Crónica

El pueblo de los Legrand


The Villa Cañás affaire

Mirtha Legrand se fue de Villa Cañás, provincia de Santa Fe, cuando tenía siete años. Convertida en una estrella del cine y la TV, volvió pocas veces. No fueron regresos felices: Alfonsín la ignoró en un acto, quiso comprar la casa de su infancia y no pudo, sus donaciones provocan más desconcierto que felicidad. Un cronista y vecino de Cañás se propuso seguir el rastro de la diva en el pueblo: cada lugar en donde vivió, los relatos de los vecinos, los muebles y libros que supieron tener los Legrand y hasta el árbol preferido de Silvia, la melliza. En su afán por saber si Mirtha tiene un verdadero sentido de pertenencia hacia Cañás, el cronista logra lo que parece imposible: dos diálogos telefónicos con la estrella de los almuerzos.

PRIMER CONTACTO CON MIRTHA

Viernes 6 de mayo de 2016, 10:47 AM. Después de algunos de segundos eternos me atienden. Uso un tono bajo, casi sacerdotal

—Sí. Buenas tardes. Con la señora Legrand por favor.

Me preguntan quién le habla. Sé que mi nombre y apellido no van a despertarle ningún interés. Tengo que usar el comodín.

—Soy de Villa Cañás.

Me dejan en espera con una musiquita de callcenter. Al instante, su voz.

—Sí. ¿Quién habla?

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Me quedo callado dos segundos: llamé pensando que no me iba a atender. Mientras me presento y le agradezco mucho por su tiempo me corta impaciente:

—¿Que necesita Piacentini?

Le cuento que estoy escribiendo una crónica sobre las veces que ella y su familia han vuelto de visita al pueblo.

—Me gustaría entrevistarla si es posible.

Un poco incómoda dice que ahora no puede hablar. Me advierte que no volvió tantas veces desde que se fue. Que está con muchísimo trabajo.

—Más adelante puede ser. Te atendí porque pensé que era para otra cosa.

—Ah... Bueno. ¿Y qué pensó?

—No sé querido... No sé. Pensé que era para otra cosa. Más adelante por ahí sí.

—Está bien. No se haga problema. Yo puedo esperar. Cuando tenga aunque sea un minutito yo me acerco a donde usted quiera.

De nuevo me promete que para más adelante. Pero esta vez su tono es distinto.  Después de las 28 veces que le agradecí por atenderme debe haber sentido pena. Para conformarme me dice que su hermano José y su hermana Silvia han viajado más para el pueblo.

—Deberías hablar con ellos.

Le cuento que hablé con los dos. Se queda en silencio. Siento que la estoy incomodando y no es lo que quiero. Así que le agradezco por vigésima novena vez y quedamos para más adelante.
 

EL ÁRBOL DE LA HERMANA

Era verdad que un día antes había hablado con María Aurelia, apodada artísticamente como Silvia Legrand. Sabía que ella no daba entrevistas y recibía a nadie en su casa. Pero conseguí el teléfono y la llamé ilusionado. Usé otra vez mi comodín y tuve suerte. Cuando le hablé sobre la entrevista me dijo que no. Le insistí.

—Bueno. Preguntame ahora. Una sola cosa. Un minuto nada más. ¿Qué querés saber?

—Me gustaría saber sobre todas las veces que ha vuelto pero cuénteme sobre la que más tenga presente.

Me preguntó si tenía un lápiz para tomar nota y me contó sobre su última vuelta. Fue en el 2005, para el homenaje a su madre en la escuela Nº178, donde inauguraron un aula con su nombre. Me dijo que fue al Hotel Colón a tomar un café.

—Yo amo mucho a mi pueblo. Es un lugar muy progresista. Siempre pienso en él.

Se quedó en silencio y después, con voz suave y pausada, describió un árbol que está llegando al pueblo. Un árbol que está ahí desde que ella nació. 

—De chica cuando íbamos por la ruta volviendo al pueblo lo veía y sabía que ya estaba llegando a casa. Y cuando volví después de tantos años seguía ahí. Me encantó verlo. Eso es todo lo que te puedo decir.

La imaginé sonriente, arriba del auto, mirando a su amigo el árbol.

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Después me habló de que está en contacto con gente de Villa Cañás, pero que tampoco viven en el pueblo. Antes de que cortara le agradecí y le hice saber que mi casa estaba casi pegada a la de ella.

—¿Visitó la que era su casa?

—No. Solo por afuera. La vi muy desmejorada. Me dijeron que mejor ni entre. Los toldos que eran de mi papá, todos abandonados. Muy desmejorada.

UNA VISITA CON DONACIÓN

Con todos los datos y testimonios que pude juntar, puedo afirmar que la visita de 2005, a la que hizo referencia Silvia, fue la única vez que los tres hermanos volvieron juntos a Villa Cañás.

En repetidas ocasiones, sobre todo en los ’90, desde la cooperadora de la escuela le escribieron cartas a Mirtha, pidiéndole colaboraciones. En una oportunidad, los chicos de un curso, luego de un robo en la escuela, le mandaron una carta a Mirtha. La diva les envió un televisor que llegó en una caja con el nombre de “Daniel Scioli”. Pasado el tiempo, alguien propuso llamar “Rosa Suárez de Martínez” a una de las aulas. No todos coinciden con esta versión, pero al menos tres docentes de la escuela 178 la ratifican: el cálculo era que si homenajeaban a su madre, que dio clases en la escuela, Mirtha no rechazaría una invitación a cortar la cinta. Y además, no vendría con las manos vacías.

El 4 de octubre de 2005 los tres hermanos Suárez se aparecieron en el pueblo casi de sorpresa.  Llegaron a las nueve de la mañana y fueron directo a la dirección de la escuela. En un acto fugaz, cortaron la cinta. Mirtha dio un pequeño discurso. “Desde que llegué no he hecho más que llorar. Me parece mentira, me parece un sueño, me felicito por haber venido”, dijo. También comentó la idea de dejar la ciudad y radicarse en Villa Cañás. En la puerta, un periodista de la radio local le preguntó a la Chiqui si iba a realizar alguna donación. Ella se rió y dijo que por supuesto que sí pero que se había olvidado la chequera. En un par de horas, los hermanos estaban viajando de nuevo a Buenos Aires.

