Ensayo

Gramsci para Cambiemitas


La hegemonía era un blef

“Hegemonía”, dijeron analistas políticos al definir el panorama posterior al triunfo electoral de Cambiemos hace seis meses. ¿Cuáles eran, y son, los factores que ponen en duda la existencia real de una supremacía macrista? Para Fernando Rosso, ni las condiciones políticas o económicas nacionales, ni el complejo escenario internacional, ni la relación de fuerzas, ni los precarios consensos coyunturales permitían antes, y menos ahora, hablar de una nueva hegemonía.

Giro inesperado, cambio brusco, golpe intempestivo, alteración repentina y, como no, “cisne negro”. Estas fueron algunas de las respuestas ensayadas en las vertiginosos horas de corrida cambiaria, precedida por una crisis política provocada por los tarifazos. Ambos factores pusieron en cuestión la “gobernanza” macrista y empujaron en unos pocos días a una variación drástica de la orientación económica que implicó una devaluación de hecho, la pérdida del 10% de las reservas, un alza violenta de las tasas de interés del Banco Central -con el consecuente impacto recesivo sobre la economía-, un ajuste fiscal y recorte de obra pública y una vuelta repentina a ese Mercader de Venecia odiado por la gran mayoría de los argentinos en la búsqueda desesperada de un rescate: el Fondo Monetario Internacional. El paquete de conjunto decretó lisa y llanamente la muerte en dos tiempos del tan mentado gradualismo: Nicolás Dujovne le dio un golpe que lo dejó grogui sin destilar y Mauricio Macri le dio el tiro de gracia.

 

Que todo lo sólido se desvanece en el aire o que predecir es muy difícil, especialmente si se trata del futuro, pueden servir de consuelo para aquellos que depositaron excesiva confianza o expectativas exageradas en el experimento Cambiemos. Pero ¿era tan sólido lo que parece desvanecerse? y ¿no estaba el futuro repitiendo el pasado?

 

La crisis financiera (que no es sólo financiera) y la furiosa corrida contra el peso, así como en diciembre pasado la tormenta política motorizada por la contrarreforma previsonal, revelaron que -de mínima- fue apresurado hablar de una nueva “hegemonía” del PRO y su coalición, luego del aparente Hiroshima de 2015 confirmado por el Nagasaki de 2017.

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“El error en el que se cae frecuentemente en el análisis histórico-político consiste en no saber encontrar la relación justa entre lo orgánico y lo ocasional. Se llega así a exponer como inmediatamente activas causas que operan en cambio de una manera mediata, o por el contrario afirmar que las causas inmediatas son las únicas eficientes. En un caso se tiene un exceso de ‘economismo’ o de doctrinarismo pedante; en el otro, un exceso de ‘ideologismo’; en un caso se sobrestiman las causas mecánicas, en el otro se exalta el elemento voluntarista e individual.”

 

La sentencia pertenece al hombre que -aunque no fue el primero ni el único que problematizó la cuestión de la hegemonía- sí le otorgó una centralidad en su pensamiento teórico: Antonio Gramsci. También fue quien más seriamente la trabajó antes de que un ejército de pensadores y divulgadores de todo tipo y color abusara del concepto hasta transformarlo en una categoría que al explicar todo, no explica nada.

 

Este error recurrente se manifestó en los análisis del macrismo al considerar que la complejidad de la política se agotaba en la astucia para ganar elecciones y que triunfo electoral se traducía inmediatamente en hegemonía.

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Este tipo de pensamiento se complementaba con otro que extraía un sólo elemento (la “hegemonía”, en una versión reducida) y le daba un valor sin límites separándola del conjunto del sistema teórico y del método al que está íntimamente relacionada. Un método que contiene otros factores esenciales como las condiciones que impone la estructura económica general, las relaciones de fuerzas sociales o las condiciones internacionales.

 

Pero además, estas lecturas se apropiaron de una versión amputada de la hegemonía que tiene sus precursores en los anales del eurocomunismo y a uno de sus últimos representantes en el fallecido Ernesto Laclau: la hegemonía es reducida a “batalla cultural” y la batalla cultural a mera contienda electoral. Con el mismo prisma se leyeron los años kirchneristas y la misma vara se usó para pensar qué es el experimento Cambiemos.

