Crónica

Abusos en la Iglesia Católica


Los elegidos

El Vaticano reconoce que entre el 1,5 y el 5% del clero católico está involucrado en casos de abusos sexuales a menores. En Argentina, las denuncias se multiplican. Julián Maradeo reconstruye el mecanismo del abuso a partir de los casos del Seminario Nuestra Señora del Cenáculo de Entre Ríos, que este año tendrá su juicio oral. Una crónica para entender qué les pasa a las víctimas cuando rompen el silencio y quiebran así la atadura impuesta por el miedo y el dolor.

Ninguna noche era cualquier noche en el Seminario Nuestra Señora del Cenáculo. Pasadas las 21, el silencio se volvía espeso. Cualquier chirrido era inquietante. Después de las 23, se abría la puerta del Pabellón, donde dormían unos cuarenta seminaristas separados por una pared de un metro y medio, y entraba un hombre de unos 30 años, de rostro inexpresivo. Era el cura Justo José Ilarraz. El lugar estaba en penumbras, sólo unos focos débiles en las esquinas. En forma metódica, el sacerdote se iba sentando en cada una de las camas, entre las que había una pequeña mesa de luz. En algunas se demoraba un poco más, eran las de sus elegidos. A ellos los acariciaba con fruición. Les exigía silencio mientras su mano recorría el abdomen hasta levantarles el calzoncillo para masturbarlos. Cuando estaban por eyacular, les tapaba la boca y los besaba en los labios. Este es nuestro secreto, decía y pasaba a la siguiente.

Construido sobre una lomada en la zona de quintas de Paraná, en los años ‘80, Nuestra Señora del Cenáculo ofrecía, desde el jardín del frente, una de las mejores vistas nocturnas de la ciudad. Cualquiera que pasaba por la entrada, yendo por avenida Don Bosco, podía ver el camino rodeado de pinos que desembocaba en el seminario.

Fabián Schunk fue un elegido. La primera vez que charlamos telefónicamente, gracias a la mediación del periodista Ricardo Leguizamón, fue en agosto de 2014. Al principio pidió anonimato porque, explicó, “es medio complicado el tema acá. Hay como una persecuta, porque la Iglesia nos dejó solos y nos ignoró”. Por medio de colegas, sabía que cuando trascendieron los nombres de los siete ex seminaristas que se habían atrevido a denunciar a Ilarraz, varios de sus hijos fueron hostigados en las escuelas, muchas de ellas religiosas. Ojo, advirtió Schunk, son casi cincuenta los abusados por Ilarraz, pero más de uno confesó ante las víctimas denunciantes que tienen hijos adolescentes y no quieren que les pregunten si el cura los había penetrado.

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A lo largo de dos décadas, Schunk, actualmente profesor de secundario, fue reconstruyendo en su cabeza el sistema que había ideado el cura. A pesar de su voz tranquila, no era difícil notar su indignación con la curia.

—Lo primero que Ilarraz hacía era visitar las casas de los posibles candidatos al Seminario. Visitaba a todos los chicos que estábamos en séptimo grado. Ahí empezaba a conocer a las familias. Cuando ingresábamos al Seminario, seleccionaba las casas con las que seguía manteniendo contacto. Había familias que no visitaba nunca más y familias que visitaba muy seguido. Las visitaba muy seguido porque ya había puesto el ojo en esos chicos.

Los elegidos solían tener una característica en común: eran jóvenes que no superaban los 12 años y provenían de los alrededores de Paraná.  Sus familias vivían en la campaña en situación de vulnerabilidad, a veces extrema. Muchos eran hijos de padres violentos y alcohólicos. Todos creyentes. Ser cura era una forma de escapar, una versión entrerriana del ascenso social.   

Protegido por el arzobispo Estanislao Karlic, Ilarraz hizo a gusto y antojo lo que quiso en el Seminario Menor de esa diócesis desde mitad de la década del ochenta hasta el comienzo de la siguiente. Pasó de ser quien manejaba el Renault 12 oficial y, a la vez, secretario privado de Karlic, a prefecto de Disciplina. En otras palabras, la ley ante los devotos adolescentes.

