1. La carroña mediática otra vez: la banalización de las vidas populares y la construcción de la indiferencia
La indiferencia con la que suele castigarse a las personas más acuciadas por las políticas de desmantelamiento de la vida como las que hoy se reivindican, cada tanto se ve sacudida.
En estas semanas la participación expresada en contra del proyecto político que reivindica la crueldad, la criminalización de la solidaridad y el saqueo de recursos como todo horizonte, fue burlada bajo la apreciación “ojalá caguen en un balde toda la vida”. Un cliché violento que banaliza la vida de los sectores populares y les refriega lo que les deben y les quitan a diario, mientras les niegan atributos suficientes para discutir sobre el rumbo del país.
Ahora, el asesinato múltiple, cruel y despiadado de tres jóvenes mujeres genera atención mediática. Y, otra vez, la profundización del estigma se vuelve el deporte comunicacional favorito. El crimen -cruel, irrumpe- hace fosforecer la precariedad y la desesperación con que se emprende la vida cuando ocurre lejos de las necesidades más elementales satisfechas. Pero no para comprender mejor o revisar cuánto del no reconocimiento de esas vidas explica estos desenlaces, sino para reforzar las interpretaciones que insisten en afirmar que hechos tan espantosos como ser víctimas de un femicidio feroz se explican pura y exclusivamente por lo que las víctimas eran, hacían o no hacían.
No hay nada de azaroso en la vigencia de la estigmatización disfrazada de noticia frente a algunas muertes, las de las mujeres, las de los pobres, las de las atrevidas que se atreven a gozar de bienes y consumos que no están pensados para ellas, las de quienes son construidas como responsables exclusivas de la forma en que son asesinadas.
Así como el mito clasista de que cagar en un balde explicaría las decisiones políticas de los sectores más castigados por la profundidad destructiva de las políticas del momento y no esas mismas políticas explícitamente dañinas, muertes como las de Brenda, Morena y Lara siguen habilitando discursos que echan mano del trillado “algo habrán hecho, en algo habrán andado”. Ante sus muertes, la carroñera mediática se empeña en explicar la falta de competencia de sus víctimas para evitarlas: nunca es suficiente cuidado, nunca se está en el lugar adecuado.
Otra línea narrativa al servicio de la impunidad es la que opera adjudicándoles la condición de víctimas propiciatorias, víctimas que “se lo buscaron”, maximizado por el encuadre en la figura criminalizante del momento, “las viudas negras”, una expresión con potencial peyorativo sin igual.
Todas esas caracterizaciones prejuiciosas no esclarecen nada sobre lo que ocurrió, sólo explican cuánta impunidad es capaz de proveer una discursividad construida de espalda a las preguntas que importan, una mueca de periodismo que se rehúsa a hacer su tarea cada vez que deja de lado preguntas que nos podrían acercar otras explicaciones.
Las preguntas que faltan son las que explican porqué otra vez estamos con el gastado cuento en torno a las víctimas. Tampoco será muy productivo ni transformador limitarnos a señalar la incorrección misógina de esas narrativas.
La irrupción de un crimen tan cruel y extremo no deja de ser una oportunidad para hacernos preguntas distintas.
Hay que politizar, rescatar en toda su dimensión estos cuerpos que la necropolítica reduce a cosas, a lo sumo a noticias, negando la humanidad que portaron y pulverizando con ello muchas otras vidas a las que se les recuerda a diario que no importan. Como lúcidamente propone Sayak Valencia: “La importancia de un cuerpo muerto no se reduce a una imagen de dos segundos en una tarde de zapping televisivo. La carne y sus heridas son reales, generan dolor físico a quien las padece (…). Necesitamos liberar al cuerpo de los discursos mediales que lo espectralizan” y pensar cómo activar más allá de las expresiones rabiosas.
2. Lo complejo no quita lo sexista
Existe también una urgencia en invitarnos a “complejizar” advirtiendo que aquí hay otros elementos -el narco (por cierto, reducido a expresiones racistas y sesgadas), las nuevas subjetividades, la cultura del consumo, la catástrofe social, etcétera etcétera– como si reclamar que la violencia sexo–genérica del caso sea considerada, fuera un problema.
Es al revés, no es necesario renunciar a la dimensión de género y la consideración de esas formas de violencia para asumir todas las cuestiones en juego que concurren a este verdadero escenario del horror. Es insuficiente pensar en el asesinato de Brenda, Morena y Lara solo como un crimen de género, pero sin esa dimensión tampoco es cierto que vamos a comprender todo lo que hay en juego.
