Crónica

Concurso de Crónica Patagónica


Un hombre que sigue pájaros

A quienes hacen este trabajo, los ingleses los llaman birders, pajareros en castellano. No se trata de coleccionistas, ni de fotógrafos de aves, mucho menos de académicos formados en biología. Maximiliano Martín Minuet es uno de ellos: un ornitólogo aficionado. Sus días transcurren en el sur argentino, donde busca especies de aves para comprenderlas y cuidarlas. Este texto narrado en primera persona fue escrito por un periodista pampeano y obtuvo el Segundo Premio en la IV edición del Concurso Crónica Patagónica organizado por la Fundación de Periodismo Patagónico.

Fotos: Marcos Cenizo/ Adriana Sanz/ M. Minuet.

Podiceps gallardoi es el nombre científico del Macá Tobiano, un ave acuática que vive en Santa Cruz. Descubierta en 1974, la población estimada en los años ‘80 era de 5 mil ejemplares. Hoy solo quedan 700 en todo el planeta. Desde hace una década, científicos llegan hasta la Meseta del Lago Buenos Aires para alentar su reproducción: el macá está en peligro crítico de extinguirse. Para proteger a la especie, ornitólogos aficionados se suman a los investigadores cada verano. Se los conoce como guardianes de colonia. 

Yo soy uno de ellos.

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Me llamo Maximiliano Martín Minuet, tengo 36 años y soy técnico del Programa Patagonia, una iniciativa de conservación de Aves Argentinas, la ONG ambientalista más antigua de América Latina. El 11 de enero de 2022 llegué a la Estación Biológica Juan Mazar Barnett, en Santa Cruz, para seguir de cerca a la especie más extraña y carismática de todas las que conocí. 

Escribo todas las noches mientras se encienden las primeras estrellas. Disfruto mucho de este momento. Presiento que puede ser un buen año y quiero registrarlo todo. Estoy acampando a 125 kilómetros de Perito Moreno y a más de 650 de la capital provincial. Salvo por mi compañero de carpa, con el que pasaré los próximos 17 días, no hay seres humanos en un radio de 20 kilómetros, quizás más. Para llegar a este punto perdido recorrimos seis horas en camioneta y otros seis kilómetros a pie entre rocas basálticas. 

Armamos la carpa en el borde de una laguna. Si cualquiera de nosotros sufriera un accidente grave en este lugar, difícilmente sobreviviría. 

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Antes de romper el cascarón los pichones pían. El grito de las crías atraviesa el huevo y llega a oírse levemente desde la costa. Una vez afuera, abandonan el nido y saltan sobre la espalda de su madre o padre. La criatura se camufla en el plumaje hasta desarrollar su capacidad de flote. Los biólogos que siguen la reproducción saben que los primeros días son cruciales. Un frío inesperado, una tormenta de nieve, un ataque de gaviotas cocineras podrían acabar con una colonia entera.

Hoy es un día alentador: 14 de febrero de 2022. A las 12:53, después de cuatro años sin nacimientos, aparecieron frente a mí los primeros macaes. Desde la costa puedo contar 15 pichones diseminados en varios nidos. La emoción es total.

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Nuestro trabajo consiste en recorrer las lagunas y cuidar los sitios de reproducción. Todos los días salimos en largas caminatas, nos apostamos en las orillas y contamos las aves, una por una. Así logramos determinar su edad, su ubicación, si un macá está próximo a tener cría. Mientras uno de nosotros mira por el teleobjetivo, el otro anota en una libreta todo lo que ocurre en el agua. Si mi compañero dice “pasaron dos patos cuchara, un pato crestón y cuatro macaes”, yo anoto. Si dice “la mamá alimentó al pichón una, dos, tres, cien veces” yo anoto. Nos turnamos cada 15 minutos para no congelarnos. A veces nos lloran los ojos de mirar fijo por el teleobjetivo. En invierno, cuando las temperaturas alcanzan los 20 grados bajo cero, las lágrimas se escarchan. 

