El 25 de junio, el ministro de Salud, Mario Lugones, recibió un inesperado mensaje de Whatsapp. Eran las 12.35 del mismo día que los trabajadores del Hospital Garrahan —médicos, enfermeros, camilleros, administrativos— se movilizaron acompañados por familias de pacientes en contra de los recortes del gobierno. El mensaje que leyó el funcionario de la palma de su mano decía:
Querido Mario!! Cómo estás? “Hermanos” nos dijimos un día, el del cumple de tu mamá, Catalina… mi mamá también. Yo aquí, queriendo entenderte. Pensé y pienso mucho. Estoy por publicar esta historia que te quiero compartir, absolutamente real. Acá voy:
Somos los papás de Ignacio Vásquez (Nacho, para todo el Garrahan). En 1988 nuestro tercer hijo tuvo un accidente y en la recuperación resultó infectado de VIH, tenía 2 años. Vivimos sin saberlo hasta que a sus 6 años, en 1993, tuvo una varicela que no se le iba y nuestro pediatra nos recomendó ir al Garrahan. Ahí tuvimos el TREMENDO diagnóstico y comenzó una nueva vida para nosotros. Y nuestro largo camino allí. Estábamos 20 días en el hospital, salíamos dos semanas y teníamos que volver a internarnos. Así fueron esos 12 años en los que se sucedieron innumerables situaciones. Aprendimos a vivir con la enfermedad como familia y saber valorar lo IMPORTANTE de la VIDA y el AMOR.
No era un mensaje cualquiera. Se lo había enviado Raúl Vásquez, un familiar muy cercano. Le escribió al ministro con la esperanza de ayudar a frenar los recortes y tratar de entender porqué hacía lo que hacía. Raúl era hermano de María Marta Vásquez, la esposa de César Lugones, hermano menor de Mario. Más tarde publicarían ese texto para respaldar a quienes habían tratado de curar a su hijo Ignacio durante doce años, hasta los 18, cuando murió.
Lugones le mandó una respuesta que se balanceaba ambiguamente entre el afecto y el cinismo:
Me acuerdo muy bien de todo lo que escribís. Y coincido con que el personal del Garrahan es de primera, por su entrega, su amor a la profesión, y su afán de superación!!! Abrazo muy pero muy grande.
Unos días antes, el ministro había sido imputado por irregularidades en el manejo del hospital, a partir de una denuncia de Elisa Carrió, líder de la Coalición Cívica; algo que se sumaba a los múltiples pedidos de renuncia por el ajuste que llevaba adelante.
A Mario y Raúl los unían sus hermanos, la historia que había detrás de ellos y el hueco que les había quedado. Una historia familiar que el funcionario de Milei dejó a un costado y que siempre prefirió omitir en su discurso público y su accionar político.
César y María Marta no estaban más. El 14 de mayo de 1976, un grupo de tareas de la Marina y de la Policía Federal entró al departamento de ambos en Parque Chacabuco a punta de pistola y se los llevaron a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Desde ese día nunca más se supo de ellos.
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El viernes 6 de abril de 2018, Mario Lugones llegó alrededor de las 11 al predio de la Universidad Nacional de Luján y se perdió entre las personas que estaban en la sala. Era uno más entre tantos otros. Su rostro todavía no era conocido. Faltaban seis años y medio para que Javier Milei lo designara ministro de Salud. Ese día en Luján pasó desapercibido, casi nadie reparó en él, excepto José Vásquez, hermano de Raúl y de María Marta, a quien no veía hacía mucho tiempo.
“No cesaron, se los llevaron”, escuchó Mario sentado en una silla al lado de José, a quien le palmeó la pierna varias veces, como una muestra de cariño. La frase retumbó en ese cuarto durante toda la mañana. La Asociación de Trabajadores de la UNLU había elegido ese lema para homenajear a los seis trabajadores de la universidad que fueron detenidos y desaparecidos durante la última dictadura cívico militar. Ninguno de ellos había abandonado su trabajo. Dejaron de ir porque los secuestraron. Y era el momento de rectificar sus legajos.
Los familiares de Oscar Peralta, Mónica Mignone —hija de Emilio Mignone, fundador del CELS— y María Marta Vásquez subieron al escenario a recibir los legajos físicos rectificados. Todos estaban visiblemente emocionados. Algunos no podían contener las lágrimas. Otros se quedaron con el nudo en la garganta. Eran épocas ásperas en lo político, en especial en el terreno de los derechos humanos. Por el lado de Elvira Ellacuria de Del Castillo, otra de las desaparecidas, no asistió nadie. También recordaron a Hilda Vergara, que había sido estudiante.