El femicidio es hoy una figura legal. Y aunque socialmente se suele asociar con la muerte de una mujer, eso no es exactamente así. Lo que lo caracteriza es la mediación de violencia de género, algo que puede concurrir con muchos otros móviles o formas de ejecutar –que no son lo mismo– que un crimen pueda tener y que, vale la pena insistir, es contextual, no se reduce al vínculo entre víctima y victimario.
De allí que descartar la figura de femicidio con argumentos del tipo “el móvil fue un robo previo”, no ayuda a comprender. De hecho, los protocolos y recomendaciones internacionales sí exigen encuadrar como femicidios las muertes de mujeres por razones que ya deberían ser obvias. Eso no significa que siempre haya femicidio cuando matan a una mujer, pero sí que hay que considerar esa posibilidad.
Para descartar hipótesis hay tiempo.
Pero hay más: es muchísimo lo que desconocemos acerca de lo que alguien ha dado en llamar “los sexismos en el submundo”, en referencia a la forma en que las asimetrías y desigualdades de género operan también allí donde las desigualdades son brutales -y por qué no– en el ámbito del delito organizado.
Las economías ilegalizadas, sin matices ni anclaje en sus condiciones reales, facilitan la asimetría y hacen que el sometimiento y la esclavitud sean recursos del sector de los que nos desentendemos (porque total quienes están inmersos son alcanzados por las etiquetas de lo delictivo y reducidos a ese universo).
Así, se subrayan asimetrías propias de los regímenes de estatus, asegurando que quienes padecen ciertas intemperies estén disponibles a bajo costo y con una funcionalidad que excede largamente la dimensión económica.
En su informe sobre Crimen Organizado y violencia contra mujeres, niñas, niños y adolescentes en Centroamérica (2023), la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) reconoce la incidencia directa de la desigualdad de género al sostener que “mujeres, niñas y adolescentes están en riesgo acentuado de ser víctimas de violencia de género por parte de pandillas, maras y otros actores del crimen organizado, o como consecuencia de las políticas de lucha contra el crimen (…) Se ven particularmente expuestas a ser captadas, son llevadas a cabo por estructuras criminales dominadas por hombres, con jerarquías machistas y prácticas de extrema violencia”. Y agregan que a pesar de esa evidente incidencia del género en las conductas de los grupos criminales, esa relación sigue sin analizarse en profundidad y que “no existe un marco conceptual desarrollado que esclarezca una relación entre la violencia contra las mujeres y el crimen organizado”. En otras palabras, no hay razones para desalentar la inclusión de las dimensiones de género para comprender qué pasó.
Entre nosotros, estaría muy bien mirar hacia Rosario, habitualmente enfocado por sus conflictividades ligadas a la criminalidad organizada. Enfoque que suele contentarse con la militarización del territorio como respuesta a todo. Sin embargo, este triple femicidio horrendo que puede parecernos novedoso por su irrupción en los medios nacionales, no es una novedad en lugares donde ya existen múltiples investigaciones de muertes de mujeres en contexto de crimen organizado encuadradas bajo la figura de femicidio. En Rosario entre 2014 y 2024 hubo 172 muertes de mujeres en contexto de crimen organizado. De hecho, las escaladas en las estadísticas de muertes violentas se explican también por el ensañamiento hacia el cuerpo de las mujeres, algo que ni los análisis periodísticos ni las políticas de demagogia punitiva suelen considerar.
3. La crueldad es desigual
Estado social ausente y crimen organizado: alianza letal
Las escenas que vemos en la tele y que nos conmueven y atraviesan a través del horror tienen que ver con el reflejo de la ruptura del tejido social. Mataron a tres. Hoy hay tres menos, tres familias que están rotas y va a haber muchas más si no componemos el tejido social que está quebrado y, a la vez, si no nos hacemos cargo de que algo así no le pasa a cualquier mujer. Acá no hay buenas o malas víctimas, acá hay femicidios. Pero las pobres son los sujetos descartables. Sus vidas están arrasadas por la precariedad, hacen lo que pueden con lo que tienen a su alcance.