Una semana después, Mirtha llamó a la escuela. Pidió hablar con alguien de dirección. Comentó que estaba por salir al aire y que necesitaba el permiso para decir en el programa que la habían llamado desde la escuela de Villa Cañás para agradecer la donación. La maestra se rió. Mirtha le preguntó si aún no había llegado la computadora que había mandado. La maestra le dijo que no había nada. Mirtha le aseguró que estaba en camino. Se saludaron. Mirtha, al aire en su programa dijo: “Me llamaron del pueblo para agradecerme la computadora que envié de regalo”.

A los pocos días, llego la computadora.

CASA J. MARTINEZ

La antigua fachada, que mantiene sus molduras intactas después de casi un siglo, le da a la casa un aire colonial. Ahí funciona la bicicleteria Gonzáles. Mientras me acerco lo veo a Carlos. Baja una bici desarmada que tiene en el baúl del auto. Es el hijo de Ramón, quien le enseñó el oficio. Veinte años atrás, este negocio era el boom. Repleto de bicicletas en todos los tamaños, triciclos y autos a pedales. Me acuerdo de una mañana: el Día del Niño en el que me desperté con mi hermana buscando el regalo por todo el cuarto y las bicis estaban al lado nuestras camas. Eran las de Gonzáles. Una familia dedicada al comercio. Cazadores de clientes.

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El local ahora está casi vacío. Ramón adentro, mirando a la nada. La soledad le llegó hace unos años, cuando murió su mujer. Carlos me saluda y me cuenta.

—¿Qué hacés? Mirá. Esta bici la fui a buscar a Venado Tuerto. Se le antojó a una clienta rara. La que armo yo cuesta 3500 y está 5 mil. Pero bue... Qué se yo... culo ven, culo quieren. Así dice el refrán. 

Es así, decimos a coro mientras entramos a la bicicletería. Ramón hace foco achinando los ojos y me reconoce. Lo saludo y me siento al lado para recibir un mate.

Ramón nació en Mendoza. Es el hermano mayor de la familia. De pibe trabajó para el ferrocarril. Después abrió el local donde me cuenta que vendió de todo. Lleva más de cuarenta años con el tema de las bicis.

Nos quedamos en silencio. Me distraigo con los dibujos del piso calcáreo y alzo la vista hacia la puerta. En el umbral de mármol hay puntitos negros que forman letras con la inscripción: CASA J. MARTINEZ.

José Martínez fue propietario de la casa de Ramón. Entre 1920 y principios del ‘30 atendía ahí su almacén de ramos generales. Casado con la señora Rosa Suárez, una maestra del pueblo, tuvieron tres hijos. Aurelia, José y Rosa. Los tres se dedicaron al arte. Pero sólo una trascendió de verdad. Bajo el nombre artístico de Mirtha Legrand, Rosa Martínez actuó en cine y teatro desde adolescente. Hoy tiene un récord mundial: es la conductora que más tiempo estuvo al aire, con su programa televisivo “Almorzando con Mirtha Legrand”.

—Cuando vienen a Cañás, vienen a la casa. Nunca se le ha negado la entrada.

Dice Carlos. Sigue trabajando en la bicicleta de cinco mil pesos. Yo razono en voz alta: entonces todas las veces que volvieron fueron ahí.

—No. Todas las veces que estuvo en el pueblo no vino acá. Pero las veces que tocó timbre siempre se le abrió la puerta para que pase. Una sola vez no le abrimos. En el ’87, cuando vino el presidente Alfonsín para el nombramiento de “ciudad” al pueblo. Ella también estaba para la fiesta. Había una comida en el club Studebaker pero no fue a comer al final. Nosotros comimos y  nos vinimos a casa. Ella vino como a las dos horas y nosotros ya estábamos acostados. Escuchamos el timbre pero no sabíamos quién era y no nos levantamos.

Carlos termina de hablar y nos quedamos los tres en silencio. Trato de imaginarme qué les pudo haber molestado tanto en el almuerzo del club para no atender a Mirtha dos horas después.

VIAJE RELÁMPAGO

Viernes 13 de Mayo de 2016. A las 10 de la mañana le aviso a mi mujer que al mediodía me voy para Villa Cañás a entrevistar más gente. Me dice que estoy loco. Tiene razón: el próximo fin de semana tengo que viajar para allá a hacer unos trámites, no tiene sentido que viaje ahora. Me gana la ansiedad, no puedo esperar. La fiesta en el club Studebaker no me deja dormir. Además, cruzando líneas de tiempo, me di cuenta de que Mirtha y Alfonsín en ese momento estaban peleados. Por lo menos es lo que dijo la Chiqui públicamente. Ella aseguró que durante el gobierno radical no la dejaron hacer su programa.

Salgo para el pueblo. Antes de llegar me tomo el trabajo de fotografiar todos los árboles que están sobre la ruta. Tengo un plan: mandarle las fotos a Silvia para que me diga cuál es el árbol que tanto recuerda y, de paso, darle esa imagen como regalo. También espero una retribución: una charla con ella.

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Si el árbol está desde que es chica, calculo que debe tener unos 90 años. No tengo idea de botánica pero seguí mis instintos y fotografié nueve árboles que imagino pueden tener esa edad.

A la tardecita voy en búsqueda de Rubén Miret. Fue el presidente comunal de Villa Cañás en el ’87, cuando el pueblo fue nombrado “ciudad”. Lo había llamado para encontrarnos el sábado por la mañana pero lo vi en su inmobiliaria charlando con Jorge. Creo que es su socio. Entro. Rubén dice que me esperaba mañana, pero igual me atiende. Me muestra un ejemplar de Clarín. Hay una nota vieja del Mercedes Benz que Mirtha compró hace unos meses. Costó 200 mil dólares. Coincidimos en que volvió poco a Cañás.

