Crónica

Gabriel García Márquez


TE PREFERÍAMOS MUERTO DE AMOR

Ayer a los 87 años falleció Gabriel García Márquez, escritor excelso, maestro de periodistas. Una de sus alumnas, la escritora colombiana Patricia Nieto, lo recuerda a través de sus personajes, del enojo furioso que tuvo aquella tarde en Cartagena, del portazo que dio al irse del aula, dejando a sus estudiantes en la intriga. Porque lejos del mármol, el Nobel latinoamericano de las letras era, sobre todo, una persona sensible.

Conocí a la madre de Carlos Centeno mucho antes que a Gabriel García Márquez. La vi en el vagón de tercera clase. Viajaba pegada al espaldar recto de la silla, sostenía una cartera de charol desconchado y le ordenaba a una niña de doce años cerrar las ventanas para evitar que el pelo se le llenara de carbón. Viajé con ella y con su silencio por caseríos ardientes cercados por plantaciones de banano. A punto de descender en un pueblo seco y sediento la oí advertir que allí no podrían beber ni llorar. La seguí por las calles solitarias hasta la casa parroquial donde un cura somnoliento quiso saber cuál tumba buscaba. La escuché responder: la de Carlos Centeno. Y segundos después, agregar: el ladrón que mataron aquí la semana pasada. Yo soy su madre.

Frecuenté tantas veces a esta mujer que empecé a considerarla familiar. Comenzaba la década del 80 y yo vivía al pie de un páramo de la cordillera central de los Andes colombianos. En los pueblos fríos, donde la neblina arropa las casas desde antes del atardecer, las noches son largas, silenciosas y enigmáticas; y tal vez por esas características son también propicias para la fabulación. Volví a la mujer del vestido negro cortado como una sotana y a la niña que celaba un ramo de flores envuelto en papel de periódico casi todas las noches. No sé lo que buscaba en ellas, en sus lutos rigurosos y pobres, en el viento ardiente que les mortificaba la piel, en el fiambre flaco que atesoraban en un empaque de plástico, en los parpados azulosos de la madre, en el paso digno con el que atravesaron la plaza sin perturbar la siesta .Permanecí muchas horas en los recodos de esa historia, que ocupaba apenas un rincón de Los Funerales de la Mama Grande, sin pasar la página. Me perdí en La siesta del martes sin saber que tan pocas páginas eran mi impronta ética y estética.

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El 21 de octubre de 1982 la magia con los Centeno se rompió cuando la profesora de español dijo ante diecisiete niñas que Gabriel García Márquez era el nuevo Premio Nobel de Literatura. Un día después escuché la voz arrulladora del escritor por la radio y lo vi en la pantalla deslucida del televisor. García Márquez, con sus mariposas amarillas, me cegó de repente ante la madre de Carlos Centeno. Me fui detrás de él y de su mano llegué a Macondo, un universo desmesurado y avasallador creado apenas con palabras.De la fascinación por el poder de la escritura para fijar la complejidad tal y como me la dejó ver García Márquez, no pude escapar jamás. Hoy, cuando supe de su muerte, sentí que la tierra se hundía debajo de mis pies. Tal vez me supe huérfana porque la epifanía del del lenguaje propio es el primer paso para hallarnos en el laberinto que somos y él, García Márquez, iluminó un camino por el que cientos de jóvenes de América Latina decidimos echar a andar.

La siesta del martes se convirtió para mí en un territorio de búsquedas intensas. No solo era un pañuelo que en cada pliegue escondía la potencia de sus personajes, la trama de una historia abierta, la contundencia de un lenguaje que acariciaba o golpeaba; ese cuento era desgarrador y compasivo como es, a veces, la vida misma. Con ese descubrimiento, la fascinación por la escritura como fin, como objeto, como producto dejó su lugar a una perturbación que no cesa, a una inquietud que mantiene se mantiene en vilo, a una incomodidad que aporta tanto de adrenalina como de angustia, a un aguijón que obliga a estar en pie, expectante, alerta.

Empecé, como seguramente lo hicieron todos, a preguntarme cómo se cuenta un cuento. Dediqué horas a desarmar el engranaje. Sobre mi mesa de disección estaba El ahogado más hermoso del mundo y lo contemplé durante horas como lo hicieron las mujeres del pueblo. Lo vi acercarse sin banderas y las escuché decir que tal vez era una ballena. Presencié a hombres y mujeres consternados ante la imagen rotunda del ahogado más pesado que todos los muertos conocidos, oloroso a mar y envuelto en vegetaciones oceánicas. Escuché a la más vieja llamarlo Esteban y a todos repetir ese nombre y fantasear con que era el que siempre les hizo falta. Y vi cuando le cosieron una camisa de bramante de novia para vestirlo y dejarlo continuar su viaje con dignidad. También estuve en la despedida al pie del acantilado y recuerdo las palabras del duelo: miren allá donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacía donde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

Pero la minuciosa taxonomía de nombres y significados, de metáforas y representaciones, de escenas y sentidos ocultos no fue útil para romper el cascarón y encontrar una grieta por donde derramar mi angustia. Tal vez fue el Coronel el que abrió los diques con su presencia carnal. Él me habló desde las páginas de un libro amarillento apenas cubierto por una tapa de cartón desgastado y yo lo escuché. Esa fue sin duda una segunda epifanía. La primera, el deslumbramiento ante el poder de las historias; y la segunda, el descubrimiento de que la voz de los otros es la fuente natural por la que corre el embrujo de los relatos. Por boca del Coronel me enteré de sus guerras inútiles, de sus amores ruinosos, del hilo de sangre con el que quedó atado a su hijo asesinado, de su agonía silenciosa y prolongada.