Con el respaldo del cardenal Raúl Francisco Primatesta, en 1983, Karlic había llegado a la capital de Entre Ríos con una misión: modernizar lo que, en tiempos de Adolfo Servando Tortolo, se había convertido en la base de operaciones –en versión criolla– del nacionalismo católico. En ese momento, el principal oponente de Karlic era Alberto Ezcurra Uriburu, uno de los fundadores de Tacuara y, a su vez, emblema de las alianzas entre el clero y lo más conservador de las Fuerzas Armadas y también del antisemitismo, la misoginia y la defensa de la hispanidad como el último sustrato del ser argentino.

Con el apoyo de la cúpula católica Karlic logró barrer a quienes acompañaron a Tortolo. Al tiempo, los desplazados lograron instalarse en San Rafael, Mendoza, para crear el Instituto del Verbo Encarnado (IVE). Treinta años después, a pesar de las denuncias por coerción y manipulación, las misiones del IVE se expandieron desde Cuyo a casi 40 países.

Mientras tanto, Ilarraz pergeñaba su plan cuidadosamente. Aprovechando las carencias materiales de origen, estableció rangos entre los seminaristas. Ante los observadores, argumentaba que el chico extrañaba y que su misión era brindarle protección.

—El segundo paso que daba —dice Schunk— era invitar a los chicos a su habitación. Una vez que accedías a ese lugar, empezabas a recibir muchos premios. En ese momento, fines de los ‘80, principios de los ‘90, estábamos en plena crisis. La comida del Seminario no era muy variada y los que accedían a estar con Ilarraz tenían de todo: desde dulces y gaseosas hasta salame y queso. Más allá de eso, había un montón de privilegios, como podía ser comprar zapatillas caras, relojes y ropa. En ese momento, el chico estaba captado del todo.

Pero el grado máximo de privilegio eran los viajes, a los que sólo iban los elegidos. Las travesías por distintos puntos del país e incluso del exterior tenían una finalidad exclusiva: quedarse a solas con los chicos. Por último, el círculo se cerraba con la familia.

—Muchas de nuestras madres rezaban a la imagen de la Virgen, la imagen del Papa y al lado la imagen del cura Ilarraz —dice Schunk.

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Si dentro del Seminario tenía el control de la situación a partir de su jerarquía, fuera de él el respeto reverencial que irradiaba como representante de la Iglesia era el cerrojo perfecto. No era extraño que cuando los jóvenes retornaban a sus casas los fines de semana se encontrasen con el cura charlando en la mesa familiar con sus padres. Así, Ilarraz lograba anticiparse ante cualquier reproche que pudiesen hacer los jóvenes, que, acto seguido, se inhibían. Palabra contra palabra, la del cura era irrefutable. Sin embargo, la íntima contradicción que los atravesaba no se agotaba ahí, porque la posibilidad de regresar a sus hogares también los reprimía.

—No entendías bien lo que pasaba y no podías ir contra un sacerdote que, en nuestras consciencias infantiles, era prácticamente un dios. Era un padre y era un dios. 

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Conocí a Fabián Schunk a fines de febrero de 2016 cuando viajé a Paraná a presentar La derecha católica: de la contrarrevolución a Francisco. Junto a los colegas Leguizamón y Jorge Riani y la feminista María Alé, aceptó formar parte del panel para contar por primera vez en público lo que callaba desde el comienzo de su adolescencia. A lo largo de ese tiempo, había aguardado el pedido de perdón y, fundamentalmente, la separación de Ilarraz del Seminario Nuestra Señora del Cenáculo. Lo primero sucedió a medias, como por compromiso. Lo segundo ni remotamente: el cura estaba a cargo de una parroquia en Monteros, Tucumán.

A contramano de lo que hubiesen deseado, el conocimiento público, la suspensión de Ilarraz y el inicio de la causa judicial no había ocurrido por decisión de la Iglesia, sino cuando se corrió el velo y la trama oculta tejida por los representantes locales de la curia católica quedó a la vista de todos.