Hago la cuenta en voz alta y me da cinco. En la década del ’70, cuando dio una obra de teatro a beneficio de la biblioteca; en 1984, para el aniversario del diario de Don Sales, su amigo; En 1987, cuando fue el nombramiento de ciudad; en 1991, para el desfile; y en 2005, para la inauguración del aula con el nombre de la madre.

Sobre la vez del desfile, comento que se juntó mucha plata y que hay comentarios cruzados acerca de si Mirtha cobró o no. Los dos niegan que Mirtha haya hecho presencia gratis.

—Se llevó seis mil dólares.

Digo que sus dos amigos en el pueblo lo niegan. Ellos dicen saberlo por la persona que le pagó en mano a Mirtha. Me cuentan una buena. Cerca del ’95, Rubén le escribió una carta porque un chico del pueblo precisaba unas prótesis carísimas. Mirtha contactó a la Ortopedia Alemana. El trato fue que la Ortopedia donaba las prótesis pero debían ser colocadas al chico en "Almorzando con Mirtha Legrand".

—Pero ahí no termina el cuento. Antes de ir a Buenos Aires nos habían mandado a decir que además nos iban a dar una donación importante para el hogar Santa Rosa. ¿Vos sabes lo que nos dieron?

Me quedo esperando. Trato de imaginar donaciones ridículas. No se me ocurre nada. Jorge, como tratando de avivarme la imaginación dice en voz baja:

—Nah, es de no creer.

Rubén continúa:

—Nos dieron una caja con 8 paquetes de acelga, 20 kilos de pan y no sé si habría 6 o 7 kilos de milanesas. Que imaginate el pan al tercer día lo tuvieron que hacer tostadas.

Trato de procesar lo que acabo de escuchar. Me río incómodo. Rubén sigue contando que cuando terminó el bloque de la ortopedia ellos salieron del aire y les dijeron que la gente de la producción les iba a dar la caja.

—Yo cuando lo vi no lo podía creer. No es que yo esperaba gran cosa, pero por lo menos alimentos no perecederos.

Rubén dice que él no critica que ella no ayudara al pueblo con su plata. Porque es suya. Se la ganó.

—Pero en la situación que vive, con los contactos que tiene.

Los dos empiezan a pensar en famosos de pueblos como Tinelli o Ginobili.  Les cambio de tema.

—Y lo del acto del nombramiento de pueblo a ciudad. ¿Estaba peleada con Alfonsín?

Jorge se ríe:

—Uuuh, ese día fue hermoso. Ella, la vena así tenía.

Rubén cuenta que cinco días antes del acto, Raúl Alfonsín lo llamó por teléfono. Le dijo: “Mire Rubén. Tengo entendido que Mirtha Legrand va a estar en el acto. Yo no la quiero en el palco. Denle un lugar privilegiado a donde quieran pero no en el palco. Porque una mujer que estuvo con el Proceso y tanto que estamos luchando por la democracia…no se va parar al lado mío”.

Después me entero que ese día a Mirtha nadie le dio credencial para estar en el palco. Le cedieron un lugar abajo. En la segunda fila, detrás de los periodistas. Les pregunto si saben quién le dio la noticia de que no podía subir. No lo saben. Suponen que el jefe de ceremonial que vino con el presidente. Me imagino el enojo de Mirtha. Sé que si lo hubiera sabido antes no hubiera asomado la nariz por el acto. Como lloviznaba y los paraguas chorreaban sobre su vestido, no se quedó mucho tiempo. Se fue para lo de Sales, donde se hospedaba siempre.

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MIRTHA PASEA EN AUTO

Me acerco al mostrador de la imprenta y pregunto por Roberto Sales. Aparece y saluda sonriente. Me da la mano como un joven, no de la forma clásica. Don Sales tiene 94 años. Es hijo de uno de los nueve presos por el "grito de Alcorta".

—Yo tengo toda esa historia escrita.

El Grito de Alcorta fue la revuelta de los chacareros que en 1912, cansados de contratos injustos por arrendamiento de tierras, formaron el gremio de la Federación Agraria Argentina para hacerle frente a los poderes económicos que representaba la Sociedad Rural.

Le cuento que estoy escribiendo sobre las Legrand. Se ríe. Espera que le siga contando más. Entra su mujer y saluda. Don Sales me dice:

—Es que está todo escrito sobre ese tema. Yo no te puedo decir mucho.

Para él, su relación con la familia Martínez es relativa. Dice que son circunstancias y nada más. Le enumero, como a todos los entrevistados, las veces que, según mis datos, Mirtha volvió a Villa Cañás. Él me escucha y asiente con la cabeza. Abren la puerta y dejamos de hablar. Bilicich el sodero, asoma la cabeza sin entrar. La mujer le dice que no trajo los sifones vacíos. Que no necesitan hoy. 

—Bueno, mejor. Menos trabajo.

Dice Bilicich. Todos nos reímos. Saluda y se va. Don Sales me mira como mostrándome las cosas que tiene el pueblo. Me doy cuenta de que no me presenté. Él cree que soy un porteño buscando información. Justo entra el hijo. También se llama Roberto. Un hombre de unos 50 años. Me reconoce y me saluda. Él les dice a sus padres que yo vivía en la otra cuadra. Don Sales ahora me mira distinto. Pero eso no quiere decir que vaya a contar demasiado. Le pregunto si Mirtha fue al almuerzo en Studebaker. Y si estaba peleada con Alfonsín. Prefiere llamarlo distanciamiento, no pelea. Y del club me cuenta:

—Salimos en el auto para ir a comer pero imaginate que las mujeres en la carpa se quedaban sin zapatos del barro que había. Así que la pasee un rato en el auto. No llegamos a ir con el tormentón. Pedimos unos pollos y comimos acá en casa.

CON LAS PATAS EN EL BARRO

Rubén me muestra un álbum de fotos con todo el evento del día del nombramiento. La primera es el avión del presidente aterrizando en Venado Tuerto.

—Lloviznaba y estaba engripado.
 

