Crónica

Los indignados de Francia


Que se vayan tous

¿El movimiento contra la reforma laboral puede ser el inicio de una alternativa a la ultraderecha que crece en Francia? Desde hace una semana hay un acampe en la simbólica Plaza de la República, que sufre represión casi diaria del gobierno socialista. Marco Teruggi explica la compleja situación que une a la crisis política con la económica.

Fotos: Analía Cid

Son las seis y media de la tarde del domingo 34 de marzo. Sentadas en un semicírculo en la Plaza de la República unas dos mil personas miran hacia un pequeño palco. Alguien toma la palabra y anuncia: “Este movimiento inventa su propio modo de funcionamiento”. Hace más de cuatro días que en París se suceden las reuniones de lo que hasta ahora parecía un movimiento impensado, el que está estirando al mes más allá de cualquier límite: creando el Marzo francés.

En lo alto del palco una bandera pide por el derecho a la vivienda. Abajo, al costado izquierdo, en unas carpas se instalaron gente sin casa, desalojada o refugiada. Detrás del semicírculo sigue el universo construido durante estos cuatro días y noches: una recepción; un espacio de salud; uno de juego para niños; la cocina; el de basura reciclable. Hay también más carpas; puestos con libros y una universidad popular donde, durante la tarde, se dictó una clase de sociología. Todas, pequeñas construcciones hechas de lonas, palos y cartones. Durante la madrugada del 31, la Policía intentó barrer con ellas. Después Marzo no terminó. La resistencia duró también el 32. La noche del 33 desembocó en una mañana sin expulsión. La existencia del 34 fue la confirmación de que lo que fue convocado bajo el nombre de “noche despierta” se transformó en un llamado que muchos esperaban, necesitaban, en un país donde todo parecía caer, marcado a fuego por los atentados del 7 de enero y 13 de noviembre del 2015, que dejaron 132 muertos, jóvenes casi todos.     

En la plaza donde una multitud había rechazado al terror, a los pies del monumento que tiene en su base tres estatuas que representan la libertad, la igualdad y la fraternidad, y en su cima a Marianne, alegoría de la República, se gesta un movimiento que muchos sienten parecido al de los indignados de España. Allí cada día desde entonces la gente pasa para dejar algo, un silencio, una vela, una tristeza. Es el epicentro político y simbólico de este París, que desde el 9 de marzo se moviliza contra el intento de la reforma de la Ley del Trabajo. La gota de agua que desbordó el vaso, como muchos dicen en la asamblea, la que significó el “basta” y se transformó con la multiplicación de asambleas, movilizaciones, huelgas, acciones directas, resistencia a represiones, en este marzo sin fin que ya se despliega por veintidós ciudades del país.

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El clima era otro el 9 de marzo. La convocatoria había sido organizada principalmente por redes sociales, con firma de petitorio, videos en youtube, hashtag en Twitter (#ValemosMásQueEso). Se trataba de un movimiento espontáneo encabezado por jóvenes, sin apoyo inmediato de sindicatos, que, en Francia, reúnen al 7% de los trabajadores. Se desconocía cuál sería la respuesta del Gobierno, solo se sabía el último antecedente: el 29 de noviembre, ante la Conferencia por el Cambio Climático, la concentración había sido reprimida, también en esa misma plaza. Había entonces cierto temor, pero sobre todo una necesidad de salir a la calle ante un intento de reforma laboral que invertía las reglas de una ley construida a lo largo de cien años: ya no sería para proteger a los trabajadores de los empresarios sino a estos de los trabajadores.

“Seamos realistas exijamos lo evidente”, decía un cartel esa primera tarde que reunió a 500 mil personas en todo el país. Ya no lo imposible, simplemente lo evidente. Pero, desde que marzo no tuvo fin, pareciera haber regresar lo imposible en la agenda de los debates en la plaza de la República.

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Bernard Arnault ganó en el 2105 9,27 mil millones de euros, es decir 10 mil euros por minuto. Preside el conglomerado multinacional LVMH y es uno de los hombres más ricos de Francia. La película Gracias patrón trata sobre él y fue proyectada en la primera asamblea en la plaza. Aquella fue la “noche de pie”, convocada por los realizadores del film y la plataforma “convergencia de las luchas” para el 31, día de la huelga contra la reforma de la Ley. La consigna era sencilla: ocupar plazas en todo el país hasta el amanecer. Mostrar el film sobre cómo Arnault cerró fábricas, deslocalizó la producción y dejó con esas medidas una estela de desocupación, casas subastadas, depresiones, separaciones, aislamiento y pueblos desolados sirvió para mostrar lo que traería el cambio en la legislación. Poner en evidencia una ecuación de injusticia creciente: ganancias extraordinarias -como el CEO de Renault que ganó 7 millones de euros en el 2015, y el de Peugeot 5,24 millones- y un desempleo que alcanza al 10% de la población.