Fue en septiembre de 2012. Durante varios meses, el periodista Daniel Enz mantuvo, en secreto, charlas con curas díscolos que le permitieron hablar con una de las víctimas de Ilarraz. El 13/9, la revista Análisis tituló en tapa: “El cura abusador”. La imagen mostraba dos manos aferradas a un crucifijo de madera con un Jesucristo áureo. La bajada sintetizaba: “Por lo menos 50 chicos de entre 12 y 14 años, quienes recién empezaban su carrera religiosa, fueron violados entre 1984 y 1992 por el entonces prefecto Justo José Ilarraz, oriundo de la capital entrerriana, según se reveló a Análisis. En el '93 se inició un Juicio Diocesano, donde declararon innumerables jóvenes, quienes reconocieron las perversidades que les hacía el sacerdote cuando eran apenas niños, pero optaron por ocultarlo. En esto último tuvieron responsabilidades el entonces arzobispo Estanislao Esteban Karlic, al igual que el actual titular, Juan Alberto Puíggari, quien fuera prefecto del Seminario Mayor del establecimiento en esos años. Como castigo, el cura pedófilo fue enviado al Vaticano durante un año. En los últimos tiempos, un grupo de curas, al igual que víctimas y ex seminaristas reclamaron la expulsión de la Iglesia de Ilarraz -quien cumple funciones en una Parroquia de Monteros (Tucumán)- y la denuncia judicial, pero jamás hubo respuestas”.

Al día siguiente, alborotados por la revelación, hubo una reunión de todo el clero en el Centro Mariápolis. Los curas fueron obligados a desarmar sus celulares y quitarles la batería, para resguardar lo que allí adentro se dijera. Casi sin mediar palabra, Leonardo Tovar acusó de mentiroso a Karlic. El cardenal montó en cólera y lo reprendió. El arzobispo Puíggari aceptó que había tres casos de abuso y, en off  ante el periodista Enz, un cura, amigo personal de Ilarraz, reconoció que había sido así.

Lo cierto es que Karlic había decidido hacer un simulacro de juicio diocesano en 1995. Sin dar aviso a sus familias ni brindarles apoyo psicológico, citó a los jóvenes, que ya rondaban los 20 años, y a prelados a la residencia arquidiocesana en el palacio de Parque Urquiza, para que cuenten lo hecho por el cura. Cuando creyó concluido el proceso, congeló todo enviando los relatos a la iglesia San Juan de Letrán, en Roma.

—Además de cautela, Karlic pidió silencio. Las víctimas hicieron un doble juramento: decir la verdad y no comentar nada de los hechos fuera del ámbito de la Iglesia. Otra vez la política de Karlic, evitar el escándalo. Sólo que ahora estaba frente a un delito. Nadie denunció a Ilarraz, ningún juez actuó, las víctimas no fueron acompañadas ni contenidas y no hubo intervención del Tribunal Eclesiástico —dijo Leguizamón, autor de Karlic. Las dos vidas del cardenal.

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Ilarraz fue enviado a estudiar a la Pontificia Universidad Urbaniana, en Roma, donde permaneció hasta los primeros meses de 1997, año en que volvió al país. Como la única sanción que pesaba sobre él giraba en torno de la prohibición de su ingreso al territorio de la Arquidiócesis de Paraná y de cualquier tipo de contacto con seminaristas, en el 2000 se calzó de nuevo la sotana para oficiar misa en Tucumán. En ese momento, Karlic ya estaba al frente del Episcopado, desde donde bregaba por la unión del país ante el inminente estallido social.

A partir de la revelación de Análisis, todo lo que le siguió fue vertiginoso. El caso llegó a los medios de alcance nacional, el arzobispo Puíggari emitió un comunicado con un tácito reconocimiento, aunque el inciso final pretendía dejar las cosas en manos de Dios Todopoderoso: “La Iglesia que quiere siempre proceder según el Evangelio y la Justicia, pide al Señor plena fidelidad a su voluntad”. El entonces arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, se encolumnó detrás de la respuesta oficial emitida desde Paraná y, por último, el procurador general de Entre Ríos, Jorge García, abrió, de oficio, una investigación judicial. En apenas unos días, lo que las víctimas habían aguardado por años empezaba a concretarse.

