y se iba durmiendo -entre la vigilia y el sueño- con las miradas de su gente en el boliche, en el teatro, o algún club de barrio. 

“Le canté a mis hijos, a mi mujer, a mis amantes; canté y me descargué con todo”, decía.

Porque un ídolo popular ve a su familia en sus hijos, en su pareja, y también en la multitud que lo sigue. Con todos ellos se fue a dormir en Necochea cuando rugió por última vez.

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Mattioli empieza a morir en el verano del 2000. Volviendo del norte santafesino, junto al Grupo Trinidad, chocan de frente con un camión y dos de los músicos pierden la vida (Sergio Reyes y Darío Beben).

Trinidad fue uno de los máximos exponentes de la cumbia santafesina de todos los tiempos, creado por los hermanos Álvarez en 1983. Leo se incorpora a cantar luego de una década de su fundación, con tan sólo 20 años y una incipiente carrera.

Pero el último romántico de la movida tropical queda muy grave después de aquel accidente. Lo operaron abriéndolo al medio y le pronosticaron que no volvería a caminar. Las piernas no le respondían, tenía la columna comprometida y comenzaba a volverse adicto a la morfina. Todo indicaba que se iba a alejar de los escenarios y también, porqué no, de sus sueños.

Pero si los gatos tienen 7 vidas, los leones tienen muchas más.

Una mañana, su mujer le dice que en la alacena de la cocina hay cada vez menos cosas. Leo, en el living de Susana Giménez, cuenta que ahí mismo le nació una voluntad irracional. Unas ganas de ver a sus hijos contentos, de sacar la casa adelante. Todavía alquilaba, faltaba para el sueño de la casa propia. Así que contra todos los pronósticos médicos empieza a mover las piernas. Se levanta y camina nuevamente. Con ese impulso comienza los primeros pasos de su carrera solista. El disco va a llamarse: Un homenaje al cielo

A partir de ahí, su carrera se dispara hacia lo más alto, hasta el cielo que ilustra el disco.

Así llegamos a diciembre del 2001, a días del estallido. La música en Argentina es de protesta: contra los políticos, contra el hambre, que se vayan todos. Pero Leo, ponía paños fríos (o calientes) cantándole al amor, desde un sillón blanco en el Gran Rex. El teatro se viene abajo, como el clima fuera. Mientras que el león santafesino mete sus primeras fechas y acaricia al público como se acaricia el pecho. Sabe lo que es resistir.

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“Quisieron copiar ese estilo de canciones románticas cantadas con mucho sentimiento, pero no se pudo imitar nunca. Creador de un estilo único que supo llevar hasta donde pudo”, enfatiza Rúben “Cacho” Deicas, cantante de Los Palmeras.

Si bien hacía algunos covers, Mattioli fue autor de más de 160 canciones. La mayoría de sus letras eran testimoniales, algo inusual en la movida. Hablaba de amor, de tener el corazón herido, era ¿una masculinidad frágil? un poeta de la canción. Algo tanguero también, por el ejercicio de la melancolía y el desamor.

“Las letras tienen un contenido de historias que me han pasado. Feas, lindas, malas, el sentimiento del momento. Lo que le pasa a cualquiera. Pero muchos no se animan a decir te quiero, a decir te amo. No encuentran la manera. Entonces usan mis canciones para decir lo que les pasa”, dijo alguna vez.

La gente hablaba a través de su música, amaba a través de él y se erotizaba también. La dimensión del deseo y el placer estaban muy presentes en sus letras: un poco Sandro, un poco Cacho Castaña. Conectaba con su público, y por eso su gira se llamó: En directo, piel con piel.

Leo también fue un poco Johny Cash, si la pasaste mal estaba con vos. Porque el corazón se parte, se rompe y también se vuelve a reconstruir, aunque lloremos más de diez veces por amor. Tiene letras de aquello que no se habla o que se habla poco: infidelidades, traiciones, cobardía, posesión. Esos temas que muchos varones callan, pero que al cantar parecen fluir. Un poco de liberación de lo reprimido a través de la música popular.

