Ensayo

Crisis y reordenamiento del capitalismo argentino


El próximo colapso

El modelo económico de Javier Milei y Luis Caputo parece estar implosionando: un superávit fiscal construido sobre recortes a las jubilaciones, a los salarios y a la obra pública, una macroeconomía vulnerable al estado de las reservas y a un cepo que se flexibilizó de forma errada. Todo, con un aparato productivo cada vez más complicado. La derrota en las elecciones bonaerenses parece acelerar el derrumbe del proyecto libertario. En este ensayo, el economista Martín Burgos analiza futuros cercanos y piensa qué quedaría por hacer a un posible gobierno popular.

La victoria de Javier Milei en 2023 fue de los hechos más disruptivos de la política argentina: un candidato sin experiencia política, cuyo programa anticipaba un profundo ajuste fiscal para solucionar el problema de la inflación en Argentina, fue celebrado por sus votantes. Un año y diez meses después, su modelo económico parece implosionar. Para peor, la lógica política del “solo contra todos” dejó al gobierno en un impasse después de la derrota en las elecciones bonaerenses.

La propuesta económica era bastante simple: superávit fiscal primario reduciendo jubilaciones, salarios, obras públicas y transferencias a las provincias, entre otros gastos. Y algunos ajustes impositivos: reponer el impuesto a las ganancias, reducir bienes personales, bajar las retenciones a las exportaciones. Del lado del sector externo, luego de una devaluación feroz ni bien asumió, se planchó el dólar, se logró una rápida apreciación cambiaria y una estabilización de precios. Los efectos distributivos y productivos de ese tipo de modelo ya son conocidos: el tipo de cambio bajo con apertura comercial permite que el precio de los bienes crezca menos que el promedio, incluso los alimentos, por lo que se reduce la pobreza. La contracara de esos modelos es el fuerte crecimiento del precio de los servicios y de los salarios en dólares, algo que dificulta la competitividad del aparato productivo.

El resultado: un aparato productivo industrial y agropecuario que se resiente y empieza a sufrir dificultades crecientes. Se polariza la economía entre sectores ganadores y perdedores. También el mundo del trabajo. De un lado, los del sector privado que tienen convenio colectivo de trabajo y pudieron empardar la inflación, más las ventajas de un tipo de cambio bajo para poder dolarizar sus consumos y ahorros. Del otro, el sector público y los sectores informales, donde hubo fuertes impactos negativos y creció el desempleo.

Argentina se encamina a su tercera crisis endógena (pasó 2001/2002, pasó 2018/2019). Cuando nos preguntan por su origen, debe apuntarse al talón de Aquiles del modelo, que es el dólar.

Es una paradoja muy similar a la que tuvimos durante la Convertibilidad. En los noventa, el tipo de cambio bajo era exitoso para bajar la inflación y la pobreza (en un primer momento) y era muy conveniente para gran parte de la clase media que podía disfrutar de viajes en el extranjero y de bienes importados baratos. Se disparaba el consumo de bienes de equipo durable, automóviles, departamentos con crédito hipotecario, y más generalmente todos los productos que requerían dólares. Pero junto a estos, otros indicadores parecían apuntar en dirección contraria: baja de la actividad en la construcción, la industria, el comercio, ventas en supermercados estancadas, incremento del desempleo. 

El escepticismo de mayoría de los economistas era la sustentabilidad de este modelo. Es decir, se preguntaban si la estabilidad de precios era sinónimo de estabilidad macroeconómica. El modelo necesitaba cada vez más divisas para poder funcionar, y más cuando se empezaron a recomponer las variables de actividad y de salarios en la segunda parte de 2024. Cuando parecía que se frenaba la recuperación por falta de divisas, a mitad de año, llegó un exitoso blanqueo que le dio cuerda para un rato más. En abril de 2025 llegó el FMI con otro préstamo, pero este ya se está agotando. Hace un mes que todas las variables empezaron a darse vuelta: se acabaron los datos contradictorios. Entramos definitivamente en una recesión que podría ser bastante larga si no mejoran las condiciones externas, ya que las condiciones internas, desde el domingo pasado, van a estar cada vez más complicadas.