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Hasta ese jueves 29 de agosto de 2013, Julieta Añazco nunca había participado de un escrache. Menos aún había imaginado que esa primera experiencia la tendría como protagonista. Le costaba pensar cómo sería el momento en que quedase cara a cara con el cura Héctor Giménez, que había abusado de ella cuando tenía 10 años durante los campamentos que, desde la iglesia Nuestro Sagrado Corazón de Jesús de City Bell, organizaba, entre los veranos de 1980 y 1982, en Bavio, dentro del partido bonaerense de Magdalena.

En 2013, Giménez seguía activo. Cuando lo supo, Añazco irrumpió en la capilla del Hospital San Juan de Dios escoltada por organizaciones feministas. Vestía una remera negra con letras blancas: “Basta de curas abusadores”. Con ella, también la Iglesia quiso aplicar su amansadora. Por eso en los sucesivos años fue convocada desde el Arzobispado de esa ciudad, conducido por Héctor Aguer, para intentar persuadirla de que habían hecho lo correcto de acuerdo al Derecho Canónico.

Angustia, tristeza, miedo y  bronca. Todo eso dice que sintió cuando vio a Giménez. El cura la miró sin inmutarse. Sin embargo, ahí, por fin, supo que necesitaba eso que tanto la aterró: un momento solos. Sin pensarlo, todavía paralizada,  le recordó como pudo que abusaba de los chicos hasta en el momento de la confesión: “Pude decirle que no se iba a olvidar de mí hasta que se muera”.

Después de buscar, la platense Añazco encontró el reparo que necesitaba en la Red de Sobrevivientes de Abuso Eclesiástico (cuyas siglas en inglés son SNAP). Allí, halló un estímulo para conseguir lo que la Iglesia y la justicia le niegan: el enjuiciamiento de Giménez, quien ya en 1996 había sido detenido por el abuso de cinco menores en Magdalena. En enero del año siguiente los jueces Raúl Delbés y Horacio Piombo lo liberaron: el entonces arzobispo Carlos Galán se comprometió a garantizar la presencia del excarcelado en su sede eclesiástica.

Al frente de SNAP se encuentra la estadounidense Barbara Blaine, para quien hay un camino que se repite. Después de años, quizá décadas, en que las víctimas procesan lo que vivieron, que será algo que pervivirá con ellas por siempre, lo primero que suelen hacer aquellos que se animan a buscar algún tipo de salida es acercarse a algún representante de la Iglesia, buscando advertirles para que otros no padezcan el mismo flagelo. En general, la recepción eclesiástica es ignorar, minimizar y, finalmente, dilatar la respuesta, normalmente con promesas que no cumplirán, para que el reclamo se disuelva. Se opera, así, un proceso de revictimización.

Para poder racionalizarlo, Blaine, que también fue víctima, primero escuchó y leyó centenares de casos desde 1988. Su recorrido fue expuesto al mundo a comienzos de 2016 cuando Spotlight recibió el Oscar a la mejor película. Blaine anda siempre con sus números a mano. Según ella, sólo en Estados Unidos, funcionarios católicos reconocieron que 100 mil niños y niñas han sido abusados por los sacerdotes. Hasta 2016, unos 6300 curas fueron acusados públicamente por esta causa.

Recién en 2009, a regañadientes, el delegado del Vaticano, Silvano Tomassi, hizo una concesión ante el requerimiento del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas: de acuerdo con los números de la Santa Sede, entre el 1,5 y el 5% del clero católico está involucrado en casos de abusos sexuales a menores. Los miembros de la comunidad católica institucional en todo el mundo son 440 mil, por lo que, sobre la base de esa cifra, entre 6 mil y 20 mil curas habrían cometido delitos de pederastia.

Convertida en la representante de SNAP en el país, en 2015, Julieta Añazco fue la primera argentina en exponer en la conferencia anual de SNAP en Washington. Casi sin recursos, viajó hacia la capital estadounidense, donde reseñó once casos de abusos de curas locales, entre ellos el de Ilarraz. Un detalle: incorporó el encubrimiento institucional a su ponencia.