Dice. Miro la cara de Alfonsín y en todas está igual. Se nota perfectamente que no quería estar en ninguna parte más que en una cama. En una aparece León Gieco.  Me entero que iba a tocar ese día, pero por la tormenta no se dio. A mitad de álbum llegan las fotos de la fiesta. La primera imagen es la de una gran carpa y al lado diez parrillas en el piso repletas de pollos. Todo inundado. Los asadores empapados. Rubén me muestra otra foto. En una de las mesas, una chica divertida entre la familia muestra las zapatillas embarradas. Empiezo a entender que ese día fue una gran reunión familiar. Todo el pueblo estaba ahí  y esperaban que Mirtha fuera. Cuando se enteraron de que no iba a ir, muchos comentaron: “No se quiere embarrar las patas”.

El almuerzo fue corto. Los pollos estaban pasados por agua. No había un solo pedazo de piso dentro de esa carpa que estuviera seco.

Le pregunté a mi madre por ese día y me cuenta que fuimos todos. Mi hermana tenía tres años y yo dos. Todos estaban ahí. La gente comió y se fue porque no se podía hacer otra cosa. Alfonsín no se quedó por la gripe: se volvió ese mismo día en avión a Buenos Aires.

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MARTÍNEZ SUÁREZ LEE A MARX

En el viaje relámpago me entero por medio de mi hermana que hay una señora que tiene unos muebles de la familia Martínez Suárez. El sábado a la mañana antes de volverme para Buenos Aires paso por la casa para ver si puedo fotografiarlos y agregarlos a la carta que le mandaré a Silvia. Toco la puerta y enseguida atiende una señora de unos 70 años. Nos saludamos. Se llama Teresa. Estaba al tanto de que yo iba a pasar en algún momento. Me muestra el escritorio que era del padre de Mirtha. Un perchero de madera con dos cabezas talladas y un mueble de puertas vidriadas lleno de libros. Me cuenta que su suegro compró la casa de los Martínez Suarez con todos los muebles adentro.

—Lo único que quedó son estas tres cosas. ¡Ah! Y unos libros.

Saca del mueble vidriado cinco tomos de lomos ajados: tres de “El Capital” y dos de “Historía crítica de la teoría de la plusvalía”, de Carlos Marx. También una colección de cuatro libros verdes sobre la electricidad en los años ‘30.

El suegro de Teresa le compró la casa a Doña Rosa Suarez cuando murió José Martínez. Fue vendiendo todo los muebles que había dentro. Hoy, setenta años  después, Teresa conserva lo que ella llama “reliquias”.

Una vez, hace décadas, Silvia pasó por ahí y acarició los muebles. Cuenta que Joselo, el hermano de las mellizas, demostró interés en los libros. Me imagino que debe de haberle pedido mucho dinero o ninguno de los dos hizo una oferta y todo quedó ahí. La curiosidad me puede.

—¿Y usted vendería los libros?

—¿Los de Carlos Marx?

Le digo que todos. No sabe cuánto pedirme. Me pregunta qué opino sobre el costo. Le cuento que esos libros no tienen mucho valor material. Solo tienen valor afectivo para la familia Suárez.

—Yo no los quiero comprar como un coleccionista. Me gustaría regalárselos a ellos. Para que vuelva a quien les pertenece. Piense que cuando Doña Rosa vendió la casa ellos no tuvieron posibilidad de elegir nada. Se desprendieron de todo.

Empieza a recordar en voz alta su juventud. Que al fallecer su padre, muy joven, la madre vendió unos muebles que le encantaban. Tratando de bajar el precio que no existe le digo:

—Bueno, imagínese si hoy pudiera tener ese mueble con usted.

Se queda pensando pero no dice nada. Después nos saludamos. Dice que va a consultar cuánto pueden valer.

LA DUEÑA

En 1991 se hizo un desfile a beneficio en el colegio técnico del pueblo. Parte de los fondos recaudados estaban destinados a la terminación del hogar para los abuelos.

Roberto Sales, hijo de Don Sales, es parte del Club Argentino de Servicio. Fue quien hizo la gestión para que Mirtha participara. Según me cuenta, fue ella la que organizó todo. La idea era hacer un desfile y Mirtha les dijo: “Hay que hacer una cena con desfile y cobrar una entrada cara. Porque yo lo lleno al lugar”.

Y así fue. Por lo que cuenta Roberto, Mirtha se puso el evento al hombro y lo promocionó en su programa.

—A la semana reventaba el teléfono. Me llamaban de cualquier parte. De otros países han llamado. No quedó una entrada. Se vendieron 775 tarjetas.

Mirtha llevó algunas prendas personales y se sortearon en el evento. Se juntaron 36.000 dólares, según dice Roberto. Mirtha dio una conferencia de prensa en el living de la casa de Roberto.

—Ella organizó la conferencia, condujo el desfile, lo lleno de gente...  

Don Sales, sentado a metros de su hijo, lo interrumpe:

—Era la dueña... ¿Viste la novela que hizo? Es así. Es la dueña.

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La mujer de Don Sales recuerda:

—Lo único que pidió acá en casa es un placar para su ropa. Trajo vestidos como para un mes. Todo le quedaba increíble.

Roberto me dice que desde esa vez no pudo hablar más con ella, pero que le encantaría volver a comunicarse. Les pregunto por qué creen que Mirtha nunca llevó a su hija y nietos al pueblo. Don Sales me dice que no tiene una opinión personal al respecto. Roberto imagina que se debe a la posición económica.

—Pensá que se criaron en otra circunstancia, viajando a Europa...

—¿Pero no les parece raro que no sientan la necesidad de conocer el lugar de pertenencia de su mamá o abuela?

Me dicen que nunca lo pensaron.

LA CASA HISTÓRICA DE TUCUMAN

Asenjo Bonifacio es historiador del pueblo.

—Piacentini. ¡Pasá! Arrimame la puerta que hace mucho frío.

Sin perder el tiempo me ofrece recortes de diarios y correspondencia con José Martínez Suárez. Le cuento que estoy muy interesado en las vueltas de Mirtha al pueblo. Pero como si nada hubiera dicho, él continua hablando de Joselo, el hermano de las mellizas.

—Casualmente vino hoy Regina de la municipalidad porque le quieren poner a la sala del Cine Dante el nombre de él. Pero no va a poder venir.

