Crónica

Los mismos ritos, otro final


Sufrimiento y éxtasis ricotero

Besar el piso, alzar las manos y agradecerle a alguien o algo, como si haber pagado una entrada no alcanzara para tener derecho a ver el show. Algo de la operación básica del capitalismo se pierde, para los fans, en el trance de ver al Indio. O se borra, porque sólo así puede haber mística. Se trata de compartir prácticas, y a veces sacrificios, que hacen de aquel encuentro una experiencia única. Tiempo atrás, la cronista ricotera Paula Bistagnino, compartió la peregrinación y los rituales que llevaron a cientos de miles de fans hasta Mendoza para ver un recital, tal como fueron a Olavarría este fin de semana trágico.

Mauro, 37 años, ricotero, entra en el autódromo de San Martín minutos antes de que el Indio salga a escena y se arrodilla. Besa el barro y apoya la cabeza en la bandera enrollada. El amigo se para y abre las manos mirando al cielo, como si la lluvia que no cae desde hace seis meses en Mendoza, fuera una bendición y no lo único que le falta a su viaje.

 

—Llegué. Acá estoy pelado. ¡Acá estoy!- dice, uniformado con pañuelo árabe, sweater, jean topper blancas, una bandera que dice Misiones y la cara del indio, la frase: “tu esqueleto me trajo hasta aquí”.
Salió hace 43 horas desde Misiones en un micro que se rompió dos veces en el camino. La última fue definitiva, a 20 kilómetros de llegar. Se bajó con el bolso y empezó a hacer dedo con sus tres amigos. Se dividieron en dos para poder llegar y todavía no pudieron reencontrarse. Tampoco saben cómo ni cuándo van a volver.

***

Un día antes, al anochecer, la Ruta 7 empieza a cargarse. Los camiones entorpecen la hilera de autos y micros que marchan desde Buenos Aires hacia Mendoza: uno de cada cinco, uno de cada cuatro, uno de cada tres, dos seguidos; todos, llevan la insignia. En esta religión hay, como en casi todas, un solo Dios; pero las maneras de adorarlo y simbolizarlo, incluso de nombrarlo, son de libre albedrío: Indio o Patricio Rey, la reproducción del arte de Rocambole en cualquier disco, todas las frases que se hayan escrito en los treinta años de esta banda que hace una década se redujo a su líder.

 

“Vamos a misa”, dice el ploteado en el parabrisas y en el capot de un Peugeot 307; “El que abandona no tiene premio”; “El lujo es vulgaridad”; “Vivir sólo cuesta vida”; “Tu esqueleto me trajo hasta aquí”; “Este infierno es encantador”; “Nadie es capaz de matarte en mi alma”; “Lo mejor de nuestra piel es que no nos deja huir”.

 

No llevar bandera es traicionar el rito, como el católico que no se hace la señal de la cruz al pasar por una Iglesia. Que todos sepan que se es parte, es casi una condición.

Belén y Kevin, de 26 y 38 años, entran en la estación de servicio de Rufino a los gritos y cantando. Se olvidaron la bandera en La Plata y no se bancan los 700 kilómetros que quedan con el auto despojado de identidad.

—¿Tenés cinta aisladora? —le piden a la vendedora.

—Sí.

—¿De qué color?

—Negro.

—¡Esaaa! —grita Belén. A las 11 de la noche y con dos grados se ponen a “plotear” el Clio en el estacionamiento. Andrés, el más joven de los ocho que viajan juntos en dos autos, corta la cinta y Kevin la pega con una cuidada desprolijidad: se toma el tiempo para que las curvas sean curvas y que la distancia entre las letras sea más o menos pareja. El resto le festeja cada cinta que pega. Cuando termina, todos toman distancia para mirar cómo se ve desde lejos: INDIO.

Ahora sí. Se sacan la foto y arrancan.

Las banderas van enganchadas en el baúl y cubren toda la parte trasera de los autos. La fiesta ya empezó. Esta vez hace demasiado frío; si se pudieran abrir las ventanillas, se escucharían las voces entonando y desafinando un tema atrás del otro a todo volumen. Como ahora en la estación de servicio del kilómetro 350: un Fiat Palio musicaliza con Gulp y afuera los viajeros comparten una cerveza. Cada auto que llega se suma al ritual: el saludo, casi como un código, es cantar un poco de la canción que suena y mover la cabeza como afirmando lo que los une. Así, siempre el mismo gesto, tan emocionante como estúpidamente igual, se repite en cada parada; sean 450 kilómetros como en último recital, en diciembre de 2011 en Tandil, sean los mil que hay que hacer esta vez para llegar a Mendoza. En cada parada, una y otra vez.

***

Elba no lo puede creer.