El escenario catástrofe

El resultado de las elecciones provinciales fue peor que lo imaginado para el gobierno de Milei: la derrota por más de 13 puntos desnudó la fragilidad en el armado político. Lo que hasta hace un mes parecía funcionar en contra de las teorías más asentadas de la política, hoy parece darse vuelta: los libros de texto recuperaron sus fueros. La teoría política volvió con todo. Y con ella sus lecciones ancestrales sobre el pragmatismo que debe tener el Príncipe.

No obstante, en la noche de la derrota, Milei anunció que va a seguir con su política fiscal, monetaria y cambiaria, esa que lo llevó hasta ahí: negar los problemas y acelerar en las curvas. El lunes, La Libertad Avanza armó y anunció una mesa política con el mismo elenco que lo llevó a la derrota. La ideología parece primar como guía de la política pública, cuando la persistencia en el error es una pésima idea en momentos de crisis. Se llama a los gobernadores al diálogo luego de haberlos humillado. La respuesta de estos debió pasar por un pedido expreso por las obras públicas y las transferencias a las provincias, es decir, cuestionar el superávit fiscal. No es difícil imaginarse cómo terminará la discusión.

Argentina se encamina a su tercera crisis endógena (pasó 2001/2002, pasó 2018/2019). Cuando nos preguntan por su origen, debe apuntarse al talón de Aquiles del modelo, que es el dólar. La pérdida de divisas se agravó cuando en abril pasado abrieron el cepo a las familias (no a las empresas), junto a un nuevo préstamo del FMI en el cual se especificaba el objetivo de incrementar las reservas, algo que no sucedió. ¿Por qué? Porque las familias empezaron a comprar entre 3 y 4 millones de dólares mensuales, lo que en poco tiempo sumó el equivalente al préstamo del Fondo. La relación entre el FMI y los gobiernos liberales argentinos es patológica. ¿Quién de los dos tiene la culpa? Es un largo debate, pero lo cierto es que en el medio estamos todos nosotros.

Cuando se empezaba a asomar la recesión, se fue agregando otro ruido enorme para los bancos: la eliminación de las LEFI (Letras Fiscales de Liquidez) el 10 de julio. Ese fue otro punto de inflexión desde lo monetario provocado por pura ideología, según muchos analistas. La idea de que la tasa de interés se fije en el mercado en función de los agregados monetarios (cantidad de depósitos y de créditos para ser sencillos) es tan anticuada que nadie la usa. En general, los gobiernos de todo el mundo regulan la tasa de interés desde la autoridad monetaria para evitar incertidumbre, y los actores del mercado le son muy agradecidos. Si no, pasa lo que empezó a ocurrir en Argentina desde julio: la enorme incertidumbre que generó el gobierno al ponerle el fin a las LEFI generó un fuerte incremento en la tasa de interés. Esa tasa de interés se volvió desde entonces la más alta en los últimos 15 años en Argentina, superando el estrangulamiento financiero de 2019. 

Es imposible saber cómo sigue el camino, pero podemos plantear algunas lecciones de política económica en función de la necesidad de volver a ordenar la economía argentina. 

Luego de ese experimento, el Banco Central volvió a tratar de ordenar el descalabro a través de encajes que obligaban a los bancos a comprar compulsivamente la deuda emitida por el Tesoro. En ese escenario, el gobierno venía instalando el “riesgo kuka”, un fantasma que crearon diciendo que si no ganaban las elecciones, se complicaría el panorama. La derrota electoral tuvo un impacto nefasto en los mercados debido al cisne negro que fabricaron: cayeron los bonos, las acciones, subió el dólar, y las tasas de interés son tan altas que el riesgo de un default similar al “reperfilmento” de Lacunza a finales del gobierno de Macri parece posible. Ese revuelo de papeles tienen un impacto directo en la economía real, donde se frenó definitivamente el crédito y se complicó toda la operatoria comercial. 

En esta crisis, economía y política se confunden, se unifican. Y en esta ocasión hay que agregarle un caso judicial que apunta directamente al corazón del poder del presidente. Esta crisis parece ser orgánica, en tanto el poder político del gobierno se desvanece: la derrota electoral del domingo interviene luego de haber perdido la conducción política del Congreso, que ya funciona con autonomía y vota con enormes mayorías en contra de la Casa Rosada. El porvenir institucional es algo que empezó a charlarse de forma abierta y el fantasma de 2001 recorre las conversaciones urbanas. Es imposible saber cómo sigue el camino, pero podemos plantear algunas lecciones de política económica en función de la necesidad de volver a ordenar la economía argentina. 