 

Las explicaciones que afirmaban que Cambiemos había logrado “desconectar” la política de la economía con el manejo aceitado de los instrumentos comunicacionales de una posmodernidad líquida estaban inspiradas en estas concepciones. La relativa autonomía de la política se convertía en independencia absoluta del relato y el big data, la microsegmentación y el marketing electoral terminaban transformados en el último grito en materia de estrategia política.

 

La construcción de hegemonía tiene lugar cuando una clase dominante (o una fracción de clase) se torna dirigente de alguna manera. Es decir, tiene la capacidad de otorgar concesiones materiales a las clases sobre las que ejerce la hegemonía para lograr esa combinación “virtuosa” de coerción y consentimiento. Como señalaba el comunista sardo “es indudable que tales sacrificios y tal compromiso no pueden afectar lo esencial, porque si la hegemonía es ético-política, no puede dejar de ser también económica”.

 

Si aceptamos por un instante que esta teoría elaborada originalmente para pensar una estrategia para la lucha de las clases subalternas en general y de la clase obrera en particular -puede ampliarse para pensar cómo domina la clase dominante- no es adecuado amputar sus elementos esenciales.

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Ninguna de estas características se manifestó en el proceso que llevó al macrismo al poder ni en la experiencia de estos dos años de administración Cambiemos.

 

En primer lugar, el esquema económico heredado por el kirchnerismo acumulaba contradicciones insostenibles que empujaban a dos opciones polares: o se aplicaba un ajuste profundo que “corrigiera” los desequilibrios (déficit fiscal, comercial, productividad) o se avanzaba en dirección de afectar intereses empresariales fundamentales con una salida opuesta. A diferencia de las “hegemonías” que llegaron a instaurar el menemismo o el kirchnerismo, Macri no tuvo la “ventaja” de una crisis catastrófica que al no encontrar salida termine agobiando y desmoralizando a la sociedad para resignarla a aceptar un ajuste inevitable, previa derrota de luchas emblemáticas que ofrecían resistencia (por ejemplo, en el caso del menemismo, las privatizaciones). Carente de las crisis que habilitaron al menemato o, 2001 de por medio, el ajuste duhaldista que (ayudado por las condiciones mundiales) permitió la expansión kirchnerista, el macrismo se encontró con un límite difícil de sortear para instaurar algo parecido a una hegemonía.

 

En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, los triunfos de Macri y su coalición en 2015 y 2017 estuvieron basados -en gran parte- en la promesa “aspiracional”, no en la épica del ajuste y en un “consenso negativo” alcanzado por el rechazo a las figuras, los métodos o la orientación económica de la administración anterior. Como afirmó el filósofo francés Daniel Bensaïd, el concepto de hegemonía implica “la articulación de un bloque histórico en torno a una clase dirigente y no la simple adición no diferenciada de la categoría de descontentos (...)”.

 

Estos dos aspectos condicionaron o directamente impidieron que tenga lugar otro factor indispensable para la hegemonía: que la filosofía de Cambiemos, para decirlo en un sentido amplio (y suponiendo que ese conjunto de cualunquismos pueda calificarse como “filosofía”), se convirtiera en cosmovisión de masas y sus intereses particulares se transformen en intereses universales o nacionales.

 

En tercer lugar, si la fórmula hegemónica implica que el grupo que pretende asumirla debe convertirse en “dirigente” de las clases aliadas y dominantes de las clases enemigas, el modelo económico macrista viene ofreciendo nada más que ajuste para los de abajo (aunque haya sostenido programas sociales para los más empobrecidos) y un abismo en el horizonte para la fracción del empresariado que, a falta de mejor nombre, podríamos denominar como “no monopolista” o dependiente del Estado y el mercado interno, y a la que se supone debería conducir. Los roces con este sector ya se venían expresando alrededor de los tarifazos o en el tímido cuestionamiento a la apertura económica indiscriminada.