La destrucción de las tramas sociales que hacían de lo común una condición de posibilidad de la vida, asumiendo umbrales mínimos de dignidad atados a la sencilla razón de que más allá o más acá todos y todas somos personas, no es un fenómeno nuevo. No perdamos de vista que la profundización de esos daños sea una política de Estado porque no es lo mismo ver el problema de un Estado inútil, incluso un Estado corrupto o torpe, que considerar al Estado como promotor explícito de la destrucción. No es lo mismo un gobierno inoperante, que un gobierno con vocación de asfixia y exterminio.
Estas organizaciones llevan un largo tiempo desplegándose en territorios empobrecidos, que van mutando y que hacen de la clandestinidad, la precarización de la vida, la ridiculización de la participación política y la deslegitimación de la intervención estatal en la garantización de necesidades básicas, activos claves para la expansión de sus negocios tan millonarios como criminales.
Los debates maniqueos no ayudan. Sobran las muestras de cuán funcional a la expansión de dinámicas cada vez más violentas son la clandestinidad y la criminalización, sin matiz alguno. Y la persistencia en azuzar el fantasma del narcotráfico como si las condiciones en que opera no tuvieran nada de apoyo en el prohibicionismo imperante, también demora la posibilidad de habilitar otras conversaciones. Por ejemplo, ¿cómo juegan categorías como la raza, la clase y el género en estas economías?
Colocar estas muertes violentas en un contexto más amplio de reflexión sobre lo que el mercado ilegalizado de drogas y otras economías criminalizadas implica en clave de género, clase y raza es urgente. ¿Qué nos dice otra vez un caso en el que velozmente se asocian narcotráfico y criminalidad sexista violenta?
El cemento de alianzas de este tipo es la criminalización como principal respuesta. Abandonada la dimensión social de la política, las muecas de ese Estado al que se dice querer destruir se concentran en avanzadas represivas de las vidas. Sin criminalización y estigmatización no sería tan sencillo llevar adelante políticas de desemantelamiento de la vida como las que proponen.
Proclaman apuntar al crimen organizado pero se ensañan con la organización social y abandonan a la sociedad. Allí están las estadísticas oficiales de este país en materia de lucha de contra las drogas: un marginal número de procedimientos mediatizados frente al aluvión de casos de narcomenudeo y otras formas de criminalización de la susbistencia.
Allí están también las políticas de pánico moral y constante asedio a las trabajadoras sexuales que las condena a la exposición diferencial ante la violencia que siempre se fortalece con la ilegalidad y la clandestinidad: ni reconocimiento jurídico, ni amparo frente a la brutalidad y la corrupción policial. Este caso extremo de violencia no está desconectado de las persecuciones vecinales, de las burlas mediáticas, del hostigamiento policial que sufren a diario las personas expuestas a la clandestinidad.
No podemos demorar mucho más una conversación sobre el trabajo sexual que considere las condiciones materiales y la voz de las involucradas, sin que la imposición dogmática ni la romantización dominen la escena.
Sabemos que la frontera entre legalidad/ilegalidad de los mercados es pura artificialidad. Las intensas y múltiples velocidades con que circula el capital borronean ese contorno. La insistencia en mantener esa distinción como si fuera ontológica –tal como ocurre a diario en los países que como la Argentina lanzan guerras al narcotráfico y al mismo tiempo incentivan la volatilidad del capital o el endeudamiento masivo-, se vuelve complicidad.
La forma banal en que se nos habla y se nos invita a discutir sobre mercados criminales suele operar como preludio a la militarización de nuestras ciudades y territorios. Más aún cuando el Estado Gendarme es la única respuesta de un Estado que reivindica la destrucción del tejido social al que sofoca con criminalización y hambre.
La preocupación declamada frente a las organizaciones criminales, rara vez encuentra eco en otra cosa que no sea más patrullas, más control social, los mismos resultados una y otra vez. En este punto, discutir los efectos del prohibicionismo es clave porque ese despliegue militar refuerza la dinámica criminal en la gestión de los territorios.
Solo es posible comprender la escala de este triple femicidio si lo conectamos con estos hechos de extrema violencia y ostentación sádica del poder de administrar la vida, con la destrucción de los lazos, la aniquilación de lo común y el ensañamiento con los más abandonados que se expresa en las formas de dirigirse a las personas, en el desfinanciamiento de las políticas de subsistencia y en la demonización de las formas de organización política articuladas en torno a la solidaridad y la asistencia mutua. Brenda, Morena y Lara fueron asesinadas en ese entramado: nombrarlas es un modo de recordar que este tejido social desgarrado aún puede rehacerse si decidimos que sus vidas no fueron desechables.