—Internet no puede ser una tierra sin ley.
Parado detrás de su atril, Lula Da Silva mira a un lado y al otro. No sonríe, pero tampoco está enojado. Su discurso en la Asamblea General de la ONU viene cargado de convicción: defiende la necesidad de regular las redes sociales. El gran sobreviviente de la oleada de gobiernos populares de América del Sur ha decidido enfrentar a las big tech. Aunque la afirmación del presidente de Brasil plantea, en verdad, un interrogante: ¿son las plataformas una tierra sin ley?
Cuando se habla de las redes sociales, suele pensarse en el tiempo. En la duración de un scrolleo, en la brevedad de los reels. Lula, ante los presidentes del mundo, presenta a las plataformas como un espacio. Más aún: como un espacio por fuera del derecho. No es el primero en pensar la regulación de las redes en términos geográficos. Benjamin Bratton, en The Stack, advierte que la programación y el diseño de las plataformas cumplen una función arquitectónica: crean un espacio que organiza las interacciones. Si esto es así, se impone una pregunta: quién ejerce el poder de soberanía sobre ese espacio y quién lo gobierna.
El capitalismo occidental, en las últimas dos décadas, se ha mimetizado con las caras de Elon Musk, Mark Zuckerberg y Jeff Bezos. Lula sugiere que las redes sociales no pueden ser una tierra sin ley del Estado. Se posiciona en contra de la autorregulación, de que sean los dueños quienes legislen el territorio digital que se superpone con el espacio soberano de las naciones. ¿Qué hace el presidente de Brasil, entonces? Envía un paquete de leyes al Congreso para regular a las plataformas. Confronta a las big tech y a Trump, cuyos intereses se han fusionado desde que asumió su segundo mandato.
Transformar es mejor que aprender
La intervención de Lula en el mayor órgano de la diplomacia mundial parece ajena a la coyuntura argentina. Pero no lo es. Sobre todo, en tiempos electorales. Los partidos políticos invierten millones en publicidad y diagraman sus campañas digitales. Se suele concebir a las redes sociales como un espacio disponible para la aplicación instrumental de estrategias destinadas a capturar el voto, en especial de los jóvenes. El éxito de las derechas radicalizadas se ha atribuido, en más de una ocasión, a su presunta sabiduría en el manejo de estas plataformas.
Trump, Bolsonaro y Milei navegan con comodidad estas aguas porque se les parecen: la viralización premia a los que gritan y a los que se niegan a enfrentar aquello que los contradice. Las redes sociales no solo pertenecen a empresarios de derecha, sino que también contribuyen a una vida de derecha. Más que aprender a utilizarlas, el desafío consiste en transformar sus reglas de juego para incidir en la conformación algorítmica de la experiencia social.
Esa es la convicción que Lula le ofrece al mundo. El ejemplo al que la región puede abrazar para trazar una imaginación de futuro en torno a la regulación de las plataformas. El líder del Partido de los Trabajadores entendió que la decisión unilateral de un empresario estadounidense influye en las maneras en que cualquier ciudadano se informa. Así ocurrió en enero, después de la asunción de Trump, cuando Zuckerberg relajó la moderación de contenidos vinculados con inmigración y género en Instagram y Facebook bajo el argumento de proteger la “libertad de expresión”.
La ley de las redes sociales va mucho más allá de la moderación de contenidos: se entromete con los modos en que cada uno ve el mundo y en que la sociedad se imagina a sí misma. ¿Por qué se puede considerar a las redes sociales como espacios de derecha, más allá de pertenecer a las derechas? ¿Qué relación hay entre el acto tan naturalizado de scrollear y el empobrecimiento de la vida en común? La discusión sobre las redes sociales, en el debate público, empieza por el problema del tiempo.
Un espacio para dominar el tiempo
Las plataformas despiertan preocupación por la cantidad de horas que las nuevas generaciones pasan en ellas. Se habla de una “epidemia” de padecimientos mentales y de una “generación ansiosa” que se habría vuelto “adicta” a las pantallas. Estos planteos dan cuenta de una situación real: la experiencia social se desplaza hacia las redes sociales.
La terminología —epidemia, ansiedad, adicción—, sin embargo, patologiza la relación con estas plataformas y la circunscribe a un asunto de administración individual. Desde esta perspectiva, habría que focalizarse en la crianza y en la prohibición del uso de smartphones y plataformas hasta los dieciséis años. Eliminada la causa de la “adicción”, la infancia volvería a ser el tiempo del “juego libre”, sin pantallas.
La discusión se centra en las infancias y las adolescencias, pero las redes sociales se entrometen con el tiempo de cualquier usuario. ¿Por qué scrolleamos? ¿Lo hacemos por la dopamina, por los mecanismos de recompensa que producen placer en el cerebro? Hay que cuidarse de las respuestas apresuradas, que traducen una transformación histórica surgida desde las entrañas del capitalismo estadounidense —Facebook se fundó en 2004; TikTok, en 2016— como un asunto de las neurociencias y la psiquis individual.
La ley de las redes sociales se propone dominar el tiempo subjetivo. Lo que vemos durante el scrolleo se nos parece demasiado. Y esto es un problema político.