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Como la mayoría de las víctimas, Añazco también se esperanzó cuando Bergoglio se convirtió en Francisco en marzo de 2013. Más aún cuando, tras sentarse en la silla petrina, convocó a una mesa compuesta por víctimas de abuso eclesiástico. Ninguno de los invitados era argentino. Alguna vez, un emisario de Bergoglio le acercó una invitación para ser recibida por el Papa, pero su respuesta fue contundente: si es para anunciar cambios de fondo en el Código Canónico, sí; si es para la foto, no. Ese encuentro nunca sucedió.

El sábado 4 de junio de 2016, Francisco firmó el decreto titulado “Como una madre amorosa”, por medio del que se estableció que a partir de ese momento los obispos que hayan actuado con “negligencia” en los casos de abusos serán “removidos”. De inmediato, Carlos Lombardi, uno de los abogados del SNAP en Argentina, enumeró los que deberían quedar en una situación complicada: Aguer, de La Plata; Carlos Marino, de Mar del Plata; Puíggari, de Paraná, y José María Arancedo, presidente del Episcopado, entre otros. Después, fue tajante.

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—Es otro barniz de supuesta legalidad. Es una aberración jurídica, donde juegan a ser transparentes pero todo lo cocinan ellos, se juzgan entre ellos, nombran comisiones con juristas digitados por ellos, las personas que se eligen tradicionalmente no pueden pensar distinto, se fomenta el contubernio, el lobby y la violación de derechos. Si se lee en detalle, el acusado puede ’encontrarse’ con los superiores de las congregaciones. Eso se llama ‘alegato de oreja’.

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Vergüenza es lo primero que siente el niño tras el abuso. Le sigue la confusión, acompañada por una pregunta: ¿cómo alguien que inspira un respeto sagrado le podría hacer algo que lo perjudique? La psicóloga marplatense Patricia Gordon tras escuchar, mediante la Cámara Gesell, a los niños que atestiguaron abusos en el jardín Nuestra Señora del Camino -que depende del Obispado de Mar del Plata-, concluyó que “tanto fue el daño que esas escenas perduraron por años en sus cabezas, en un permanente intento de recordar, para algún día elaborar, tanto daño”.

Muchos deciden anular esa etapa de su vida, aunque pese sobre su forma de relacionarse con su entorno por siempre. Otros, en cambio, se rebelan, movidos por el asqueo que les genera la hipocresía de la cúpula católica.

—Yo di el paso por mí y por el resto de los muchachos, incluso por aquellos que son víctimas y no lo denunciaron. Se siente liberación. Se siente lo que se siente cuando uno se saca un gran peso de encima. Uno no solamente dice algo, sino que rompe y quiebra una atadura impuesta por los que resguardaron su prestigio a costa del dolor— respondió, vía whatsApp, Fabián cuando le pregunté porqué había decidido romper el anonimato con todo lo que eso conlleva.

Para él, en el fondo, las respuestas que dieron durante estos años Puíggari y Karlic son paternalistas, de idéntico tenor a las que brindaban cuando alguno se atrevía a quejarse en la década del 80. “Ya no somos niños”, me escribió en otro momento. Se trata de enfrentar la vida que les tocó: “Creo que, en un punto, todos debemos tomar las riendas de nuestras vidas, hacer frente a las cuestiones internas y mirar sin miedos. No nos podemos permitir que nos sigan tratando como niños. Hoy somos hombres que cuestionamos, damos la cara y miramos con sentido crítico lo que sucedió”.

Dos décadas, tres papas, cinco presidentes de la Conferencia Episcopal Argentina, tres arzobispos de Paraná y las marchas y contramarchas de la causa, tuvieron que pasar para que, tras más de un cuarto de siglo, por fin, después de la confirmación del Tribunal de Apelaciones, el 28 de septiembre de 2016, las víctimas tuviesen la íntima convicción de que en 2017 empezará el juicio oral contra Ilarraz. Y, tal vez, comience a cerrarse la herida.