Le digo:

—Sí, anda medio enfermo. El médico le recomendó que no salga a tomar frío.

Me habla de la edad. De tener 90 años. En un silencio, voy al grano. Hablo del mito de que ella nunca hizo nada por el pueblo más allá de nombrarlo. Dice que la gente habla sin saber. Le consulto sobre la familia de Mirtha.

—¿El padre muere acá en Cañás por mala praxis?

Cuenta que no fue en el pueblo. Murió en el Hospital Español. Me muestra un libro que escribió hace un año. Tiene unas páginas dedicadas a los Martínez Suárez.

—Rosa Suárez era mayor que José Martínez. Le llevaba 8 años. Se murió a los 37. Era anarquista hasta el pedo.

En la familia de Rosa nunca estuvieron de acuerdo en que se casara con un joven anarquista. Pero nada impidió que formaran una familia y tuvieran a Joselo y las mellizas Legrand. Para 1934 las chicas entraban a primaria y el padre quería que tuvieran una mejor formación que la del pueblo. Decidió que Doña Rosa se fuera a la ciudad de Rosario con los chicos y él siguiera con el negocio en Villa Cañas. Tres años después José murió y Rosa vendió la casa.

Nos quedamos en silencio. Asenjo me habla de la vejez. De que le tocó un año lleno de muerte y soledad. De sus hijos a los que no ve mucho. Empieza a ponerse nostálgico pero se escapa de ahí y pregunta por mi vida. Después promete que va a buscarme unas cajas con recortes de las mellizas Legrand. Antes de irme, en la puerta, le consulto si Mirtha mostró interés por comprar la casa de sus padres.

—Sí. Ellos querían comprar esa casa. Pero Gonzáles no quiso saber nada.

Según Asenjo, la intención de comprar fue en la última vuelta al pueblo.  Después de ese viaje Mirtha declaró públicamente que el estado de su casa era muy malo. Y que si se compraba, iba a ser destinada a un museo de la familia Martínez. El plan era exhibir los vestidos de Mirtha y otros recuerdos sobre sus películas.

—No sé qué se pensaba Gonzáles. Que tenía la casa histórica de Tucumán. Querían pedir un platal.

—¿Pero hubo una oferta?

—No. Porque ellos nunca dijeron cuanto querían por la casa. Me acuerdo que Mirtha me dijo —le imita la voz—: No dejá... Estos se creen que yo tengo no sé qué. Dejá. Nosotros habíamos pensado en hacer un recuerdo para mamá y papá.

EL ESPEJO DE USTEDES

Ramón Gonzáles cuenta que en una de las visitas a la casa Mirtha caminaba por los cuartos tratando de hacer memoria: quería recordar qué partes de la casa eran originales y cuáles habían sido modificadas. Ella se fue cuando tenía siete años, por eso no podía recordar con claridad, dice Ramón.

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Les pregunto si la vieron caminar emocionada o si es que notaron algo al verla recorrer los espacios. Carlos me describe a una mujer que no contagiaba nada. Al menos no lo que esperaban.

—No te compartía la emoción. Si la ha tenido, la ha tenido para ella.

Trata de hacerme entender que si una persona va a la casa de su infancia y el dueño la deja entrar, la reacción debería ser distinta.

—Yo me pondría a compartir con el dueño. Pero si andás así como andaba ella que sé yo si tenía emoción.

Lo que más recordaba Mirtha era el umbral de mármol con la inscripción. En la pared había una luz que ella reconoció. Ramón se la regaló. Después le pidió una araña que estaba en el cuarto y una lámpara de la entrada pero esas no se las dio, dice Ramón, mostrando carácter.

Carlos busca en el teléfono la foto de la araña que no quisieron darle. La tienen colgada en su casa de Mendoza.

—El ventilador de madera que estaba en el local también se lo regalé.

Le pregunto si le ofreció dinero por las cosas. Ramón dice no con la cabeza y me mira de reojo frunciendo el ceño, como dándome a entender que lo que digo es ridículo.

—¿Y la casa nunca se las quiso comprar?

—No. Ella directamente nunca nos ofreció nada. Una vez...

Se queda callado. Me iba a contar algo pero se arrepintió. Carlos continúa. Pero su tono es distinto. Sus oraciones dan vueltas y no llegan a ningún lugar. Siento que me miente. Me habla de posibles compradores de Buenos Aires que ella mandó pero no es preciso con los datos. Me aburro y voy al punto.

—¿Pero ella les ofreció dinero o no?

Los dos corean un no. Y se quedan callados. Hasta que Carlos dice:

—En la puta vida debió llamar una vez por teléfono.

No hay dudas de que esperan hasta hoy algo de Mirtha que nunca llegó. O que perdieron la oportunidad de venderle la casa. Ramón me confiesa:

—La última vuelta tuvo una agarrada conmigo.

Me cuenta que cada vez que una obra de teatro de Buenos Aires llega al pueblo los actores se cruzan la vereda y se sacan fotos en la casa. Ramón deduce que algún actor fue a mostrarle la foto y a Mirtha no le gustó nada el estado de la fachada. Una vez, al aire, en el programa, dijo que “su casa” en el pueblo estaba abandonada y que le gustaría arreglarla. Carlos se defiende:

—La casa estaba despintada porque desde el ‘88 no se pintó más hasta el 2007.

Mirtha había estado en la casa dos años antes, en 2005. Quiero ser condescendiente, diciéndole que, en general, las casas se pintan cada tanto. Que no es grave tener la fachada despintada, pero Ramón me corta para seguir aclarándome en su defensa que ella dijo lo de abandono solo por el frente.

El enojo no se le pasó. Mirtha volvió a Villa Cañas y visitó la casa de nuevo. Caminaba por los ambientes. Hablaba de lo lindo que estaba todo. Ramón la paró en el pasillo y le preguntó si había visto el frente. Mirtha no dijo nada. Él le pidió ayuda para pintar la fachada. Le explicó que es jubilado y que si colaboraba podían dejar el frente lindo para cuando la gente se saca fotos. Mirtha se enojó con el pedido. Ramón me habla como imitando una cotorra:

—¿Qué quiere? ¿Que se la pinte? ¿Eso quiere?