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Se movía poco en el escenario. Lo suficiente. Sabía que con el mínimo movimiento podría desatar la euforia de su gente. Pero también, tenía un cuerpo frágil que se le iba rompiendo, literalmente.

Fue así, que durante uno de sus conciertos y mientras entonaba uno de sus hits “estoy tomando sin control, estoy fumando sin parar, nada me importa porque sé que esto pronto va a acabar” se le dislocó la cadera. Pero el show debía continuar y el dolor no lo detuvo. Es que, por un lado estaba: el león apasionado por cantar, el rey del amor y el erotismo, y por el otro: las terapias intensivas, los diagnósticos de neumonía e insuficiencia cardíaca y renal.

“El whisky y el cigarrillo me están tirando a matar” anunciaba, pero ¿cuánto puede realmente un cuerpo?

En una época llegó a completar 23 shows por fin de semana. Su récord fueron 10 en una sola noche. Siempre llenaba los lugares. Su público tenía -y tiene- una devoción por él que roza lo místico: las embarazadas le pedían que besara sus panzas, sus fans besaban sus anillos emulando al Padrino. Y en los últimos años, al convertirse en un ícono pop, no sólo los chats de Whatsapp se llenaron de stickers con su foto y la rosa, sino que además, las tortas de cumpleaños comenzaron a tener su cara y hasta el mismo Leo Messi cantó el himno Los secretos de mi almohada al ganar la Copa América.

Al final de su corta pero álgida vida, Mattioli se transformó en una leyenda más allá de la canción. Instaló su marca y se posicionó como un ídolo popular. Pero su salud empezó a empeorar cada vez más, y no la atendió, o no le quiso prestar atención. 

A veces los conciertos se caían porque la presión le estallaba. Pero él seguía viajando con Marina en una suite que se armó en su motorhome. El teléfono fijo de su casa sonaba para las contrataciones y aunque contaba con un equipo compuesto por 30 personas, ellos preferían desplegar sobre la mesa un mapa gigante y armar juntos las logísticas de las giras. A veces, para descontracturar un poco, se ponían a boludear con un loro rojo gigante que tenían en el jardín. Silbaba igual que Leo, y más de una vez la familia los confundió.

“Estaba en los horarios, en todos los detalles, era muy planificador y organizado. Es el que más anduvo por el país sacando a pasear la cumbia santafesina, imponiendo la romántica. Compartimos comidas en su casa con Marina. Él cocinaba para 30, 40 personas. Tenía un corazón muy grande”, recuerda “Cacho” Deicas.

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Marina Rosas tenía 14 años cuando se conocieron. Leo casi 18, y al verla pedaleando por el barrio pensó “ésta negra es mía”. Ella tuvo a Nicolás, el primero de los 6, a los 17. Vivieron con una garrafa en una habitación en la que ni entraban. Marina vio todo el crecimiento de Leo como una figura pública. Colgándole un collar de un palo en el cuello sentado en la mesa de Mirtha Legrand, o abrazado a Maradona. Estuvo siempre bancando la parada. Construyéndose a sí misma como una fiera. Conteniéndolo y trabajando a la par. El león y la leona.

En una manada de leones quien manda es la hembra: ¿pero a qué costo?, ¿Cuál es el límite de la incondicionalidad?, ¿El amor y la familia pueden llegar a ser herramientas discursivas de opresión? En los últimos capítulos de Breaking Bad, Walter White mira a Skyler, su esposa, y le confiesa que se la pasó diciendo que vendía metanfetamina pensando en su familia pero que nunca había sido así. El amor más grande que pudo haber conocido Leo fue su propia vanidad.

Prometió muchas veces dejar el cigarrillo delante de sus hijos. Desafió a su cuerpo todo el tiempo. Una y otra vez. Quizás su máxima adicción no haya sido el pucho, la morfina, ni el alcohol. Fue la gente cantando sus canciones en vivo. Una adicción imposible de frenar. Morir así, a los 38 años, es de rockstar y no de padre de familia. ¿O sí?