—Imagínese que acá no tenemos ningún turismo. Es la que gente que anda de paso nomás o los viajantes. Pero ayer… Ayer eran micros, micros y micros —dice mientras sirve el desayuno en el Parque Hotel Laboulaye, un alojamiento rutero en el kilómetros 490 de la 7.

Se calcula que entre el jueves y el viernes pasaron por ahí unas 50 mil personas. Novecientos o mil micros y cinco mil autos.

—Esto yo no lo vi nunca, jamás, ni con el fútbol ni con nada —confirma el mito la señora— Cuando me dijeron que estemos preparados, yo no lo creía. ¿Quién es este indio que la gente hace tanto viaje para verlo? Ni que fuera la Virgen de San Nicolás. Después me dijeron que son los Redonditos de ricota. A esos sí los escuche, pero ¿tan famosos son? —pregunta con el sentido común del que mira desde afuera. Los que están adentro parecen haberlo perdido.

—Gente grande, familias con chicos… Algo deben tener. La gente no es tonta.

Cada ricotero tiene su ritual de entrada: besar el piso, alzar las manos y agradecerle a alguien -o algo- más allá de lo terrenal; correr como si hubiera por delante una línea de llegada; gritar, saltar, rodar. Llegar es también cumplir una promesa. 

Como si se tratara de alcanzar la cima del Aconcagua, cruzar a nado el Río de la Plata o caminar hasta Luján. El momento se saborea como un logro personal, casi un sacrificio.

 

Como si haber pagado una entrada de 300 pesos no alcanzara para tener derecho a ver el show. Algo de la operación básica del capitalismo se pierde en el transe. O se borra, porque sólo así puede haber mística. Y eso es lo que ellos necesitan. Nada más puede justificar el esfuerzo.

Despojado de eso, el fenómeno se vuelve absurdo. Sus 120 mil protagonistas, simples víctimas de la industria del entretenimiento. 

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La furia empieza con el anuncio. Un día, casi sin rumores previos, ocurre la aparición: Carlos Solari sale de la caja de cristal que se construyó para sobrellevar una popularidad que dice que no le gusta, que dice no quiere ni buscó; que dice ni siquiera entiende.

—14 de septiembre. Mendoza.

Con ese mensaje anónimo y sin sujeto alcanza. Como un virus que inocula hasta el último ricotero del país, la noticia entra en el cuerpo, la maquinaria se pone en marcha. Todos los recursos -propios, prestados o robados-, se ponen a disposición de una logística que empieza en ese instante y continúa los dos o tres meses que faltan para la peregrinación.

Para muchos será corta: un avión y un lindo hotel que se paga con tarjeta de crédito. Para otros, empieza por ver cómo juntar los 300 pesos que esta vez cuesta la entrada.

Él, Carlos Alberto Indio Solari, llegó en un chárter privado desde San Fernando. Sus músicos, en aviones de línea. Hace tiempo que el líder de la multitud dejó de tocar por el mango: se calcula que con este show embolsó unos 15 millones de pesos. Lo suficiente para recluirse otros dos años; lo suficiente para no trabajar nunca más, si quiere.

¿Cómo será la cabeza y el ego de un tipo que sabe que genera esto? No hay fanatismo que pueda obnubilar tanto como para no preguntarse esto cuando en el kilómetro 850, a 140 del destino y a 16 horas de haber salido, el tránsito se frena de manera imprevista: son diez kilómetros de cola, una hora después serán 20, dos más tarde ya llega a 30. Cuatro horas para avanzar 10 mil metros. Los más impacientes van por la banquina; al rato, de la banquina ya pasan a la tierra lindante a los alambrados o, directamente, al otro lado de la autovía para acelerar en contramano.


—Imaginate al Indio en la suite del 5 estrellas viendo esto por la tele. No hay manera de no sentirte poderoso —dice uno de los fanáticos en el auto.


La gente se baja, prepara un fernet al costado de la ruta o en el baúl, camina por el medio de los autos o charlando con el que maneja; avanzan a un promedio de 2,5 kilómetros por hora, envueltos en banderas; hablan de lo que se viene a la noche, de que hay que abrigarse, comprar Fernet, ubicarse bien para Jijiji.

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Una botella de gaseosa cortada y doblada hacia afuera para no lastimarse. Una parte de Fernet y dos de Coca Cola. Laura y Marcela preparan el trago para el grupo en una barra improvisada en el baúl de un cero kilómetro, varias horas antes del recital. En la división de roles de esta noche, a ellas les toca armar el porro.

 

Fernet, Coca Cola, marihuana y cerveza; la mezcla acompaña las horas de espera. Una semana antes del recital, en los alrededores del autódromo ya había cinco carpas; tres días antes, cincuenta; el viernes más de cien.

 

El día del show, a partir del mediodía, llega la multitud. Y los alrededores del autódromo colapsan. Hay autos, traffics y micros seis kilómetros a la redonda. Desde esa distancia parte la peregrinación caminada.