La empatía con el Coronel me dio la energía para exponerme al mundo. El Coronel estaba en las esquinas, en las tiendas, en las iglesias, en los mercados. Su rostro se parecía al del obrero abatido por la canícula, al del recolector de cebollas en las sabanas frías, al del minero que rompía la montaña en pos de una esmeralda. Su voz, sobre todo su voz, se reeditaba en la del soldado confinando en la frontera desértica, en el canto de la maestra enviada al corazón de la selva, en el murmullo melancólico de la madre de un desaparecido. La voz del Coronel fue el cable a tierra, me liberó de la alucinante burbuja que suele fabricar el lenguaje enaltecido y me nutrió con las voces callejeras provistas de una poética tan profana como auténtica. El Coronel vino a dirigir mi marcha. Entonces la preocupación por la belleza del estilo entró en reposo y se avivó una inquietud de otro talante: tener algo para decir. Y solo entonces, al tener algo para decir, hacer los mayores esfuerzos para convertir ese qué en un relato memorable.

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Cuando me separaba del Coronel, cuando la madre de Centeno era un dulce recuerdo, cuando ya no soñaba con El ahogado más hermoso del mundo, cuando me lanzaba al asfalto en busca de voces que me ayudaran a construir un relato personal, conocí a Gabriel García Márquez. Leía en voz alta el primer capítulo inédito de Noticia de un secuestro y sonreía después de cada punto y aparte. Mientras nos acunaba con su musicalidad caribeña, yo esperaba el momento de la revelación. Quería saber cómo se cuentan las historias y deseaba que en algún instante de ese taller, el maestro descubriera el misterio. Pero su sonrisa pronto se desdibujó, sus cejas se hicieron dos arcos rígidos y las manos se crisparon como las de un gato en alerta. El sonido de una grabadora en acción rompió la fascinación y el maestro se transformó en fiera. Quería saber quién había ocultado una grabadora; quién se atrevía a llevarse su voz y con ella la primicia de un libro todavía en borrador; quién rompía el pacto de confidencialidad entre maestro y alumnos; quién de los clavados a los asientos con su mirada inquisidora era capaz de traicionar a sus fuentes; quién representaba el lado más oscuro del oficio al que había dedicado la vida. Ni un suspiro cortó el silencio que siguió al portazo con el que se despidió.

Más tarde, cuando la brisa le devolvió el buen humor, regresó con un consuelo. Me queda suponer, dijo según mis recuerdos, que muchas transgresiones éticas que avergüenzan al periodismo no son siempre por inmoralidad sino por falta de dominio profesional. Y confesó que a partir de esa certeza había soñado la Fundación para un nuevo periodismo iberoamericano, la misma que nos albergaba esa tarde de 1995 en el Palacio de Bellas Artes de Cartagena. Las horas siguientes se convirtieron en una catarata de anécdotas reveladoras. Ante algunos de sus recuerdos sonreía y por otros casi blasfemaba. Las horas de taller corrieron como agua en el lecho de un arroyo sin piedras pese a que el responsable de la osadía se confesó.

Regresé a mi casa sin saber cómo se cuentan las historias, con un dolor profundo porque ni la madre de Centeno, ni el Ahogado, ni el Coronel aparecieron en las palabras de su creador, presa de un desconcierto que solo cesó días después cuando reconocí que había asistido a la clase de ética más importante de toda mi vida. No volví a ver a García Márquez durante más de una década. Y cuando lo tuve al frente de nuevo, me dediqué a mirarlo como se contempla a los seres que amamos. Celebraba su cumpleaños número 80 y ante decenas de amigos y alumnos apagó las velas y bromeó. No me acerqué, no le hablé. Simplemente lo dejé pasar como a un viento tibio, benévolo. Quise dejarlo pasar pero él jamás se fue. Aparece cada vez que me pregunto cómo contar una historia. Regresa cada vez que los grises tiñen mis relatos. Vuelve cuando Colombia se desgarra y quiero recobrar la confianza.

Ayer, un poco antes de que el crepúsculo se hiciera rojizo en la pampa, regresó ya muerto. Se instaló entre algunos de los que hemos aprendido a querernos al amparo de su sombra y nos hizo hablar de su escritura embrujada, de la voz de los otros como espíritu de la crónica, de mirar con los ojos abiertos como método, del reto de narrar la complejidad de lo que somos, del vagar por los laberintos de nuestra propia historia para encontrar una voz, del vértigo en busca de la belleza de la palabra, de la obligación de tener algo que decir para presentarnos sin temor como cronistas de nuestro tiempo.