Mario esperó su turno algo inquieto y un tanto apesadumbrado, aunque no era la primera vez que participaba de un homenaje así. Sentía algo distinto, indescifrable. Se encontraba en un lugar totalmente ajeno para protagonizar un hecho de suma intimidad. En cuanto lo llamaron, se acomodó el saco azul petróleo, respiró hondo y se preparó para que le entregaran el legajo de su hermano César Amadeo Lugones.
—Esperá que me salga la voz —dijo Mario, con un micrófono en la mano.
Se paró frente al público con su estampa de flaco desgarbado, el bigote blanco tapándole la boca apretada y dudosa. A su espalda, una imagen en sepia de los seis desaparecidos. Estaba en un ámbito que no era el suyo. No era el mundillo de los negocios de la salud, ni el del empresariado, al que sí pertenecía hacía tiempo. Estaba ahí para hablar de su hermano y de su historia, la de toda su familia. Se dispuso a recordar un tramo de su vida que, en algún punto, le resultaba ajeno. Las palabras le salieron raras y mezcladas:
—César era bueno. Nosotros somos cinco hermanos buenos. El bueno era César —hizo una pausa, tomó un sorbo de agua y siguió con su atropellado discurso—. Mi papá era médico. Mi mamá era ama de casa. No venimos de una familia peronista. La religión era algo que se practicaba como en los años 50, 60. Mi papá era un ateo practicante. Cuando ya éramos grandes, ya estábamos todos casados, bueno… teníamos veintipico años, pero César era veterinario, mi hermano Quique era profesor de educación física, nos encontrábamos los domingos a comer en mi casa. Todos teníamos ideas políticas distintas, pero todo se discutía y se hablaba —recordó, mientras se deslizaba de un lado hacia el otro con el legajo de César en la mano.
En el salón lo escuchaban atentos. Mario siguió balbuceando un rato más. Al pasar, mencionó a su abuelo paterno, Ambrosio Lugones, quien fue intendente del partido de Rivadavia y desapareció misteriosamente de la localidad bonaerense de América, en 1921, sin dejar rastro alguno. En ese instante, a sabiendas o no de la asociación en la que había incurrido al mencionar a los dos miembros de su familia que están desaparecidos —aunque por razones diferentes—, Mario se aferró con más fuerza a la carpeta que contenía la historia laboral de su hermano. En esos papeles estaban algunas huellas del recorrido que César había hecho hasta que lo capturaron.
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Los Lugones y los Vásquez dejaron de ser una familia en el momento en que Mario se sumó a la gestión de La Libertad Avanza para transformarse en la cara visible del ajuste al Hospital Garrahan. A esa altura, Lugones era mucho más que un ministro del Gobierno que libraba una batalla cultural contra la memoria colectiva —hizo añicos la política de derechos humanos, vapuleó a Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y justificó la “lucha contra la subversión” desde los altos estamentos—; se había convertido en el instrumento principal de los libertarios para hacer lo que ni siquiera su antecesor en el cargo, Mario Russo, había querido. En menos de un año de gestión, su ministerio puso en jaque al principal establecimiento pediátrico del país, achicó el hospital de salud mental Laura Bonaparte, recortó la asistencia a las personas con discapacidad y quedó envuelto en denuncias por el fentanilo contaminado y sospechas de pago de coimas en la Agencia Nacional de Discapacidad (Andis).
Lugones abandonó su bajo perfil, por primera vez en su vida, en el momento en que aceptó el cargo. Su hijo Rodrigo —socio y amigo de Santiago Caputo, el principal asesor de Milei y encargado de la estrategia comunicacional del Gobierno— empujó a su padre a ocupar un rol primordial en la administración de La Libertad Avanza. El poderío del ministro de Salud creció tanto en los últimos meses que a más de uno en el Gobierno le llamó la atención que apareciera en primer plano junto al mandatario la noche del 7 de septiembre último, después de la derrota electoral en la provincia de Buenos Aires, y que formara parte de la comitiva presidencial del reciente viaje a Nueva York.
Santiago Caputo y Rodrigo Lugones —que actualmente vive en España— se conocieron en la consultora de Jaime Duran Barba. Luego se alejaron del ecuatoriano y armaron su propia consultora, Move Group. Desde allí trabajaron para diferentes empresas y partidos políticos. Con Milei, vieron la oportunidad perfecta para dar un gran salto, el que les permitió incidir directamente en las políticas de gobierno.