Fue supuestamente para enfrentar esa tasa de gente sin empleo que el Gobierno del Partido Socialista planteó la reforma de la Ley de Trabajo. La argumentación fue la siguiente: el sector privado no estaría contratando debido a las dificultades para despedir. Facilitar las condiciones de despido llevaría a mayores contrataciones y plantas permanentes. El Movimiento de Empresas de Francia lo sintetizó en otra palabra: “agilizar”, como un sinónimo de la deslegitimada palabra “flexibilizar”.

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La reforma plantea además aumentar la cantidad de horas de trabajo semanal; pagar las horas extras a los tres años y ya no a fin de mes; fraccionar el tiempo de descanso; realizar acuerdos salariales en cada empresa y ya no por ramas de trabajo; y poner un precio máximo a pagar en caso de despido injusto. Algunos sindicatos se sentaron durante semanas con el Gobierno para negociar algunos puntos. Quienes se movilizaron desde el 9 –y que llegaron al millón el día 31- y están en la plaza, piden el retiro completo del proyecto de reforma.

El debate se da sobre una telaraña de despidos aislados pero continuos. Dos de ellos fueron particularmente mediáticos durante los últimos años: el de Air France -empresa a la cual el Gobierno dio 109 millones de euros entre el 2013 y 2014 como incentivo para la creación de empleo- que quiso terminar con 2.900 puestos de trabajo, y Goodyear, donde los trabajadores llegaron a encerrar en su oficina al CEO durante 30 horas para impedir el cierre de la planta. El resultado fue el cierre total, 1.143 despedidos -de los cuales 12 se suicidaron-. Además hubo ocho trabajadores condenados a dos años de prisión. El caso Goodyear tuvo lugar en el norte de Francia, zona donde se desarrolla Gracias patrón, antiguo polo de extracción de carbón, hoy desactivado, como muchas otras fuentes de trabajo: de las 16 grandes fábricas que existían en 1996, hoy quedan 7. Es ahí donde más creció el Frente Nacional, partido de derecha fascista, que consiguió 30% de los votos en la primera vuelta de las elecciones regionales de diciembre del 2015, con el 51% del total de los votos obreros.

Sobre la desocupación y el miedo se construye política, una verdad que sabe leer el partido de Marine Le Pen. Su propuesta, dirigida a las clases populares, se articula alrededor del señalamiento de chivos expiatorios: Unión Europea -encabezada por Alemania- euro, inmigrantes, islam, política exterior francesa.

Su ascenso se da en el marco político de un proceso de homogeneización entre el Partido Socialista y la derecha. La tendencia la agudiza el actual gobierno de Francois Hollande con una serie de hechos. Su antiguo ministro de presupuesto -ahora implicado en el Panamá Papers- está siendo juzgado por tener una cuenta no declarada en Suiza. Al frente del ministerio de economía, el presidente que llegó al poder anunciando que su principal adversario sería el mundo de las finanzas, nombró a un ex miembro del Banco Rothschild. Además, luego de los atentados, instauró el Estado de Emergencia, es decir en los hechos la legalización del control policial, y busca ahora modificar la ley del trabajo para beneficiar abiertamente al gran empresariado. Hollande también había declarado que gobernaría a favor de la juventud.

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“Hay un hartazgo general, no nos representa este gobierno ni la clase política”, dice Camille, nombre que se han dado todos los voceros de la comisión de comunicación de prensa. Camille, en francés, es un nombre tanto de mujer como de hombre. Los sentimientos de traición y falta de representación se repiten en la plaza de la República. La mayoría de quienes hoy ocupan las calles francesas votaron por el Partido Socialista en 2012 y han visto cómo Hollande prometió defender a los trabajadores de Goodyear que luego terminaron presos. También fueron testigos cómo, desde el 9 de marzo, los estudiantes secundarios fueron sistemáticamente reprimidos -con imágenes viralizadas como la de un joven de 17 años amarrado y golpeado por la policía- y cómo, ya es una evidencia para todos, el Gobierno ha perdido todo horizonte de izquierda.

“Esta reforma de la Ley del Trabajo la soñaba la derecha, y la está llevando adelante el Partido Socialista”, es la síntesis clara y fue dada por un militante de la Confederación General del Trabajo.

El movimiento que ya construyó un lunes 35 de marzo, un martes 36, con movilización de estudiantes secundarios y nueva asamblea general, y un miércoles 37 siempre tan multitudinario, se enmarca en esa creciente crisis política que hasta el momento capitalizó el Frente Nacional, autodenominado “el primer partido de Francia”. Un escenario que, más allá de resultados electorales, se enmarca en lo que el filósofo Bernard Stiegler ha caracterizado como la “derechización de las ideas”. Las encuestas lo revelaban en el 2012: 37% de los franceses ya compartían las ideas sostenidas por el Frente Nacional. Dos años después, el sentido común ha girado aún más a la derecha. En un proceso de ida y vuelta con otro sentimiento poderoso: la falta de confianza generalizada en el futuro. Como si faltara una posibilidad de mirar hacia delante de manera colectiva y construir un imaginario común, mejor.