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La fascinación por los macaes es frecuente. Aunque los ejemplares miden menos de 30 centímetros, los observadores de aves ven pequeñas obras de arte flotando en los lagos del sur. Algunos viajan miles de kilómetros para tomarles una foto. 

Los macaes son vistosos, sus colores los distinguen entre el resto de las especies. De lejos, para un ojo inexperto, pueden parecer simples patitos. De cerca tienen un efecto hipnótico. El plumaje blanco y gris, el pico fino como tallado, la cabeza blanca de copete rojizo y el babero negro que resalta todo lo demás. Los ojos son piezas de orfebrería: un pinchazo negro, dentro de un círculo rojo, contenido en un borde amarillo.

Se alimentan de crustáceos y anfípodos que capturan bajo el agua. En tiempo de reproducción construyen nidos flotantes, pequeñas estructuras engarzadas en base a una planta acuática que se llama vinagrilla. 

Año tras año, la existencia de vinagrilla en las lagunas suele anticipar los nacimientos. Si en enero detectamos la presencia de la planta, nos ilusionamos. Es muy probable que  días después encontremos los primeros nidos y que ocurran nacimientos.

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Es mi segunda campaña. La temporada pasada estuve seis meses en Santa Cruz. Cuatro meses en la Meseta del Lago Buenos Aires y otros dos en la Costa Atlántica, donde los macaes tienen sus estuarios y donde viven la mayor parte del año. En 2021 no hubo nidos ni huevos ni pichones. Para la supervivencia de la especie fue un año para el olvido, para mí una temporada inolvidable.

Iba a quedarme cuatro meses, pero cuando regresaba a La Pampa me impidieron cruzar a Chubut. Habían cerrado las fronteras interprovinciales por la pandemia. Los responsables del Programa Patagonia me ofrecieron quedarme hasta julio para especializarme en el macá. Acepté. 

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A veces me preguntan a qué me dedico y no sé bien qué contestar. No sé cómo me convertí en esto que soy, un hombre que sigue pájaros. Los ingleses sí saben, nos llaman birders, pajareros en castellano. No soy un coleccionista, ni un fotógrafo de aves, mucho menos un académico formado en biología. Soy un ornitólogo aficionado. Me gusta buscar especies, encontrarlas, comprenderlas. Observar aves es ponerse a su servicio. El pájaro manda.

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Recorremos entre 20 y 25 kilómetros diarios, desde las siete de la mañana hasta que se pone el sol. Hay dos o tres itinerarios fijos que repetimos con regularidad. Unimos lagunas como en un rosario y anotamos cada cosa que vemos en una libreta. Para soportar semejantes distancias es importante estar entrenado y alimentarse bien. Además de censar las aves, ponemos trampas para visones americanos y ahuyentamos depredadores rapaces. Si hace falta defender a los tobianos de un ataque inesperado tenemos una escopeta. A veces la única posibilidad de defender a una especie es a los tiros. 

Para salir al campo nos preparamos durante varios días. En la mochila llevamos una brújula, un GPS, prismáticos, el teleobjetivo, el botiquín de primeros auxilios, agua, comida y abrigo impermeable. Llevamos también el IMRICH, un sistema de comunicación satelital que nos permite enviar mensajes en 128 caracteres.

Los días suelen ser largos en esta época del año y el paisaje es una trampa. Muchos guardianes han caminado en círculo durante horas hasta que ubicaron su campamento. Deshidratarse es más difícil: en todas las lagunas el agua es pura y cristalina.

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Por dirigir el Proyecto Macá Tobiano, Ignacio “Kini” Roesler ganó el año pasado el Premio Whitley de conservación natural, un galardón conocido como el Óscar Verde. Kini es un gran líder y una de las personas que más sabe de aves en esta parte del planeta. El premio atrajo a varios medios nacionales a la Estación Biológica. El macá es una estrella fugaz: mientras se extingue, brilla en artículos periodísticos y documentales. En Youtube hay varios mediometrajes. Uno es narrado por Ricardo Darín con música de Gustavo Santaolalla. 