Cuando Caputo consolidó el “triángulo de hierro” con los hermanos Milei se quedó con el control de áreas claves: la SIDE, el ministerio de Justicia y la Unidad de Información Financiera. Desde las sombras, Rodrigo desplegó una gran influencia en la administración libertaria, especialmente en lo referido a la privatización de empresas del Estado, pero su máximo logro fue colocar a su padre al frente del ministerio de Salud. No cualquiera estaba dispuesto a sentarse en esa silla. Milei quería implementar lo que había promocionado en su campaña presidencial: dejar la salud en manos del sector privado. Antes, era necesario reducir al mínimo la estructura pública.
—A Lugones lo trajeron para romper todo el sistema de salud público y para eso van a desfinanciar a todos los hospitales —cuenta un ex funcionario de la cartera sanitaria.
Mario Lugones pasó de pedir fondos al Estado para el Sanatorio Güemes durante la pandemia a transformarse, cuatro años después, en el principal interlocutor del Gobierno con las prepagas, con las cuales tuvo idas y vueltas y finalmente las terminó favoreciendo. Desreguló todo el sistema de las obras sociales, a las que conocía de cerca por haber sido parte de OSECAC. Y quedó al mando del PAMI, la ANMAT y la Andis, tres organismos cuyo funcionamiento se encargó de reestructurar, perjudicando así a jubilados, a consumidores de medicamentos y a personas con discapacidad, respectivamente. En cada uno de ellos le explotaron escándalos, de los que siempre intentó tomar distancia. De los sobreprecios en la compra de pañales para adultos y de lentes intraoculares, al igual que de las coimas en la ANDIS, no se hizo cargo. Del fentanilo contaminado tampoco, aunque sí habló públicamente sobre el tema y hasta se animó a llorar. “Me pongo muy mal cuando hablo de esto porque soy médico y es un atentado a la gente”, dijo en una entrevista a TN.
—Su único fin es bajar el gasto y los controles y tirarle todo por la cabeza a las provincias —señaló alguien que conoce a Lugones de otras épocas.
La pelea que encabezó contra los trabajadores del Garrahan lo dejó muy expuesto. Aún así, también en este caso, evitó ser quien diera las explicaciones por los desbarajustes en su área. En su lugar, mandó a su mano derecha, la viceministra de Salud, Cecilia Loccisano —exesposa de Jorge Triacca, ministro de Trabajo durante la presidencia de Mauricio Macri—, que aseguró que no se estaba desfinanciando el hospital y que la lucha de los pediatras, enfermeros y trabajadores de la salud respondía a “fines partidarios”.
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Cuando Mario Lugones se recibió de médico en 1972 en la Universidad de Buenos Aires, su hermano César militaba en la Villa 1-11-14 del Bajo Flores, junto al sacerdote tercermundista Rodolfo Ricciardelli. Un año después, ya como veterinario, César empezó a trabajar en la Universidad Nacional de Luján, en la materia Ecología General. Para ese entonces, ya estaba en pareja con María Marta Vásquez y era amigo de Mónica Mignone. Los tres habían misionado en Cushamen y eran parte del Movimiento Villero Peronista. Allí conocieron a los curas jesuitas Orlando Yorio y Francisco Jalics, ambos secuestrados tras el golpe de Estado y luego liberados.
César llegó a la universidad de la mano de Emilio Mignone —quien se desempeñó como rector entre 1973 y 1976— y al poco tiempo fue elegido delegado de los docentes auxiliares. Como para tantos otros jóvenes de esa generación, la militancia era un modo de vida. Dentro y fuera de su trabajo, su objetivo era el mismo: luchar contra las injusticias en cualquiera de sus formas.
—Siempre estaba de buen humor, era muy claro para explicar, pero sobre todo era una persona muy comprometida —dice Analía Gómez, profesora, historiadora y autora de una investigación que da cuenta de los vaivenes de la Universidad Nacional de Luján, la única que fue cerrada durante la dictadura y recién reabrió sus puertas el 30 de julio de 1984.
En la cartelera de la universidad todavía hay fotos de César con María Marta Vásquez, con quien se había casado y planeaba tener hijos. Después de dos embarazos perdidos, María Marta se volvió a ilusionar. Estaba embarazada de nuevo. A César le preocupaba que las cosas volvieran a salir mal. La madrugada del 14 de mayo de 1976, cuando los secuestraron, esas cavilaciones se diluyeron.