La voz, que se construye en la plaza de la República, emerge en ese escenario, complejo, a contracorriente. Plantea el regreso de ideas en desuso, como el cuestionamiento de la propiedad privada, la puesta en pie de la constitución de una República Social, la necesidad de construir nuevas formas de democracia participativa, recuperar la política en manos de la gente. 

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“Un francés que mata a otros franceses, que ataca a sus compatriotas, ¿puede seguir siendo francés? Mi respuesta es no”, fueron las palabras del primer ministro, Manuel Valls, pocos días antes de que finalmente Hollande abandonara una de sus propuestas de reforma constitucional más peligrosas: quitarle la nacionalidad francesa a quienes, teniendo dos, atenten contra “la nación”. Era, junto al estado de emergencia, su otra medida fuerte luego de los atentados del 13 de noviembre. La más cuestionada, que llevó a la renuncia de la ministra de justicia, provocó más división al interior del bloque socialista, y la certeza de que ante la complejidad de la situación expuesta con fuego a partir del 2015, el Gobierno prefería cerrar el debate hacia la derecha antes que abrirlo de manera amplia. Valls lo expuso con claridad refiriéndose a quienes cometieron los atentados: “Intentar comprender es disculpar”.

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Abandonar el análisis complejo de la sociedad francesa, esa fue la consigna transmitida con esa sentencia. Un mensaje que, en una sociedad golpeada, asustada, con heridas superpuestas, solo parece poder aportar más división a la división. Porque algo se descose en Francia, con señales de alarma claras: los 9 mil autos quemados en tres semanas por los jóvenes de los suburbios en el 2005, el crecimiento del Frente Nacional. Algo que alimenta la dificultad para mirar hacia adelante, creer en lo común, como si el país se desprendiera en varias partes cada vez más alejadas, asustadas unas de otras, atravesadas por ríos de desconfianza. Un terreno en el cual se adentra la literatura, como la novela Los eventos, de Jean Rolin, que retrata a Francia en estado de guerra civil, dividida en milicias de extrema derecha, izquierda, salafistas, islamistas moderados, mercenarios, con presencia de las fuerzas de las Naciones Unidas y campos de refugiados. Y no solamente la literatura hace referencia a un escenario oscuro: voceros del Gobierno han repetido una y otra vez que se logró evitar una confrontación civil luego del 13 de noviembre.  

Entre las partes que se alejan, una de ellas es señalada como problema central. Está compuesta en el imaginario colectivo y mediático por los migrantes, sus hijos y nietos, principalmente los árabes, los musulmanes, el islam, los jóvenes de los suburbios. En bloque, con desconocimiento, proyecciones que remiten a lo que en Francia intentó ser desmemoriado durante demasiado tiempo: las historias del colonialismo, de las guerras, de las construcciones peligrosas de los otros. Imaginarios que retoman un mito sostenido por quienes dieron origen al Frente Nacional: existiría una esencia en la cultura árabe/musulmana que la haría inasimilable a Francia, a la cultura occidental. No son pocos los que sostienen que Francia está siendo invadida, y aprovechan los atentados pasados para partir un poco más lo roto.

Quienes son señalados como problema nacieron en su gran mayoría en Francia. Pero siendo franceses son muchas veces vistos como otros, una parte diferente de un nosotros en debate permanente. “He nacido agujereado/solo es un agujerito en mi pecho/pero sopla en él un viento tremendo”, escribía el poeta Henri Michaux. Así nacieron -nacimos- los hijos y nietos de migrantes. Con preguntas a las que no saben contestar los padres, no encuentran repuesta en la escuela, en los discursos dominantes de los políticos, aferrados en repetir palabras como República y valores. Son los hijos, nietos y bisnietos herederos de memorias coloniales, descienden de quienes conocieron la República a través de la opresión, a los cuales les fue reservado un lugar, en gran parte, de exclusión.