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Los macaes tienen rutas enigmáticas. Cuando el verano termina migran de noche, en tramos cortos de vuelo, hasta llegar a los estuarios. No poseen dimorfismo sexual –son indistinguibles machos y hembras– y practican una danza parecida al tango para cortejarse. Los documentalistas suelen dedicarle horas de filmación al ritual de apareamiento. Es una coreografía sincronizada muy rara: se rodean, estiran sus cuellos, aletean en el agua y se zambullen. Una vez armada la pareja –si hay vinagrilla– comienza la construcción del nido. Las hembras ponen dos huevos, pero solo uno suele eclosionar. La crianza es compartida, machos y hembras se turnan para cargar y alimentar al pichón. El huevo restante queda abandonado en el nido como el souvenir de una vida que no fue.

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En la escuela primaria me costaba concentrarme en las materias que no me generaban curiosidad. Miraba por la ventana, veía volar un pájaro y todo mi mundo se trasladaba al cielo. Lo mismo me ocurría con los insectos. Miraba un hormiguero como una película, una madriguera como la puerta de un estudio de cine.

Durante los primeros años de vida los seres humanos vemos volar un bicho y lo seguimos con la mirada. Con el tiempo, la mayoría deja de prestarle atención, lo subestima. Pero las aves están ahí y son mayoría. Estudios científicos estimaron una población mundial que podría superar los 400 mil millones de ejemplares entre todas las especies. La relación es de casi 50 aves por persona.

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La Estación Biológica Juan Mazar Barnett es en realidad el casco de una estancia. Allí funciona el centro de operaciones del Programa Patagonia. Es una casa amplia rodeada por álamos, cerezos y otros árboles que cortan el viento. Esta temporada somos 27 personas: hay biólogos, ingenieros, veterinarios, fotógrafos y voluntarios. Algunos estamos abocados al macá, otros estudian a los guanacos, a los caballos cimarrones, a los cauquenes o el chorlito ceniciento. Pero la estrella indiscutida es el macá tobiano: los conservacionistas le llaman especie “bandera” o “paragua” porque permite cuidar a otras especies que viven en la Meseta del Lago Buenos Aires.

Hasta hace algunos años la estación no tenía heladera. En la habitación más fría de la casa los alimentos no se descomponían. La cocina es a leña, el calefón es a gas y los generadores de energía son solares. La electricidad siempre es prioritaria para los equipos de trabajo: en un caso extremo las incubadoras son más importantes que los teléfonos celulares.

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De chico me gustaba salir a cazar. A los 8 años tiraba con escopeta y cada tanto volteaba una perdiz. Salíamos con mi viejo y él me enseñaba la ética de la caza. «No se trata de matar por que sí. Lo que importa es el camino hacia el animal. Hay que entender la forma en la que habita el mundo», solía decirme cuando me ganaba la ansiedad por apretar el gatillo. 

Rubén se llama mi viejo y es un hombre que sabe prestar atención. Trabajó como controlador de tránsito aéreo. Decidió, durante tres décadas, cuándo aterrizaba y cuándo despegaba un avión, desde la torre de control del aeropuerto de Santa Rosa. No es meteorólogo pero sabe leer el cielo, anticiparse a una tormenta, calcular una parte del futuro.

Mirándolo aprendí muchas cosas: a leer la apertura del monte, a distinguir la bosta de un ciervo, las huellas de un jabalí padrillo o el olor que emana una chancha preñada. Puedo conservar la carne en charqui, hacer chorizos y jamón crudo. Conozco las flores y los animales silvestres de La Pampa. A veces pienso que él podría sobrevivir en medio del monte como un salvaje. Yo también. 

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Gabriela Gabarain está a cargo de la recría. Su labor consiste en incubar los huevos que los macaes dejaron abandonados. Los guardianes de colonia somos sus principales aliados. Nos encargamos de llevárselos en conservadoras hasta el laboratorio que funciona en la estación biológica. 

Su trabajo es impresionante. Se compromete físicamente con los pichones a los que alimenta con un instrumental minúsculo, parecido a una pinza de depilar. Hay noches en que no duerme. En las temporadas con menos nacimientos trabajó con seis huevos. Este año, en varias colectas, le llevamos dieciséis. Es un trabajo ingrato: Ninguno de los pichones que hizo nacer en los últimos siete años sobrevivió más de 25 días.