César fue el tercer hijo de Mario Lugones (padre) —que murió diez días antes de su secuestro— y Catalina María Cassinelli. Con su desaparición, la vida de los Lugones jamás volvió a ser la misma. Pasó a integrar el listado de desaparecidos del informe “Nunca Más” —elaborado por la Conadep—, el mismo que Milei denigró casi un mes atrás con el eslogan de campaña “kirchnerismo nunca más” con el único fin de librar una batalla cultural contra la memoria colectiva.
Catalina se involucró en la búsqueda de César hasta donde pudo. A mediados de 1976, le envió una carta al interventor militar de la Universidad Nacional de Luján, Héctor Tommasi, para remarcar que su hijo no había vuelto a su trabajo porque había sido “secuestrado de su domicilio por un grupo de hombres armados”.
En menos de dos semanas, Catalina se había quedado viuda y sin un hijo. Unos meses después, los militares también asesinaron a su cuñada, Mercedes Lugones, de 72 años. Su familia estaba sumida en una tragedia colectiva sin precedentes. Ella y sus otros cuatro hijos —Mario, Eugenio, Fernando y Alicia (una sobrina a la que crió)— se habían convertido en familiares de dos víctimas de la dictadura.
Si miraban para atrás, encima, se topaban con el infortunio de ser descendientes (algo que algunos ponen en duda) del poeta Leopoldo Lugones y de su hijo Polo Lugones, el comisario que impulsó el uso de la picana eléctrica como método de tortura durante la década infame. Y como si fuera poco, en una jugarreta del destino, años después, la hija de Polo, Susana “Piri” Lugones, sería secuestrada, torturada con picana y asesinada en la ESMA.
Con todo el historial familiar a cuestas, Catalina tenía por delante una misión que no era fácil: averiguar qué había sucedido con César. Quiénes y a dónde se lo habían llevado, y qué había pasado con su cuerpo. Las dificultades para ponerse al frente de esa búsqueda no obedecían tanto a cuestiones anímicas como prácticas. Ella estaba dedicada ciento por ciento al cuidado de su hijo menor, Fernando, que tenía una discapacidad intelectual.
El 6 de agosto de 2014, a los 91 años, Catalina declaró en la megacausa ESMA.
—Es la primera vez que declaro —dijo la madre de César, con la voz quebrada.
—¿Qué significa, para vos, poder estar declarando? —le preguntó el abogado de la querella.
—Se lo debo a mi hijo porque nunca lo pude hacer; me pongo muy nerviosa, lloro, pero ahora que estoy vieja lo tengo que hacer realmente —respondió.
—¿Podés describirnos y decirnos quién era tu hijo? —le repreguntaron.
—Era el tercer hijo varón. Fue un chico muy alegre, muy charlatán, muy cariñoso —contestó Catalina.
Entre sollozos, continuó evocando a César.
—Mi hijo tenía 26 años, hoy tendría 65. Pienso cómo sería. Hoy sería el mismo César de siempre porque no iba a cambiar. Yo lo veo que me pregunta “por qué, mamá”, y yo no sé qué contestarle. Será porque fue demasiado altruista, porque fue demasiado solidario, porque fue demasiado generoso, porque tenía ideales, pero tampoco le puedo decir eso porque yo le inculqué todo eso. En mi casa se le inculcó que fuera una persona de bien, que tuviera ideales, que fuera generoso, altruista, solidario. Me vuelve a preguntar y no sé qué responderle. Sólo le digo que lo sigo queriendo como el primer día y que lo extraño enormemente. Ahora yo me pregunto por qué y lo único que consigo es un silencio brutal, vergonzoso y culpable —concluyó.
Catalina siempre fue muy cercana a la familia de su nuera María Marta Vásquez, incluso después de su secuestro y el de César. Todos eran una gran familia. Con la desaparición de los dos jóvenes, las vidas de los Lugones y los Vásquez quedaron entrelazadas para siempre; tanto es así que emprendieron juntos el camino para encontrarlos. Para aplacar los pesares, Catalina y Marta Ocampo de Vásquez —mamá de María Marta— hicieron un acuerdo entre madres: la primera se ocuparía de Fernando, sin que eso significara desatender la situación de César; y la segunda se dedicaría por completo a buscar información que las ayudara a saber qué había pasado con sus hijos. Con el tiempo, Marta se integró a Madres de Plaza de Mayo - Línea Fundadora y se convirtió en su presidenta hasta que falleció en 2017.
