Crónica

Los anteúltimos | El taller del Perro


Antes era otra cosa

El taller mecánico del Perro empezó siendo un lugar de referencia para la instalación de equipos de música, pero en este barrio del noroeste del conurbano bonaerense los pibes ya no tienen trescientas lucas para gastar en parlantes, woofers y potenciómetros. Hoy solo atiende a conocidos o a quienes llegan por recomendación: eso reduce la clientela pero le evita dolores de cabeza. Como buena parte de sus clientes, él y su aprendiz pertenecen al creciente universo de los que están en el borde, los que cada día inventan y reinventan estrategias para no caer. Entre sus preocupaciones cotidianas se cruzan temas como la crisis, la inflación y la inseguridad. Sobre todos ellos tiene posiciones terminantes, inapelables.

Este texto forma parte de Los Anteúltimos, un proyecto de Revista Anfibia y Escuela Idaes para intentar comprender la experiencia de quienes luchan por no caer: trabajadores y trabajadoras que penden de un hilo, sin protecciones laborales ni representación sindical, que no viven en las zonas más relegadas de las ciudades pero que las bordean y circulan.

Hay que pasar la estación Chilavert del ferrocarril Mitre, en José León Suárez, partido de General San Martín. Hay que bordear la vía unas diez cuadras y adentrarse por una callecita suburbana, antes de llegar a los concesionarios de autos y las fábricas del cinturón industrial que salpican la avenida Juan Manuel de Rosas. Hay que ver cómo el paisaje se altera apenas y algunos edificios nuevos, de pocos pisos, se mezclan con unas casitas chatas de revoque antiguo y pastito verde en la vereda. Hay que observar cómo unos pocos vecinos y vecinas caminan con el ritmo cansino que contagian los lugares conocidos, cómo saludan con la aparente indolencia de las actividades rutinarias, aunque quienes habitan el barrio dirán que este rincón del conurbano norte, como todos, también es inseguro. Y entonces a mitad de cuadra, completamente vacío en esta fría pero soleada mañana, vualá: está el taller El Perro. 

—Venís a robar acá y no tengo arma, agarro un martillo y te mato como a una vaca. 

El auto de Martín, dueño del taller El Perro, es un Volkswagen Polo negro que está estacionado en la vereda de enfrente. Deja las ventanillas delanteras siempre bajas para que, si el ladrón no le da tiempo de agarrarlo, al menos no le rompa el vidrio. En realidad, el nombre completo del comercio es “El Perro Motorsport”. Tiene la fachada pintada de rojo y dos puertas con cortinas de hierro: una más grande, que abre al galpón donde caben dos autos chicos; y la otra que da a un local más chico, donde alguna vez imaginó la atención al público y ahora acumula afiches de autos, equipos de sonido en una estantería de hierro y una pizarra donde se exhibe la figura publicitaria del negocio. La imagen no ganaría el mundial de marketing, pero no puede achacársele falta de sinceridad: hay un bulldog fornido con collar de tachas y puños apretados, que muestra los dientes con ánimo de matar. Como a una vaca.

—Acá la mayoría estamos armados. Yo te veo entrar y te cocino. No te pregunto. Porque acá, a esta altura, es él o vos. Antes era otra cosa.

"Acá la mayoría estamos armados. Yo te veo entrar y te cocino, no te pregunto. Porque acá, a esta altura, es él o vos. Antes era otra cosa".

Martín debe pisar los 50 y cuando dice antes se remonta a un pasado impreciso, que inexorablemente fue mejor. Carga un fisic du rol que reafirma la retórica severa: la espalda ancha, los brazos tatuados, una barba levemente descuidada -algo hipster- y la fiereza siempre a punto de explotar ante el mínimo contratiempo. Martín se dice honesto, transparente, justo. Pero inflexible.

—Yo te digo las cosas como son. Y siempre te voy de frente. Si vos sos sincero también nos vamos a llevar bien.

El taller empezó siendo un lugar de referencia para la instalación de esos equipos de música que cuando vibran pueden despegar la brea del asfalto: parlantes, woofers, potenciómetros, raqueras y pantallas que ahora juntan polvo en cajas apiladas. Esos pibes de entre 20 y 30 años, que se deslomaban en el trabajo y comían arroz para comprarse el último chiche Pioneer o Monster desaparecieron del movimiento cotidiano del taller. Dice Martín que ya nadie en este barrio -ni en ningún otro- puede darse el lujo de antes: ponerle a un auto de trescientos palos, un equipo de sonido de doscientos. Al mismo ritmo que sube su valor, siempre atado al dólar, bajan los posibles compradores.

Palos, palos, palos

Diez, cincuenta, veinticinco palos. Martín nombra la plata en lunfardo y casi todo el tiempo. Cuánto cobra por un trabajo, cuánto sale una pieza, cuánta plata tiene en stock, o el dinero que perdió cuando un antiguo socio se gastó en la timba el pago de una partida grande de repuestos. El dinero, las crisis económicas -que en su biografía se entremezclan con sus crisis personales- son como capas de una vida dedicada a los oficios manuales. Para Martín, hablar de dinero es hablar de trabajo, y viceversa. 

A diferencia de universos sociales donde el vínculo con los billetes se esconde o se silencia, él abre la caja negra de su relación con el dinero en la primera conversación. 

