Ensayo

La era Trump


El desastre republicano

La llegada del millonario republicano a la Casa Blanca corona una estrategia de copar estados con un discurso marginal conservador que terminó por asfixiar en las urnas a las élites políticamente correctas. El reconocimiento del matrimonio entre personas del mismo sexo y la extensión de la cobertura de salud, los primeros pasos importantes en un sentido progresista desde la presidencia de Johnson, han quedado bajo amenaza con el nuevo presidente electo. Un análisis del politólogo Marcelo Leiras.

Imagino que a mucha gente a la que le interesa la política le pasa como a mí, que hace semanas leo todo lo que se me cruza sobre las elecciones en Estados Unidos o, debería decir, sobre la elección de Trump. Antes del martes negro leí innumerables retratos del energúmeno, de sus potenciales votantes, de la armada brancaleone que lo acompañó en la campaña, consulté obsesivamente esos modelos predictivos (¡esos modelos predictivos!) para tranquilizarme, para alimentar mi creencia sobre: mil y una razones por las que el mal en el mundo no es posible. Entre otras cosas leí esta nota de Thomas Mallon, novelista, para quien Trump es un personaje plano, vacío, que solo podría entrar en un relato como espectro, incapaz de actuar, incapaz de mirar. No estoy escribiendo ficción, pero algo de lo que dice Mallon debe funcionar en general porque trato de describir el personaje que estuvimos aguantando todos estos meses y no puedo.

He escuchado y repetido que Trump no tiene problema en afirmar una cosa y luego lo contrario, como si no creyera. Pero, reparo ahora, eso no lo hace menos peligroso. Mientras se escucha decir que un tipo al que torturaron durante meses es un loser, ¿se siente piola, piensa que está dejando al otro sin respuesta o se avergüenza y se pregunta qué va a hacer la próxima vez que se cruce a ese tipo en Washington? Y cuando se burla imitando a un periodista con problemas motrices, ¿espera que su interlocutor ausente se sienta humillado? ¿Se lo imagina puteando frente al televisor? Esa humillación, ¿lo alegra, lo hace sentir superior? ¿O el castigo imaginario para quien lo lastimó contradiciéndolo lo tranquiliza, lo devuelve al orden de su ciudadelita interior sitiada?

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Cuando hace alguna de esas cosas en público y lo aplauden se siente aprobado, obvio, pero cuando las hace y la respuesta es silencio, ¿se alegra de aguantar el rechazo? ¿Se siente fuerte? Cuando boquea que puede agarrar de la concha a una mujer para besarla como se agarra a un hombre de las bolas para someterlo, ¿se sobresalta escuchándose decir algo que sabe que no hizo nunca? ¿Recuerda el gesto de asco de alguna mujer que lo rechazó? ¿Cree que los que lo escuchan se ríen porque los divierte o porque le tienen miedo? ¿Lo dice mirándolos para hacerlos sentir parte y para ver cómo reaccionan o mira para otro lado para subrayar la distancia y como si le fueran indiferentes? La resonancia interior de esas palabras tiene que ser muy corrosiva y si nada de eso resuena, tanto peor. Los controles internos que funcionan para la mayoría de la gente en este tipo están apagados. Puede decir y hacer cualquier cosa, sí, pero nada de lo que conocemos que hizo o dijo es sensato. No hay ningún motivo para esperar nada mejor que lo que Trump no para de exhibir desde hace treinta años.

Un hombre despreciable o vacío va a comandar las Fuerzas Armadas, el arsenal nuclear y los servicios de inteligencia, por lejos, más grandes del mundo. Algún mecanismo de protección no nos deja creer que las cosas muy malas pueden ocurrir. Quizás por eso muchos nos sorprendimos con el resultado del 8 de noviembre. Para encontrar razones para lo que no pudimos pensar, hemos dado y recibido explicaciones amplias como el horizonte oscuro que espera, hondas como el hueco del que salen las cosas que dice Trump. La combinación de causas que llevó a esta tragedia, en cambio, es estrecha y superficial.

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Entre las muchísimas explicaciones que sigo leyendo, me interesaron esta brillante exposición de George Lakoff sobre cómo alguien puede pensar que Trump tiene razón en algo, la archicompartida, lúcida profecía de Michael Moore (no toda ella, sino las razones 1 y 3), la lectura de los últimos datos de encuestas de Franco Rinaldi, que le bancó los trapos a Trump durante toda la campaña con estoicismo digno de causas buenas y el sensible retrato de los que no fueron a votar a Clinton y los que salieron a votar al candidato republicano que Martín Plot publicó en Anfibia. Todos estos análisis son veraces e inteligentes. Ahora, el hecho que ayudan a entender es tan categórico pero no más inexorable que el gol de Götze en la final de Brasil 2014 o que la trayectoria de la pelota de tenis en Match Point de Woody Allen.

Un hecho de consecuencias gravísimas debiera resultar de una avalancha de fuerzas que van en el mismo sentido, ¿no? No siempre. Este que nos preocupa surge de una combinación de múltiples factores más parecida a la que hace que una moneda caiga cara o ceca. No dejo de pensar esto desde la madrugada del miércoles 9/11. Theda Skocpol lo explicó muy bien en la entrevista que se puede consultar acá.

El triunfo de Trump no es parecido al de Obama en 2008, ni al de Alfonsín en 1983,ni al de Reagan en 1980. Trump no percibió ni expresó un nuevo momento histórico, no generó un nuevo movimiento social (se montó sobre algunos existentes), no le puso nuevo nombre a una experiencia compartida por muchos, no juntó segmentos del electorado que antes votaban separados, no desafió las creencias establecidas ni los lugares comunes del discurso público. La consecuencia más sorprendente resultó de una elección típica.