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Caminaba con otros guardianes por la meseta cuando a lo lejos vi algo que parecía un puma. Lo confirmé con los binoculares. Era un puma macho alejándose de un guanaco al que acababa de matar. Así es la naturaleza. Incluso en un sitio donde reina la conservación, el instinto que gobierna a las especies hace lo suyo. El cuerpo del guanaco estaba caliente. Nadie me preguntó nada cuando saqué el cuchillo. Me llevó unos minutos despostar los cuartos del animal. La carne de guanaco es sabrosa para un guiso.

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No hubo un año en que no me llevara materias. A diciembre, a febrero, a marzo. Me costó bastante tiempo decidirme a rendir las últimas del secundario. A los 18 empecé a trabajar. Vendía libros escolares casa por casa. Estuve más de un año deambulando por varios pueblos de La Pampa ofreciendo enciclopedias cuando aún no existía Wikipedia. Me cansé de los libros y me metí en gastronomía. Pasé por todas las tareas: bachero, mozo, ayudante de cocina y cocinero. En un momento me ofrecieron trabajar en la construcción y acepté. Limpiaba palieres de edificios en obra y terminé haciendo revestimientos. Fui heladero, cafetero y vendedor de autos en Trenque Lauquen. El comercio y la gastronomía me enseñaron a tratar con los seres humanos, la construcción a trabajar con las manos. Aprendí muchos oficios pero ninguno me dio más satisfacción que andar siguiendo pájaros.

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Patrick Buchanan es la única persona que vive de forma permanente en la Estación Biológica. Tiene 28 años y aunque estudió turismo nunca ejerció. En su infancia pasó vacaciones en la selva misionera y ahí dice que forjó su pasión por las aves. Tiene dos perros, Hobbes es un labrador, Toro es una cruza. Los perros están preparados para oler al visón americano y para detectar sus madrigueras. Son una herramienta de conservación. El año pasado estuvimos seis meses juntos siguiendo a los macaes, nos hicimos amigos.

El 2 de enero de este año, Patrick encontró los primeros nidos en la Laguna 14. En la Estación Biológica tenemos un código: si un lago no tiene nombre, podemos ponérselo. Desde entonces rebautizamos esa laguna, pasó a llamarse “La Esperanza”. 

Semanas después Patrick vio nacer los primeros pichones y lloró. Nos avisó por el sistema satelital: “Nacieron 2 pichones en La Esperanza. Hay 8 nidos en la L15, varios con huevos. Está muy expuesta esa colonia pero sigue creciendo”.

En un segundo mensaje escribió: “Mañana va a estar ventoso. Voy a usar plataformas para hacer un rompeolas. Si aguantan unos días, esas colonias tienen chances”.

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En el mundo de las aves existen hermosas rarezas. Hay especies que solo se distinguen por su canto. Dos ejemplares exactamente iguales pueden tener barreras reproductivas. Eso quiere decir que no pueden cruzarse. Lo único que permite identificarlas y/o clasificarlas es el canto. La vocalización de las aves me obsesiona. Paso gran parte del día imitando el canto del urutaú. Lo hago de manera inconsciente. Cuando entra una llamada a mi celular suena el canto de una calandria. 

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En 2009 me recomendaron asistir a un curso sobre aves autóctonas en el Museo de Historia Natural de La Pampa. Desde entonces no paré, asistí a todo curso, conferencia o taller donde se hablara de pájaros. Después me hice voluntario y me convocaron para actividades de campo, básicamente recolectar datos sobre especies.

En 2010 fui como voluntario a Centinela del Mar, una playa desértica en la costa bonaerense repleta de yacimientos paleontológicos. El trabajo me encantó porque toda la vida levanté cosas del piso. Ahí, entre los acantilados y la espuma, está el pasado de todo lo que camina, de lo que vuela y se sumerge. Aprendí que los pájaros son fósiles en movimiento. Cuando volví a La Pampa quise estudiar Biología pero no pude, no duré ni un año.