 

—Voy a verlo por primera vez. No lo puedo creer —dice Ignacio, un uruguayo de 25 años que llegó desde Montevideo con cinco amigos en uno de los treinta micros que partieron el viernes.

 

—Vengo de San Antonio de Padua. A todos lados desde hace 20 años —dice Carlos. Una hora antes de que empiece el recital vendió las últimas dos petacas de vodka a 20 pesos. Las otras 98 a 25. En tres horas y media recaudó dos mil pesos limpios.

 

—Me pagué el viaje. Negocio redondo.

 

Como él, son muchos los que se financian el viaje con puestos improvisados de alcohol o comida, venta de pósters y remeras.

El autódromo de la ciudad San Martín es un continuo de cabezas y capuchas, de banderas y brazos alzados; desde el centro de la multitud no se ve el horizonte: sigue y sigue. La sensación de eternidad se vuelve miedo cuando en el segundo tema todo ese centro empieza a bambolearse como si lo estuvieran revolviendo. Empujan para un lado y para el otro, no se puede salir, hay que ir en puntas de pie porque si uno se cae, todos caerán encima, empiezan los gritos y aparece el pánico. El Indio sigue cantando. Desde dónde él está, desde arriba, lo que se ve es otra cosa: 120 mil personas coreando su nombre, cantando que se vaya a tocar a la luna y que la luna van a copar.

 

—Esto es una ciudad. ¿Se dan cuenta? Somos una ciudad —dice. Decir que tiene una ciudad a sus pies sería demasiado.

 

Y sigue:

 

—Me dicen que este es el show con entrada paga más multitudinario que se haya hecho. Yo se los agradezco. No me voy a cansar de agredecérselos.

 

Al mensaje demagógico, la respuesta es crítica.

 

—¿Cómo no lo vas a agradecer? Si te hacemos millonario. Dale, cantá loco, cantá —dice alguien.

 

Suena el primer acorde del próximo tema y ya nada se cuestiona: cada letra es coreada como el padre nuestro. Se la cantan a él, a alguien que no está, a la cara unos a otros, amigos o desconocidos.

 

Es como en el carnaval: la riqueza y la pobreza, el origen de cada uno, se olvidan en la fiesta. La multitud es homogénea cuando se hace masa, como un rebaño de ovejas obedientes. Al menos no en lo que dura este rito no hay robos ni descontrol; ni una sola pelea.

 

—Acá todos queremos vivir la fiesta. No hay intereses ni egoísmo. Yo le convido porro a uno que tiene una 4x4 y él me da birra. Estamos todos para lo mismo —dice Paco. Llegó en un Renault 9 desde Wilde con cuatro amigos más. Un poco de ropa, unas frazadas para dormir en el auto, cuatro botellas de Fernet, tres vinos, 5 cervezas y una heladerita con hielo. Pero calcularon mal: a las seis de la tarde ya no tenían más alcohol.

 

Sufriendo el mismo frío, vibran las mismas letras, acusadas de ser las más crípticas del rock nacional y que, sin embargo, crean eslóganes e identificación como pocas otras.

 

La fe no desconoce el sacrificio.

 

—Indio, ¡la concha de tu madre! ¿Te resbalás? ¿Te duele la garganta? Vení acá hijo de puta —grita uno cuando a cinco temas de empezar el show, la llovizna se hace lluvia y cae a dos grados bajo cero sobre cuerpos transpirados, aplastados, mal dormidos, colmados de alcohol.

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—Hoy más que nunca prepárense para hacer el pogo más grande del mundo —dice Solari justo a la medianoche, después de dos horas de show en las que hubo tantos clásicos de los Redondos como de su etapa solista.

 

Las luces se apagan y empieza a sonar Jijiji. Como la asunción del Indio Solari a la categoría de líder, que esta canción y no otra sea el himno de cierre, no admite explicaciones. Desde los primeros shows de los Redondos fue así. Y nadie quiere que cambie. El ritual repetido, una y otra vez, es lo que moviliza. Es lo que se va a buscar, lo que se disfruta.

 

 

 

 

Al borde de la hipotermia, todos saltan en una euforia irrepetible. Los gritos, ya afónicos, son los más fuertes de la noche. Se arman rondas por todo el autódromo y los cuerpos se cruzan, chocan, giran, van y vienen; las banderas se agitan. La sensación de que se termina es más excitante todavía. “Estos chicos son como bombas pequeñitas”, dice la canción, y la metáfora se vuelve literal en este instante, pequeñas explosiones individuales que hacen estallar el estadio. La fiesta ser repite de una punta a la otra, replicada en 120 mil. Hasta que la luz se apaga y sólo queda el silencio. Por unos segundos todos siguen mirando el escenario.

 

Lo que quedaba de energía se acaba de ir. Real o no, el legendario temblor que los ricoteros afirman se siente. No sólo es mito, también es realidad.