Le dijo que no quería que se la pintara pero sí que lo ayudara con la pintura.

—Porque este es el espejo de ustedes. Porque vienen por usted. Por Mirtha Legrand. No vienen por mí.

Mirtha le dijo que lo iba a pensar y se fue. Este diálogo de Ramón con Mirtha generó revuelo en Villa Cañas. Ramón dio una entrevista a la radio del pueblo. Le preguntaron si estaba molesto por los comentarios de Mirtha al referirse al estado de su fachada. Ramón respondió:

—El frente está como la cara de ella. Toda arrugada.

Carlos prende el compresor para inflar las cubiertas de la bici que está armando. Empezamos a hablar fuerte entre el sonido del motor que bombea aire. A los gritos debatimos sobre el sacrificio de mantener una casa. Y de lo que pensamos nosotros del concepto “abandono” y lo que debe pensar Mirtha. Del departamento que tiene en la avenida del Libertador. Trato de imaginarme la casa de la Chiqui ahora y me pregunto si recuerda o no con cariño su primera casa  porteña, en La Paternal.

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EL ALTAR

En un libro encontré una foto de Mirtha con la siguiente descripción: “Chiquita participando en una reunión de ex residentes de Villa Cañás en Buenos Aires”. La foto debe estar tomada en los ’70, por la juventud del rostro y la figura de la diva. Averiguando, doy con un ex residente en Buenos Aires. Es uno de los organizadores. Nelson. Nuestro primer contacto fue por teléfono. Hablamos de cómo está el pueblo hoy. Cómo uno vuelve cada vez que puede. Le conté sobre el proyecto de la crónica y le hablé de mi interés por saber más de los almuerzos y su experiencia personal con la familia Martínez. Sin problemas, me dio una cita unos días después.

Nelson me recibe en su casa el martes 10 de Mayo a las 16 horas. Vive en un departamentito en planta baja cerca del Parque Centenario. Abrie la puerta y entro delante de él. Quedo hipnotizado: 19 portarretratos de las Legrand adornan el bahiut del comedor.

—Pasá, Piacentini, pasá.

Me lo imagino comiendo todas las noches al lado de ese altar.

—¿Tomás mate vos?

Mientras va a la cocina le pido permiso para fotografiar los portarretratos. De la cocina viene el ruido de una radio AM mal sintonizada. Me cuenta que esa es una colección que la empezó cuando tenía 10 años Y que tiene también cerca de 300 revistas Radiolandia y Antena. Interrumpe el relato:

—Ante todo. ¿Cómo es que esta juntando datos usted? ¿Para qué es? Desásneme, Piacentini.

Me inhibe. Pienso que me va a tomar un examen sobre las Legrand. Le cuento que por ahora estoy juntando material. Lo llevo de nuevo al tema del altar. Dice tener una muy buena relación con Silvia.

—Estas son de cuando yo tenía 14 años y les mandaba cartitas. Mi mamá planchaba y yo le escribía.

Me señala una foto que, dice, es de cuando Silvia decidió abandonar su carrera en forma definitiva. Me describe una por una las imágenes. Qué situación personal estaban atravesando o qué estaban filmando al momento de sacarse las fotos.

—Mirá, esta es Silvia. Mucho más hermosa que Mirtha.

Me pasa la foto y el mate a la vez. Me pregunto si el fanatismo de Nelson por Silvia  es solo porque ha podido acceder a ella más fácil que ha Mirtha. Cuando vuelve le comento.

—Que linda Silvia, eh, muy linda.

—La cara de Silvia es la cara de Mirtha perfeccionada.

Y da dos detalles: los pómulos de Silvia estaban bien arriba y tenía una buena forma de boca. Después se distrae con una foto de Mirtha. Me dice que fue tomada en la película “Pasaporte a Río” en 1948.

—Ahí Mirtha tenía 21 años.

LA CARTA

El 23 de mayo le envié las fotos de los arboles a Silvia. Junto a una nota que decía:

“Estimada Silvia. Soy Piacentini de Villa Cañás. Hablamos por teléfono hace dos semanas. Sigo con mi crónica sobre sus vueltas al pueblo. Me gustó mucho que me contara sobre su último viaje. Pero lo que más me quedó de la charla fue lo del árbol que está entrando al pueblo. Mientras la escuchaba hablando de él entendí todo lo que le generaba ver esa imagen y me hizo imaginarla en su infancia llegando al pueblo y mirándolo. Por esto me tomé el atrevimiento de enviarle algunas fotos de árboles que están llegando a Villa Cañas. Puse un número detrás de cada imagen. Si es uno de ellos puedo mandarle una copia más grande para que tenga de recuerdo.

Espero entienda mi letra y no le moleste el atrevimiento que me he tomado al escribirle.

Saludos.

PD: Le mando tres fotos de unos muebles que eran de su familia. Están en poder de una costurera en el pueblo.”

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SE AMA, SE SUFRE Y TODO LO REAL

Suena el teléfono y Nelson empieza a hablar con una amiga que al parecer también es ex residente de Villa Cañás. Mientras conversa con ella de su visita al médico vuelvo al altar. Él chasquea los dedos y me señala el mate para que lo siga. Entro a la pequeña cocina. La hornalla está prendida y la pava casi arriba del fuego para no perder temperatura. Es la manera clásica de cebar sin termo. Durante veinte minutos cebo mate y camino por la casa. En la mesita del teléfono tiene dos fotos. Una que supongo es su madre y la otra es él de joven con las mellizas Legrand.

Después de su charla telefónica nos sentamos y le pido me cuente sobre la primera vez que tuvo contacto con ellas. Dice que fue cuando llego a Buenos Aires. Tenía 12 años.

—Imaginate para un pibe de esa edad llegar del pueblo. No es como ahora. Pregunté por todas partes qué colectivo me podía dejar en Martínez, cerca de la casa de Mirtha. Y me fui.

Tomó el 168 que pasaba por la avenida Del Libertador.