En 2019 me contrataron por primera vez como guardián de una colonia de tordos amarillos, una especie en peligro que vive Corrientes y Entre Ríos. Durante dos meses vigilé 26 nidos en un terreno de 30 hectáreas. Todos los días, medía y pesaba los pichones. Es un trabajo riesgoso. A los nidos hay que buscarlos entre la vegetación de los bañados. Uno camina ciego y no sabe dónde pisa, en qué momento va a aparecer una serpiente venenosa, un yacaré o una boa constrictora.

Los tordos recién nacidos pesan 3 gramos. Antes de que aprendan a volar les anillamos los tarsos para después, con el tiempo, saber de dónde vienen, a qué familia pertenecen. Cada anillo es como entregarles un documento.

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Ezequiel Brea es mi relevo. Mientras estoy acampado en la costa del lago, él se prepara en la estación para seguir a los macaes en las semanas siguientes. Aunque es seis años menor, nos parecemos bastante. Se formó en Aves Argentinas y no tiene ningún título universitario. De chico le gustaban los mamíferos, las aves, los insectos. Como a mí. Nos entendemos muy bien porque también hizo de todo: hasta que encontró la convocatoria del Programa Patagonia, vendió comida rápida, seguros y productos agroecológicos. Llegó por primera vez a Santa Cruz en la temporada 2017-2018 y vuelve todos los años.

Cuando regresa a Buenos Aires vive en casa de amigos o alquila una habitación temporal. Guarda todas sus pertenencias en un baúl y no le importa demasiado lo material. Por eso nos entendemos muy bien. Tiene resistencia física. Llegó a caminar 40 kilómetros en un solo día siguiendo macaes. Me contó que cuando vio a los pichones fue hermoso. No le alcanzaban los ojos para mirar.

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Me pasa muy a menudo: estoy en una reunión y no puedo despegarme del mundo de los pájaros. Veo a las personas cortejarse, ahuyentarse con la mirada. Los seres humanos se creen menos animales de lo que son. 

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Conversamos con mi compañera de carpa y nos sentimos afortunados. En los días que llevamos acampados relevamos el mayor número de nacimientos. Después de cuatro años sin reproducción, creemos estar frente a un milagro. En una laguna contamos, al menos, 20 pichones nuevos. Todo lo que vemos lo comunicamos a través del sistema satelital porque mañana vamos a transportar los huevos que no eclosionaron. Nos espera un día largo. Antes de dormir tomamos vino y jugamos a las cartas. 

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Las plataformas que puso Patrick no alcanzan para frenar el oleaje y resguardar los nidos que aún no dieron cría. Antes de ayer vimos nacer los primeros macaes, alcanzamos a recolectar varios huevos, pero hoy el panorama es otro. Habíamos calculado que este año deberían nacer por lo menos 30 nuevos ejemplares. A esta altura sería como ganar la lotería. 

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El 26 de febrero fue un día feo. Por la mañana me asustó un águila mora y pasaron unas gaviotas. Les tiré con la escopeta y erré. Bajé al refugio para pedir provisiones, baterías y cartuchos. A la tarde Patrick apareció en la camioneta con todo. Al día siguiente una tormenta de nieve me agarró a seis kilómetros del campamento y tuve que alejarme de la laguna. Caminé en contraviento y echado para adelante, por momentos a ciegas porque la nieve no me dejaba ver el camino. Me refugié debajo de un paredón rocoso hasta que escampó. 

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El clima nos traicionó. Nadie esperaba esta nevada sin piedad. Los primeros fríos fuertes suelen llegar en marzo y ahora todo está congelado. Los pichones que vimos nacer hace unos días murieron. Todos. 

Los cálculos de la temporada indican que sólo sobrevivieron cuatro ejemplares. El promedio de los últimos cuatro años duele: un pájaro por año. 

A la noche nos alejamos del grupo y hablamos con Patrick sobre el esfuerzo que hicimos. Lloramos en silencio, sin mirarnos. Después le pregunto: 

–¿Para qué hacemos todo esto?

Patrick no dice nada. Sabe que volveremos a encontrarnos el próximo verano.