El montaje algorítmico
Toda sucesión de imágenes implica una operación de montaje. El director de una película, por ejemplo, selecciona, ordena y edita las secuencias grabadas para ofrecérselas al espectador en un producto acabado. El scrolleo también depende de un montaje que lo antecede. Cuando un usuario entra a una red social, se encuentra con una serie de contenidos. Termina el primer reel y ya está listo el siguiente.
En las redes no hay director. El montaje lo realizan los algoritmos, que bucean en el océano de contenidos digitales y eligen aquellos con mayores chances de atraer la mirada. Realizan un trabajo incesante de perfilización publicitaria a partir de los datos que registran: identifican correlaciones, clasifican a los sujetos y les muestran contenidos acordes a sus patrones de interacción.
En Argentina, se consolidó una migración del consumo de noticias desde los medios tradicionales a las redes sociales, que ya desplazaron a la televisión. Los criterios periodísticos de construcción de lo noticiable conviven con algoritmos que regulan el acceso a la información, la cultura y el entretenimiento.
En el caso de los reels de gatitos y contenidos similares, el montaje algorítmico parece inocuo. En el de las técnicas publicitarias, tal vez asistamos al sueño húmedo de los dueños de la industria cultural del siglo XX. Pero si el 59 por ciento de los argentinos acceden a noticias en redes sociales, están en juego asuntos serios: el derecho a la comunicación, la convivencia democrática y la construcción de una vida en común que sea capaz de soportar el encuentro de lo contradictorio.
Aún debemos insistir con una pregunta: ¿por qué miramos, por qué nos quedamos?
¿Musk y Zuckerberg manipulan las conductas a través del scrolleo? Si así fuera, la respuesta política sería sencilla. A fin de cuentas, nadie se enorgullece de que lo manipulen. Pero el problema es otro: nos gusta lo que vemos. En el montaje algorítmico, las inclinaciones personales se incorporan a priori. Cuando el usuario se dispone a mirar, sus deseos ya han sido órdenes: los algoritmos derrumban la distancia entre las imágenes del mundo y la subjetividad de quien mira. Scrollear es mirarse a uno mismo.
Por supuesto que algo de este orden ocurría con los medios tradicionales. Cada uno elige el diario o la señal televisiva más acorde a sus intereses y opiniones. Pero las redes sociales disgregan la “opinión pública” en campos de visión más estrechos, que prometen adaptarse a los deseos de cada usuario a cada segundo.
Mi preciado mundo tautológico
Si un usuario, por ejemplo, consume contenidos del influencer británico Andrew Tate, ex luchador de kick boxing, famoso por sus comentarios misóginos y homofóbicos, los algoritmos le mostrarán publicaciones relacionadas con el consumo digital de sus fanáticos. Así se compone una constelación tautológica de contenidos que se remiten unos a otros, con un efecto confirmatorio. “Yo soy yo. Y yo soy esto que veo”.
El montaje algorítmico, sin embargo, no reconoce distinciones partidarias: es el propio escenario de la interlocución social y política el que se moviliza hacia la tautología. La información y la cultura se muestran siempre ya particularizadas. El reel se traga veloz y se digiere aún más rápido: ¿por qué alguien se preguntaría si lo que está viendo en su preciado mundo tautológico es falso?
Esta transformación en la experiencia y en la percepción alcanza a los criterios sociales que distinguen lo verdadero de lo falso. El montaje algorítmico favorece la pérdida de legitimidad de los procedimientos institucionales que establecen la validez y la jerarquía de una opinión por sobre otra, como los de la ciencia y el periodismo profesional. La verdad se aleja de una pregunta por lo justo y se define por criterios personales, que no requieren de argumentos ni explicaciones: viva la libertad, carajo.
La experiencia del scrolleo se lleva mejor con los trolls, que se encuentran inmersos en circuitos de contenidos en los que siempre tienen la razón. A Milei, los algoritmos le confirman que el kuka es chorro, corrupto, casta, sodomita o lo que su mente se disponga a imaginar sobre el objeto de su resentimiento.
Las redes sociales les permitieron a las derechas correr los límites de lo decible y lo tolerable. Han hecho de la “libertad de expresión” un instrumento para el daño. Así lo atestiguan las agresiones recientes contra figuras como la periodista Julia Mengolini, el diputado y activista LGBT, Esteban Paulón, y el niño que defiende los derechos del espectro autista, Ian Moche.
La libertad (de expresión) es fiebre
—Le propongo un ejercicio. Se determinó que el deepfake de Macri llamando a votar por Adorni tuvo un alcance de catorce millones de reproducciones. Si eso se lo hacen a usted, ¿qué diría? —pregunta Luis Majul a un Milei victorioso, aunque por margen estrecho: su candidato ganó las elecciones legislativas porteñas por dos puntos y medio.
—La libertad de expresión está por encima de todo eso. Es una locura perseguir a los que están en las redes sociales —dice el presidente en un pasaje de su respuesta.