—Cuando llegué ese sábado me bajé en Libertador y Quintana. Ahí estaban las casas de gente muy bien. Era una zona de la aristocracia. Casas bellísimas.

Cuando Nelson encontró la casa de Mirtha ya era de noche. Se quedó parado en la vereda. No se atrevió a tocar la puerta. Cuenta que miraba el resplandor de la luz que asomaba por la ventana y se imaginaba a la Chiqui comiendo con su familia.

—El cine era como un mundo de fantasías. Donde las actrices eran sombras que se veían en la pantalla. Mirtha vivía en una casa como todos. Más linda, pero una casa al fin. Con ambientes donde se vive, se come, se ama, se sufre y todo lo real. Eso la transformaba para mí en una persona terrenal.

Nelson me cuenta que ese día viajó tan extasiado en el 168 que nunca se dio cuenta que el cielo se había cubierto de negro: se largó a llover. Se tomó el colectivo de vuelta al departamento, el mismo en el que vive hoy.

—Me asusté muchísimo. Pero valió la aventura. Esa fue la primera vez que corporicé a Mirtha y a Silvia Legrand.

—Pero entonces no las vio ahí.

Me dice que no se animó a tocar. Que era muy vergonzoso. Pero a los dos años él ya tenía 14 y estaba un poco más decidido. Así que se fue a esperarla a Mirtha en la puerta de la radio Excélsior. Ella iba a dar una entrevista porque volvía de un viaje que había hecho a París.

—La esperé media hora antes. Cuando llegó el auto y se bajó casi me muero. Parecía que irradiaba luz.

Nelson la paró en la puerta.

—Mirtha, yo soy de Villa Cañás. La quería saludar.

—Hay querido. Que alegría. Vení. Entrá conmigo.

Recuerda el estudio como un cuarto pequeño. Lo sentaron en un rincón. En la memoria de Nelson, en un momento del reportaje, Mirtha habla de su sensación sobre el viaje: “Porque imaginate que para mí estar en París siendo una chica de pueblo, de Villa Cañás...”.

Nelson cuenta que en ese instante la diva lo miró y le guiñó el ojo en complicidad y que al terminar la entrevista se le acercó y le dijo: “¿Viste que nombré al pueblo?”. Nelson dice que no tenía necesidad de hacerlo pero lo nombró y que eso la hace pertenecer. Hace poco, cuenta, Luis Majul invitó a Mirtha a su espacio “Margen del mundo” y la entrevistó. Me cuenta que Mirtha llegó con un tapado que debe valer más que su departamento. Habló de toda su carrera. De su primer protagónico, que fue “Los Martes Orquídeas”. Tenía 14 años pero hacía el papel de una chica más grande. Contó que el día del estreno llegó al cine Brodway en tranvía con su mamá y sus hermanos. Los periodistas fotografiaban a las actrices de la película ya consagradas. Mirtha les hacía saber a los fotógrafos que ella también trabajaba en el film pero le decían: “Correte de acá, nena”.

Al terminar el estreno nació la estrella y la llevaron a su casa de La Paternal en un Cadillac. Años después, en un almuerzo de ex residentes, Mirtha contó cómo en esa película aprendió a usar zapatos de mujer. Llegaba a los estudios Lumiton con sus zapatitos de niña de 14 y se disfrazaba de adulta.

Antes de irme le pregunto a Nelson por qué cree que nunca compraron una casa en Villa Cañás. Me explica una teoría en la que compara el útero de la madre con la casa donde uno se cría. Le digo que no lo comprendo muy bien. Me resume que nunca compraron una casa porque la única que les interesaba era la de su infancia. 

—Yo creo que las Legrand si hubieran llegado a un arreglo con Gonzáles… Estaríamos hablando de otra cosa.

Dice que Asenjo no manejó bien el tema. Y que Ramón quiso sacar provecho de la situación.

—Por supuesto que está muy bien. Cada uno es dueño de pedir lo que quiera por su casa. Es parte del juego. El que vende pide mucho y el que compra quiere pagar poco. Pero parece que pidió una locura. El precio era como una burla.

Me aclara que eso lo escuchó. No puede asegurar que sea tal cual lo cuenta.

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LA VIDA NO ES COMO UNO QUIERE

Lunes 30 de mayo de 2016, 16:00 hs.

—Sí, buenas tardes, quería hablar con Silvia. Le envié unas fotos y quería saber si las recibió.

—Ah, querido. Vos sos el chico de las fotos. Me encantó.

No la reconocí. Su voz sonaba más jovial que la primera vez que hablamos. La llamada duró unos seis minutos. La mayor parte del tiempo ella hizo las preguntas. Hablamos sobre mi familia. Mi casa. Quería saber de mi vida. Varias veces me agradeció el regalo. Estaba feliz. Me dijo que el árbol era el de la foto número 1. Le ofrecí mandarle una copia más grande pero dijo que no era necesario.

—El sábado estuve con mis hermanos pero había tanta gente que no se los pude mencionar. Esta semana les voy a compartir las fotos. Les va a encantar.

—Qué bueno. Cuánto me alegro. La verdad es que me encantaría hablar con ellos también en algún momento.

Le cuento que los llamé a los dos, pero dijeron que estaban ocupados y no quise volver a insistir.

Me pregunta cuándo la llame a Mirtha. Le digo que fue hace tres o cuatro semanas. Dice que les va a comentar de mi interés, para que me atiendan de nuevo. Hablamos de los muebles. Recuerda perfectamente el escritorio y la biblioteca. Dice que el perchero nunca lo vio. No sabe si era de su casa. Le digo que estaba tratando de conseguir unos libros que están en poder de la misma señora para obsequiárselos a Joselo, pero que no va a poder ser. Se sorprende. Dice que siempre supo que era anarquista pero no que leía a Marx.

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—¿Y porque no va a poder ser?

Le explico que ya le insistí varias veces a la mujer pero que no pone un precio. Dice que no me preocupe. Volvemos a charlar del pueblo. Le pregunto si alguna vez sus hijas fueron a Villa Cañás. Dice que no pero se corrige:

—Una vez, cuando fue lo de la epidemia de parálisis infantil, las llevé y nos quedamos en la casa de mi prima. Pero ellas eran muy chiquititas. Ni se acuerdan.