 

En cuarto lugar, la relación de fuerzas, pese a los avances indiscutibles en aspectos del ajuste, no fue modificada cualitativamente en los términos que necesitaban y reclamaban los “mercados”, un eufemismo para denominar a lo más concentrado del capital nacional e internacional.

 

Es verdad que en la crisis actual, por ahora, “los de arriba” tienen un rol mucho más activo: los mercados, el capital financiero o Clarín; pero esa es sólo la foto. La película indica otra cosa: la crisis social y las movilizaciones de diciembre contra la mal llamada reforma previsional culminaron con un triunfo pírrico en el terreno legislativo pero con una derrota política y dejaron su marca tanto en Cambiemos como en el conjunto de las fuerzas políticas (todas las encuestas certificaban la caída).

 

Después de diciembre, Macri retrocedió: pasó del reformismo permanente –siempre en el plano discursivo- que había anunciado, casi con soberbia, a pocos días del triunfo electoral de octubre pasado, a realizar un elogio del gradualismo que manifestó con un tono mucho más moderado y con menos convicción en el discurso de inauguración de las sesiones del Congreso este año.

 

Cuando avanzó el plan de tarifazos, las primeras contradicciones surgieron de referentes de la misma coalición oficial (que sufrían el “síndrome diciembre” y percibían el malestar general) y luego se extendieron hasta alcanzar incluso al justicialismo colaboracionista. Uno de los motores de la corrida y la extorsión de los “mercados” residió precisamente en el cuestionamiento al gradualismo que le permitió al Macri perdurar o hacerse políticamente viable pero no mostraba ningún resultado económico sustancial. El “ruido” político ante la posibilidad de un empantanamiento del plan de quite de subsidios (tarifazos) en el Congreso y la consecuente reducción del déficit fiscal estuvo entre los últimos factores que aceleraron la corrida. Por la tanto, de manera laberíntica y distorsionada, la relación de fuerzas y el malestar de “los de abajo” no dejó de manifestarse con persistencia y obstinación. No hay que perder de vista que el quietismo cómplice de la dirigencia sindical cumplió un rol fundamental para que este malestar evidente no se transforme en acción callejera.

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Finalmente, aunque no menos importante, el escenario internacional (que favoreció de distintas maneras a las “hegemonías” menemista o kirchnerista) evidenciaba un panorama adverso para la orientación programática de Cambiemos. Macri buscó abrirse al mundo en el preciso momento en que el mundo se cerraba sobre sí mismo. La suba de la tasa de interés en EEUU no es más que una de las manifestaciones coyunturales de este marco general. En las últimas horas, el macrismo culpó a la difícil situación internacional y el presidente afirmó en su escueto mensaje por una virtual cadena nacional que “las condiciones mundiales están cada día más complejas”. Lo que no dijo es que esas condiciones y sus tendencias ya estaban ahí cuando arribó a la Casa Rosada.

 

En síntesis, ni las condiciones políticas o económicas nacionales, ni el evidente complejo escenario internacional, ni la relación de fuerzas, ni el precario consenso de los triunfos electorales coyunturales permitían hablar de una nueva hegemonía.  

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Lo que se manifiesta en la actualidad y se expresó con todas las distorsiones del caso durante estos dos años es un escenario de “empate catastrófico" (tomando el concepto de Juan Carlos Portantiero) donde cada bloque tiene la capacidad de veto sobre el proyecto del otro, pero carece de la fuerza suficiente para imponer hasta el final el propio. El famoso gradualismo no era una elección estratégica producto de la virtud de la craneoteca cambiemita, sino una imposición de las circunstancias que determinaban que podía ser todo lo neoliberal que permitía la relación de fuerzas. Que Cambiemos construya el relato de sus deslumbrantes capacidades políticas es relativamente esperable, que ellos mismos se lo crean empieza a complicar las cosas, pero que quiénes se le oponen compren llave en mano las supuestas habilidades magistrales del autodenominado “mejor equipo de los últimos 50 años” es verdaderamente preocupante.

 

Parafraseando a Borges, se puede sentenciar que la realidad no es ni buena, ni mala, ni incorregible, es simplemente inevitable.