El Supremo Tribunal de Justicia de Brasil opina distinto. Dictaminó que las plataformas son responsables por las publicaciones que implican, por ejemplo, un daño al honor, acciones antidemocráticas y terrorismo. Esta postura contradice a las big tech, que se presentan como meras intermediarias sin relación con los contenidos.
La discusión es relevante para Argentina. Milei es el usuario “no troll” que más insultos publica en X. En el caso $LIBRA, la defensa oficial argumentó que se expresaba como ciudadano y no como presidente en esa plataforma. ¿La banda presidencial se deja en la puerta de las redes sociales?
Los dueños de las big tech y las derechas radicalizadas, con Trump a la cabeza, atacan a los periodistas y a las figuras opositoras. Pero cuando se trata de la circulación de informaciones y opiniones en redes sociales se amparan bajo los parámetros de la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos. Esta normativa es citada para defender una concepción casi absoluta del derecho a la libertad de expresión y enfrentarse a los intentos regulatorios de los poderes públicos. La ley de las redes sociales se enmarca en un imperialismo digital: la legislación y la jurisprudencia estadounidenses prevalecen donde las plataformas operan.
—Intentan imponer a Brasil la idea de que no podemos regular a las big tech. Es nuestra obligación regular lo que queramos de acuerdo con los intereses y la cultura del pueblo brasileño. Si no quieren la regulación, que se vayan de Brasil —dijo Lula en una entrevista con SBT Brasil.
La convicción del presidente de Brasil se sustenta en hechos. El 17 de septiembre promulgó el Estatuto Digital del Niño y Adolescente, también conocido como “Ley de adultización”. La norma promueve funciones de supervisión parental, determina mecanismos más expeditivos para eliminar contenidos, limita el scrolleo automático y prohíbe el uso de técnicas de perfilado con fines publicitarios dirigidas a niños, niñas y adolescentes.
La ley se posiciona como un modelo regulatorio para la región, que empieza por el eslabón más débil: las infancias y las adolescencias. El texto no se refiere a patologías ni ansiedades. Señala la preeminencia del interés superior de niños, niñas y adolescentes y sus derechos por sobre las big tech.
Ahora, el Congreso de Brasil tratará un proyecto de ley para regular los mercados digitales, con el fin de identificar plataformas de relevancia sistémica y someterlas a regulaciones antimonopólicas.
La pelea contra las big tech parece un asunto de supervivencia. Del Partido de los Trabajadores, pero también de la democracia brasileña, que enfrenta una guerra comercial declarada unilateralmente por Trump.
El presidente republicano firmó el 30 de julio una orden ejecutiva que impuso un arancel del 50 por cierto a la importación de productos brasileños. El texto menciona cuatro veces a Alexandre de Moraes, el juez del Supremo Tribunal de Justicia que bloqueó X cuando Musk desobedeció la orden judicial de suspender cuentas vinculadas al intento de golpe de Estado.
Además de la “persecución” a Bolsonaro, Trump denuncia que el gobierno de Brasil ha violado la Primera Enmienda por el intento de modificar los algoritmos y las políticas de moderación de contenido de las plataformas estadounidenses. Así llegó Lula a la ONU. Asediado por la intimidad que existe entre las big tech y las derechas.
La geopolítica de las plataformas
Las disputas geopolíticas y partidarias de los próximos años incluirán la regulación de las plataformas. Estados Unidos, por ejemplo, ha sido el país más activo en enfrentar a TikTok, en imponerle su soberanía. Hace algunos días, se anunció un acuerdo con China para que ByteDance, propietaria de la red social, ceda las operaciones en suelo estadounidense a empresarios locales.
Trump pelea con China, pero no se olvida de sus amigos sureños. Encabeza la defensa internacional de Bolsonaro y promete miles de millones de dólares a Milei. Aunque puede que el experimento libertario tenga los días contados, el caso de Brasil demuestra que la discusión regulatoria excede a los vaivenes electorales, porque las big tech se entrometen con la potencia emancipatoria de las democracias. A través de sus algoritmos, imprimen a las relaciones sociales formas afines a una vida de derecha: mientras infancias y adolescencias crecen en un territorio publicitario, el sedimento histórico de la memoria cultural y de las luchas políticas se disuelven en las aguas de la personalización.
América Latina es un continente privilegiado en las disputas por el derecho a la comunicación. La memoria está fresca. Entre 2004 y 2014, hubo una oleada de leyes que se propusieron regular el mercado de los medios tradicionales. En Argentina se aprobó por amplias mayorías la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, que apuntó sus cañones contra el Grupo Clarín.
Las big tech presentan un grado de concentración y monopolización aún mayores. Sus dueños son los hombres más ricos del planeta y defienden los intereses de las potencias a las que pertenecen. Argentina cuenta con MercadoLibre, su propio gigante regional. Medido por nivel de ingresos, su dueño es el troll libertario número uno.
Desde la coyuntura nacional, la alianza internacional entre las derechas y las plataformas parece inquebrantable. Pero hay que mirar a Brasil. El presidente que perdió tres elecciones en el siglo XX y ganó otras tantas en este milenio insiste:
—Queremos regular y vamos a regular, le duela a quien le duela.