Un futuro promisorio

El problema estructural de Argentina es que no crece en sus exportaciones desde 2011, cuando se agotó el avance sojero y China empezó a sustituir sus importaciones de aceite de soja. El gran bache que estamos viviendo se debe esencialmente a no haber podido empezar antes con la explotación de Vaca Muerta, un retraso que se debe a la privatización de YPF en 1999 (empresa que se vendió para sostener otro modelo de tipo de cambio bajo: el de la Convertibilidad). Recién con su recuperación en 2012 se pudo empezar a invertir en el yacimiento y recién por estos años vemos los primeros resultados. Si sumamos las exportaciones de hidrocarburos, además de las mineras, a las más tradicionales de productos agropecuarios, debería permitir llevar nuestras exportaciones a más de 100 mil millones de dólares en la próxima década.

No quedan dudas que, a largo plazo, nuestro país tiene un futuro promisorio si siguen las tendencias actuales de reconfiguración mundial, donde se vive un auge de los países asiáticos y un desplazamiento cada vez mayor de los países europeos que son autosuficiente en alimentos. En 10 o 15 años, Argentina tendrá más para aportar al mundo que países como España o Italia. Y eso debería suceder independientemente del gobierno de turno, ya que las inversiones requeridas para desarrollar las actividades mineras e hidrocarburíferas se van a dar más allá de políticas puntuales. Lo que sin dudas está en discusión es el perfil que tendrán los emprendimientos, si serán en el marco de un creciente encadenamiento dentro del país, o solo una extracción del recurso natural.

Esta cuestión externa no debe menospreciarse, e implica muchas discusiones que habrá que dar, pero solo un holgado sector externo permite resolver todos los nudos gordianos de nuestro país: tanto el pago de los intereses y el capital con el FMI (negociando lo que haya que negociar), como la necesaria redistribución del ingreso. Ya lo vimos durante el gobierno de Alberto Fernández: no se puede distribuir ingreso sin reservas, ya que lo que se distribuye en última instancia son dólares. Por ejemplo: si se dan aumentos de salarios, incrementará el consumo y esto subirá el nivel de importaciones. Se puede discutir una política productiva para sustituir importaciones, pero acá también hay otro mito: sustituir importaciones es, en muchos casos, solo cambiar la composición de las importaciones. En vez de importar el bien final, producirlo. Se empieza importando la maquinaria y, eventualmente, algunos insumos.

El orden necesario

Sobre estas premisas queda claro que las discusiones sobre programas económicos alternativos que se están dando en distintos ámbitos del campo popular están llegando a ciertos consensos que, en virtud de los rápidos cambios de escenarios, pueden vivir modificaciones rápidas.

Hoy podríamos decir que los economistas heterodoxos acuerdan en decir que las políticas sectoriales son necesarias, y que en ellas las empresas públicas tienen un rol preponderante, en particular YPF. Las discusiones que tal vez más atención deben tener son las macroeconómicas. Este consenso macroeconómico de la heterodoxia está orientado a que perdure el superávit fiscal y a la eliminación del cepo, un tipo de cambio alto y una tasa de interés positiva, así como tarifas a los servicios públicos razonables.

Es justamente ese puente entre el escenario catástrofe y “el futuro promisorio” el que debe ponerse en discusión. Si el gobierno actual se sigue derritiendo, muchas de las políticas económicas que lleva adelante se van a ver desde otro prisma. Se suele decir que en Argentina debe haber un consenso sobre el superávit, pero nos parece que “consenso” y “superávit fiscal” son contradictorios. El superávit implica que el sector privado pague más impuestos de lo que recibe de gasto, lo cual es conflictivo. Y en términos concretos, los episodios de superávit fiscal no fueron por consenso: la devaluación de 2002 generó una inflación de 40%, pero dejando sin cambios las jubilaciones y los salarios públicos; ese año subió la pobreza a niveles récord. Luego ese superávit se prolongó merced a la mejora de la actividad económica y de los precios internacionales, por lo que mejoraba la recaudación por IVA, ganancias y retenciones. El segundo episodio de superávit fue en diciembre de 2023, y no creemos que pueda seguir mucho más si la crisis se profundiza, y con ella la caída de la recaudación. Poco consenso tuvo ese superávit. O pregúntenle a los gobernadores y a los jubilados. Las elecciones del domingo pueden interpretarse en ese sentido.