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“La sociedad francesa contemporánea está tensa, la distribución de los espacios urbanos lleva inexorablemente a pensar en la del tiempo colonial, con procesos de segregación social y étnicos” explica Alexis Jenni, autor de la novela El arte francés de la guerra, que se adentra en el universo del colonialismo. El problema en Francia no es el islam -lo que no excluye abordar los debates que lo atraviesan y qué factores geopolíticos actúan-, el problema es el desempleo, la exclusión, la historia no resuelta, la descolonización de las miradas que tarda, el vacío de la política. Porque en los suburbios -llamados banlieues es decir literalmente lugares desterrados- hay un vacío y presencias que pesan: el retroceso de la izquierda clásica, principalmente el Partido Comunista, parece irreversible, el universo asociativo solo aborda lo local/social, el desempleo alcanza hasta 40% en algunas zonas, y la policía marca día a día la diferencia de los cuerpos y de las clases. En esos territorios crece la religión porque aporta respuestas posibles a identidades complejas, dolorosas, a una historia oficial y una realidad que no incluyen. El asunto es el vacío de alternativa. Los números están sobre la mesa: según el Gobierno, para el mes de marzo, 609 franceses estarían en Siria o Irak, 800 quisieran ir, y más de 200 han muerto. De esa cantidad algunos son de barrios populares, otros de zonas rurales y clases medias. ¿Cuánto representan sobre los 6 millones de musulmanes de Francia? Muy pocos ¿Cuántos de esos 6 millones y del universo de las banlieues está presente en la plaza de la República? ¿Quiénes plantean recuperar la política y construir nuevas formas de democracia?

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Existe una crisis de la política, de representación y participación. Junto a eso una tendencia de la economía iniciada en los 80, que genera ganancias extraordinarias al capital privado, cada vez más concentrado y multinacional. El libro de Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI, lo demuestra sin dejar lugar a dudas. Un ejemplo: los patrimonios privados representan el 95% del patrimonio nacional, el Estado -que en 1950 tenía 30% del patrimonio- ha privatizado sistemáticamente a partir de mediados de los años 80: Renault, Air France, las autopistas, el correo, las comunicaciones, etc. Beneficiando a los empresarios, precarizando al mundo del trabajo. Los ricos han vuelto a tener tanto capital acumulado como en la antesala de la Primera Guerra Mundial, la llamada, por ellos, Belle Époque. Para esa acumulación han gobernado el Partido Socialista y la derecha de manera alternada durante los últimos 30 años. Por eso la crisis de la política y de la economía se unen. Por último, y no menos importante, se encuentra la diversidad del universo de lo popular atravesado por las memorias que queman y los imaginarios que dividen. Ante eso algunos buscan al Frente Nacional, otros encuentran en la religión respuestas necesarias, muchos simplemente ya no creen. “Hay un hartazgo colectivo, nadie cree en nada”, sintetiza Jean, un joven secundario que participa en la página Bondy Blog, una plataforma de comunicación de jóvenes de un suburbio parisino.

Nunca fue tan necesario un movimiento de transformación como ahora, nunca tan complejo tampoco. La plaza que lleva seis días ocupada no representa esa diversidad, parece centralmente de clases medias urbanas. La juventud de los suburbios, que en su mayoría no estuvo en movilizaciones como la que tuvo lugar luego del ataque a Charlie Hebdo, no parece acercarse al centro parisino. Algo no la convoca, por la explicación de Jean, los vacíos, las distancias impuestas y construidas. En las asambleas generales se debate acerca del tema: es necesario crecer en cantidad y en representatividad. Que sean parte de las denominadas asambleas ciudadanas los taxistas que en lucha contra el sistema Uber, los trabajadores en huelga en los ferrocarriles y hospitales, los campesinos que están frente a una emergencia económica, los que producen ecológicamente, los miles de migrantes que acampan donde pueden. Y que nazcan asambleas en los suburbios. Algo parece funcionar en el llamado, en el efecto de la persistencia: con el correr de los días el mundo que se crea en la plaza se vuelve más heterogéneo, tiene más de la posible República por venir, aquella que pueda volver a unir el país que se deshace, ser libre, fraterna, igualitaria, es decir hecha más allá del capital, el colonialismo y el patriarcado.

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El marzo sin fin está en desarrollo. Por decisión colectiva habrá una asamblea general cada día a las seis de la tarde, una dinámica que irá junto al ciclo de protestas abierto contra la reforma de la Ley del Trabajo, que tiene en su agenda una movilización de las centrales sindicales el sábado 40. Resulta difícil saber hasta cuándo seguirá, cómo serán sorteadas la cantidad de inexperiencias políticas y organizativas acumuladas, cómo reaccionará el Gobierno incómodo con la plaza, tensionado entre el estado de emergencia, la necesidad de la reforma, las elecciones presidenciales del 2017 que ya están en debate -se prevé que el Frente Nacional llegue al balotaje. Lo importante es que en una sociedad que estaba atravesada por el silencio, el escepticismo y golpeada por los atentados, algo se movió y comenzó un camino que busca ser colectivo, recuperar algo perdido, algo que nunca existió. Decía el poeta Paul Éluard: “Nous n’étions que quelques uns, nous fûmes foule soudain”, éramos pocos, de repente fuimos multitud.