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Como explica muy bien Larry Bartels, el martes 8/11 cada partido recibió en cada estado un porcentaje de votos muy semejante al de las tres elecciones previas. Cierto, Clinton perdió todo lo que no podía perder: Pennsylvania, Michigan y Wisconsin y le fue muy mal con los votantes blancos de clase trabajadora. En esos estados, en 2012 a Obama le había mucho mejor y en ese segmento de votantes también le fue mejor que a Clinton pero de todos modos lo votaron menos que a Mitt Romney. Esos votos demócratas en el colegio electoral se perdieron por muy poco y no es la primera vez que a un candidato presidencial de ese partido le va mal con la clase trabajadora blanca. Tampoco es la primera vez que le va mal con los blancos en general, con los ricos, con los hombres, con los cristianos no católicos y con los viejos.Cada equipo jugó con las fuerzas propias, estables y de tamaño parecido a las que reúne desde hace muchos años y ganó, como ocurre en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, el que consiguió que una proporción más alta de su gente saliera a votar.

Es comprensible que una parte de los trabajadores norteamericanos esté decepcionada con los resultados económicos de las presidencias demócratas y que rechace la representación de una elite política condescendiente y autista, incapaz de imaginarse o recordar cómo se vive fuera del mundo rococó de consumo abundante e hipersofisticado. No es sorprendente que muchos de esos trabajadores se entusiasmen con el candidato que denuncia las políticas comerciales que se llevaron muchos empleos con buenos sueldos a otros países. Pero estas debilidades del Partido Demócrata no son nuevas. La confianza en que la deriva demográfica, la mera diferencia entre el ritmo al que nacen los hijos de la gente que los vota ahora y el ritmo al que mueren los abuelos votantes republicanos,les da una ventaja indescontable en las elecciones presidenciales es una creencia vigente desde hace por lo menos diez años. Esa creencia y el desplazamiento hacia la derecha de los republicanos parecen haber inspirado la fe en que una mitad el electorado los va acompañar independientemente de la pobreza de su discurso y sus políticas. Los resultados demuestran que esa fe no es infundada. Ocurre que a veces, como en 2000 o en 2004, no alcanza para ganar.

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Mientras tanto, el Partido Republicano hace política.No dejó de hacerla desde que la aparición de Ross Perot les hizo perder contra Bill Clinton la elección presidencial de 1992. Se recuperaron y ganaron muy cómodos las legislativas de 1994 con un contingente de legisladores sin experiencia previa que, anticipando la experiencia del Tea Party en 2010, llevaron el discurso y el voto en el Congreso del Partido a lugares que antes solo los candidatos marginales se habían atrevido a transitar. En 1995, como volvió a pasar en 2011, rechazaron el presupuesto que les presentó Clinton y dejaron un mes sin financiamiento al gobierno federal. La intransigencia les hizo perder votos en la presidencial de 1996 pero no influencia política porque el marido de Hillary en su segunda presidencia se apropió de dos de las banderas que habían levantado esos republicanos rebeldes: redujo la protección social a los más pobres y se comprometió a eliminar el déficit fiscal.

A partir de enero el Partido Republicano controlará la presidencia, la Cámara de Representantes y el Senado. Podrá designar varios miembros de la Corte Suprema de Justicia y continuará gobernando dos tercios de los estados con mayoría en sus legislaturas. Este predominio institucional corona varias décadas de ascendiente ideológico y político conservador. El reconocimiento del matrimonio entre personas del mismo sexo y la extensión de la cobertura de salud son los primeros pasos importantes en un sentido progresista desde la presidencia de Johnson (la de Bill Clinton no dejó ninguno). El primero de ellos es probable que perdure. El segundo, casi con seguridad, no. En el mismo período la mayoría de los estados restituyó la pena de muerte, aumentó drásticamente la población carcelaria y el riesgo de que los hombres jóvenes pobres pasen largos períodos presos por delitos menores; se redujo la asistencia social para los más pobres al mismo tiempo que la presión impositiva sobre los más ricos, el Estado norteamericano comenzó a retener a cientos de personas sin causa sin posibilidad de defensa, utiliza drones y procedimientos similares para asesinar fuera de su territorio personas que considera sospechosas, incluyendo ciudadanos norteamericanos, admitió oficialmente el uso de tormentos para obtener información en interrogatorios y agravó los conflictos internacionales y étnicos en Medio Oriente después de invadir Irak, un viejo anhelo del conservadurismo reaccionario, con excusas falsas. Hacemos bien en alarmarnos con la elección de Trump, pero en Estados Unidos el futuro llegó hace rato.

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Muchos votantes norteamericanos rechazaron y rechazan estas políticas. El país está dividido, lo escuchamos mil veces estos días. Las ciudades grandes votan de un modo, los pueblos chicos de otro. Los estados de las costas son demócratas, los del interior, republicanos. La división partidaria es social y es profunda, la polarización ideológica es marcada, pero siempre ganan los mismos. Ganan, creo yo, porque saben qué quieren conseguir y qué quieren impedir cuando gobiernan. Porque suman apoyos de grupos de votantes y organizaciones sin resignar la dirección de sus políticas. Porque tienen claro cómo quieren vivir y quién amenaza esa forma de vida. Nada de eso les pasa a los demócratas. Es curioso que la elección de Trump se interprete como una reacción. Si sus votantes reaccionan no es contra políticas sino contra cambios sociales que ocurrieron quizás no con independencia de las políticas pero sí de su orientación partidaria. Por ahí ese es el problema de la política estadounidense: cuando ganan los republicanos puede ser un desastre y cuando ganan los demócratas no pasa nada.