—Ah,  mire usted. Qué raro que nunca les dio curiosidad de conocer.

Dice que nunca se dio y nunca preguntaron. Después de un suspiro cierra el tema:

—Que se yo…La vida no es como uno quiere.

Me gustaría saber cómo quisiera que sea la vida pero no me animo a preguntarle. Nos saludamos amablemente. Dice que va a hablar con los hermanos y que la llame cada tanto.

Me queda dando vueltas en la cabeza el viaje de la epidemia. Quizás Silvia hablaba de la poliomielitis que arrasó Buenos Aires a mediados de la década del ‘50. Una enfermedad que generaba en los chicos invalidez y muerte. Si fue así, ella eligió el pueblo para proteger a sus hijas. Es un acto de pertenencia. Pero por qué después ya no volvió a vincular a su familia. ¿Sera así, que la vida no es como uno quiere?

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MENSAJE DE VOZ

Viernes 3 de junio.  Toda la semana estuve pensando en terminar el texto acá: Silvia y su sensación de que, a veces, en la vida no se puede elegir. Es todo lo que tengo. Desde el comienzo siempre me tranquilizó la idea de que una voz interna iba a hablarme en algún momento acerca del significado de pertenencia a un lugar. Ese sería el final del texto. Hasta hoy, no hubo ninguna voz interna.

Son las 13:50. No sé si es oportuno pero estoy llamando a la casa de Mirtha. Tal vez ella me traiga ese mensaje, ese final que estoy buscando. Atiende la mucama. Pido por ella. De nuevo la musiquita de callcenter. Vuelve.

—La señora está almorzando. Llámela más tarde.

Cuelgo. Camino por toda la casa pensando cuánto tiempo es “más tarde”. Hago cálculos. Si empezó a la una, para las dos ya tiene que haber terminado. ¿Cuánto tiempo va a almorzar? No está en el programa. A lo mejor tiene gente invitada y la dinámica televisiva ya es una costumbre en ella. Capaz haga lo mismo en su casa. No puedo llamar a las dos. Eso no es más tarde. Al final espero treinta minutos y vuelvo a intentar. Como un dejá vu, atiende la mucama y después la musiquita de callcenter. Vuelve.

—Me dice la señora que qué es lo que necesita o que me deje su teléfono que ella lo va a llamar.

Le digo que habíamos quedado en hablar más adelante. Le dejo mi número de celular. Voy cantado los números como quien deletrea una lápida por encargue. Es el fin de mi posible final para la crónica. No me va a llamar. Al rato le cuento lo acontecido a mi mujer. Dice que es obvio que no.

—Es Mirtha. No le debe devolver las llamadas ni a la hija.

Se fue el día. Anocheció. Esperamos visitas en casa. Algunos son del pueblo. “Ex-residentes”, diría Nelson.  Trato de conectar la cabeza en la reunión pero el tema Mirtha será recurrente durante toda la noche y el próximo día. Llegan los primeros invitados. Charlamos un poco. Me doy cuenta que tengo una llamada perdida. Es de un celular que no conozco.

—Uy, mirá si era Mirtha.

Nos reímos. Hay un mensaje de voz. Jugando a generar intriga pongo en alta voz la casilla de mensajes para que todos la oigan. Sé que la persona que va a aparecer es cualquiera menos Mirtha.

—Soy Mirtha Legrand. Son las ocho menos cuarto de hoy, día viernes. Bueno... Recibí mensaje de Piacentini. A ver... quería saber de qué se trata. Bueno. Hasta luego. Chau chau.

Nos enloquecemos con el audio. Lo volvemos a escuchar. Su voz suena cariñosa. Me confunde que pregunte de qué se trata. ¿No recuerda la llamada de hace un mes? No importa. Me encierro en una habitación. Marco el número del celular y me da directo el contestador. Agitado, le dejo un pequeño mensaje. No resisto la ansiedad y llamo al fijo. Me atiende un hombre. Dice que está ocupada. Que lo intente en un rato. Me he vuelto un experto en calcular un rato. La llamo desde mi fijo a su celular. Y en ese mismo instante me llama ella desde su fijo a mi celular. Cuelgo uno y la atiendo en el otro. Quiere saber qué es lo que necesito. Vuelvo a comentárselo. Se ofusca. Dice que no tiene nada para contar en particular. Yo también me molesto pero no lo demuestro.

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—Te puedo decir lo mismo que te dijeron mis hermanos.

Le cuento lo del árbol de Silvia.

—Hay recuerdos muy personales. Usted debe tener imágenes y momentos suyos en el pueblo.

Me da tres recuerdos como quien da tips de una receta: un heladero del pueblo, el árbol de la plaza y la esquina de su casa.

Le consulto si alguna vez llevo a sus hijos al pueblo. Me dice que no.

—Posiblemente este verano, si tenemos tiempo, vayamos todos. Mi hija y mis nietos siempre han querido conocer. Nunca se dio. No es algo que se pueda organizar de un momento a otro.

Me habla de que toda la familia está intrigada con ver lo que era su casa y me remarca lo desmejorada que está.

—Yo la quise comprar para arreglarla pero no se dio.

Me cuenta que Gonzáles quería hacer un negoción con lo que pedía y entonces la compraventa quedo en la nada. Le comento de la molestia de Ramón Gonzáles por sus comentarios.

—Yo no dije más que la verdad. Si la casa está abandonada.

—¿Es verdad que Ramón le manifestó su molestia personalmente?

—No…Ah, sí, una vez. 

Se incomoda. Ya no quiere hablar. Dice que no es importante todo eso.

—Lo único que puedo decirte sobre mi pueblo es que lo tengo dentro de mi corazón y nunca jamás se irá de ahí.

Me despide amablemente. Más tarde leo el texto en voz alta para los que estaban en casa. Todos coincidimos en que el final no es el de Silvia.

Ya de medianoche, en la cama la vocecita del mensaje de Mirtha me da vueltas:

—Bueno.... Quería saber de qué se trata.

Yo también quiero saberlo. Me duermo.