En esa búsqueda también se involucraron activamente Eugenio Lugones, Carlos Vásquez —otro hermano de María Marta— y Emilio Mignone. Los tres trabajaron juntos para encontrar pistas sobre el destino de César, María Marta y Mónica Mignone, que fue secuestrada de la casa de sus padres la misma noche que sus amigos.
Mario, el mayor de los hermanos Lugones, se mantuvo al margen. Ya se había recibido de cardiólogo y estaba en pleno salto profesional del Hospital Argerich al Sanatorio Güemes, donde desembarcaría hasta quedar al frente de ese establecimiento y su fundación. Muchos años después, empezaría a tejer algunos vínculos políticos, entre ellos con el sindicalista Luis Barrionuevo y el dirigente radical Enrique “Coti” Nosiglia, quien también tiene una hermana desaparecida. Sorprendentemente, recién bajo un gobierno negacionista como el de Milei —en el que la vicepresidenta, Victoria Villarruel, reivindicó más de una vez el accionar de las fuerzas armadas durante la dictadura y seis diputados libertarios visitaron a genocidas en la cárcel—, Mario se animó a ponerse el traje de funcionario.
El día siguiente al secuestro de César, fue Eugenio —que actualmente vive en Alemania— quien se dedicó a indagar. Buscaba reconstruir sus últimas horas y su destino final. Se convirtió así en el sabueso de la familia. Aunque pensaban muy diferente, el vínculo entre los dos hermanos era muy bueno. Uno de los mayores cuestionamientos que César le hacía a Eugenio era su amistad con el sacerdote Christian Von Wernich, ex capellán de la Policía Bonaerense, quien años después sería condenado por delitos de lesa humanidad. César le había advertido a su hermano que el cura era un “reaccionario de mierda”, luego de un viaje que habían compartido los tres en auto desde la Ciudad de Buenos Aires al cementerio de América, con motivo del sepelio del padre de los Lugones.
Después de la desaparición de César, Eugenio acudió a Von Wernich para que lo ayudara en la búsqueda de su hermano. Habló varias veces con quien había sido su amigo, pero no obtuvo ninguna precisión. Pronto empezó a sospechar que podía estar vinculado al secuestro, algo que nunca puedo confirmar.
En 2007, Eugenio declaró en el juicio contra el cura genocida, quien finalmente fue condenado a reclusión perpetua por 31 casos de torturas, 42 privaciones ilegales de la libertad y 7 homicidios. En ese momento, recordó que Von Wernich le había asegurado que César estaba vivo. Con el correr del tiempo, le aconsejó que lo mejor era que se olvidara del tema. Su hermano jamás apareció.
Eugenio no se olvidó. Buscó a su hermano en todos lados. Habló con Von Wernich, como con tantas otras personas más, para saber qué había sucedido. Intentó sacarle provecho a sus contactos del ámbito militar —antes del golpe de Estado había sido profesor de natación en la ESMA—, pero ninguno pudo darle alguna pista para localizar a César.
Mario Lugones, el hermano mayor, el futuro ministro, jamás se involucró en la búsqueda.
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Junto a su par de Economía, Luis Caputo, el ministro Lugones es quizás uno de los funcionarios que más avanzó con las reformas que el Presidente quería llevar adelante. Eso explica, en parte, el lugar que Lugones tiene en el Gobierno. Pero no es lo único. Incluso dentro del gabinete nadie se atreve aventurar las razones por las que ganó poder en el tablero libertario. ¿Es acaso el representante de la pata invisible de quienes están afuera de la administración —como su hijo Rodrigo— y aún así poseen una gran capacidad de influencia en la toma de decisiones? ¿O simplemente es el fusible necesario para garantizarle ganancias exorbitantes al sector privado de la salud?
—Mario era el cardiólogo de mi viejo y vieja. Era como un hermano —reflexiona Raúl Vásquez—. Cuando me enteré que se convirtió en ministro de Milei se me cayó un ídolo. Para mí era un buen tipo. Sigo sorprendido con sus dos caras. La que prima hoy es la más siniestra.
¿En quién se había transformado Mario Lugones? ¿O quién era en verdad? ¿Por qué se sumó a un gobierno que hace bandera de la crueldad con los jubilados, las personas con discapacidad y con quienes se dedican a curar niños? ¿Cómo llegó a ser funcionario de un espacio político que repudia la lucha por la búsqueda de la Memoria, la Verdad y la Justicia? Son apenas algunas de las preguntas que se hacen quienes lo conocen desde hace muchos años, desde antes que se convirtiera en el hombre que es ahora.