El Gobierno hizo todo al revés: habilitó la compra para las familias y la dificultó para las empresas. Un gobierno popular debería facilitar los dólares para la inversión de las empresas (con los debidos controles), pero no a las familias, a las que se les puede ofrecer una multiplicidad de instrumentos para que sus ahorros no pierdan valor.

¿Se le puede aumentar a los jubilados con aumentos de impuestos? Dudamos que gran parte de la sociedad esté dispuesta a pagar más impuestos, o por lo menos así leemos el resultado del balotaje de 2023. Entonces un déficit menor es aceptable, sin que eso implique habilitar gastos en cualquier cosa, y ahí es el presidente elegido el que deberá poner los límites.

¿Se puede abrir completamente el cepo? Ahí también pareciera habilitarse otra discusión, y más después del descalabro actual. Sabemos que es imposible tener una macroeconomía estable si el ahorro de las familias es en una moneda distinta al peso. Las restricciones a la compra de divisas para las empresas dificultan cualquier proceso de inversión. El Gobierno hizo todo al revés: habilitó la compra para las familias y la dificultó para las empresas. Un gobierno popular debería facilitar los dólares para la inversión de las empresas (con los debidos controles), pero no a las familias, a las que se les puede ofrecer una multiplicidad de instrumentos para que sus ahorros no pierdan valor. Aunque no parezca, se trata de 20 mil millones de dólares anuales que en vez de estar en las reservas del BCRA están en manos de las familias. Hay muchos argumentos para los cuales es mejor que esas reservas estén en el BCRA. El primero es que si tenemos una visión liberal del mercado de cambios, entonces tendremos resultados liberales: unos pocos teniendo reservas propias para cubrirse de la inestabilidad cambiaria que ellos mismos ayudaron a generar, mientras la mayoría de la población sufre las consecuencias a la intemperie.

Por último, la discusión del tipo de cambio. Un tipo de cambio bajo tiene como ventaja la de estabilizar los precios y bajar la pobreza, y como desventaja la de restarle competitividad a los sectores productivos. Al contrario, la ventaja de un tipo de cambio alto es darle competitividad a los sectores productivos, mientras que, por otro lado, puede generar inflación y pobreza. ¿Se pueden lograr solo los aspectos positivos? Sí, como ya lo demostró el economista Marcelo Diamand, rescatado por muchos herederos de la heterodoxia: los sectores productivos deben tener un tipo de cambio alto, pero los salarios un tipo de cambio bajo. Ese problema se resuelve con los tipos de cambio diferenciales, que hoy, con el auge del proteccionismo en el mundo, tienen más opciones. Un próximo gobierno popular debería ensayar un tipo de cambio bajo para estabilizar los precios (y mejorar los salarios) y un tipo de cambio alto para los sectores productivos. ¿Como hacerlo? Una opción es un tipo de cambio bajo con un proteccionismo más agresivo para industrias seleccionadas (no creemos que sea útil proteger a toda la industria y en esa selección estaría, en parte, el quid de la cuestión). Asimismo, habría que considerar bajar las alícuotas a las retenciones a las exportaciones de soja, y volverlas móviles entre bandas de 20 a 30 por ciento para darle más aire al sector agropecuario, y tirar diagonales políticas hacia un sector que le está dando la espalda a Milei.

Paradójicamente, es posible que los problemas macroeconómicos no se puedan solucionar desde la macroeconomía, sino desde los sectores.

Ninguna de estas pinceladas macroeconómicas pueden resolver las cuestiones sectoriales, ya que estas son más estructurales. Paradójicamente, es posible que los problemas macroeconómicos no se puedan solucionar desde la macroeconomía, sino desde los sectores. Por eso es muy importante que se consolide un consenso sobre la necesidad de tener política industrial y política para mejorar las exportaciones. 

Una mejora de las exportaciones puede sacarnos del stop and go que vivimos desde 2011, mejorar el crecimiento, la recaudación y la distribución del ingreso. El último consenso en resolver es el político, pero ahí también aparece una posibilidad: Milei logró que radicales y peronistas voten juntos y ocurran acercamientos políticos que antes parecían imposibles.