—Yo trabajo con dos o tres distribuidoras, y en una semana los repuestos pueden aumentar tres veces, o en dos semanas una vez. Nadie lo sabe. Hoy no te puedo decir cómo va creciendo, porque yo te paso el precio a vos hoy, saco el repuesto, lo pongo, termino, voy y pago el mismo día.

Martín dice que la volatilidad pronunciada de los precios empezó a partir de 2019. Y que cada vez es peor. Los equipos de sonido, de un año a otro, han duplicado y hasta triplicado su valor. El problema para él, y también para sus clientes, es que el precio de casi todos los repuestos de autopartes está asociado al dólar. Ese aumento imparable reduce el margen para cobrar la mano de obra. La devaluación del peso viene con un drama siamés inoperable: cada vez es más difícil cobrar lo que valen el conocimiento y el uso de sus herramientas. El problema, reconoce, viene de arrastre: desde hace diez años que esa brecha, con distintas velocidades, no dejó de crecer a favor del repuesto y en detrimento directo de su economía. Diez años sostenidos de pérdida de salario, que deberían ayudar a comprender su malestar, y las derivas.

La devaluación del peso viene con un drama siamés inoperable: cada vez es más difícil cobrar lo que valen el conocimiento y el uso de las herramientas.

—En los últimos dos años yo tuve que achicarme mucho. Saqué a los pibes de la escuela privada, dejé de salir a comer afuera. Me tuve que achicar muchísimo.

En los talleres mecánicos, como en muchos rubros del comercio actual, hay una suerte de verdad financiera: el dólar es más importante que el peso, el efectivo más importante que las tarjetas. Martín cobra en efectivo o a través de Mercado Pago, una alternativa que tuvo que ofrecer, un poco a regañadientes, con la pandemia. Si cobra con tarjetas, traslada el descuento que le hacen a la cuenta del cliente. Es una rueda: la casa de repuestos hace lo mismo con él. 

La escalada de precios también modificó dinámicas. Martín les pide a sus clientes que busquen ellos mismos los repuestos en Mercado Libre. Con eso no sólo pretende probar su honorabilidad sino, sobre todo, que los clientes sepan lo que realmente sale la pieza y poder hacer valer la mano de obra. 

—Un cliente compró en la calle o en Marketplace a 8 mil pesos un equipo de sonido. El precio de lista, solo de costo, era 29.900 pesos. De costo: yo no le sacaba un peso. Nosotros le cobramos seis para instalárselo.

Cada vez que puede, invierte en nuevas herramientas. Que faciliten el trabajo cotidiano. Qué sean eficaces. Que le permitan ganar tiempo. La mirada empresarial, el deseo de tener un taller grande y esa vacilación entre repeler y necesitar al Estado, no encajan con la crisis, la inflación galopante y la propia informalidad del rubro. Un taller chico en un barrio de casas bajas, se parece mucho a otros espacios informales donde trabajadores autónomos o “pequeños empresarios” tejen su cotidianeidad. A pesar de los medios electrónicos de pago que incorporó, por lo general, Martín cobra en efectivo y sin factura. 

Palos en la rueda

¿Qué es el Estado? ¿Qué no es? ¿Cuál es el Estado para los anteúltimos, para Martín y su aprendiz, para los que reman cada minuto por no caer del todo? Las primeras conversaciones no giran sobre autos, grasa, herramientas. Ni siquiera sobre el amor por los motores o el primer auto -que, dice Martín, se parece un poco al primer amor-. El primer tema es la inflación. Casi el único que importa. La cosa está cada vez peor y sobre ello parece no haber mayores discusiones. Pero también, luego, el contado con liqui para importadoras, o la trunca industria nacional de autopartes: 

—La industria naciomal —ironiza.

Martín habla del Estado todo el tiempo, aunque no lo nombre. Algunas frases se repiten más de una vez. “En un país en serio esto no pasa”. Da explicaciones contundentes sobre las formas en que interviene y regula mercados, controla, molesta, complica o registra. Pero sobre todo, sobre las cosas que “no hace”. Para definirlo, tiene una frase terminante, inapelable:

—Un palo en la rueda.  

Para definir al Estado él tiene una frase terminante, inapelable: un palo en la rueda.  

Pasar la inspección municipal de la habilitación para un taller como el suyo le ha resultado una misión imposible: pedidos que no pueden ser cumplidos, toneladas de papeles que aniquilan. Esa informalidad, que siempre marcó a fuego los pequeños oficios, podría explicar por qué Martín no cobró el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) durante los meses más crudos de la pandemia, o por qué no pudo pagarle a Ezequiel la mitad del sueldo con el Programa de Asistencia al Trabajo y la Producción (ATP), como lo hicieron empresas del tamaño de Arcor o el Grupo Clarín. 

Cuando se lo pregunten, él dirá:

—No quiero deberle nada a nadie.

Para, luego, reafirmar: 

—No quiero que me regalen nada.  

Esa es otra cosa que lo irrita del Estado: “que regale la plata”. Los recursos, que también son suyos -asegura-, se van para las cooperativas, los planes sociales o los comedores. Y “no se les inculca la cultura del trabajo”. Un Estado que descuida el equilibrio entre gastos e ingresos -dice- es un Estado bobo, es un país caótico, que no se rige -y debiera- por las lógicas del trabajo, el esfuerzo y el mérito.

—¿Los ayudan siempre a ellos y a nosotros nada? —se preguntará, aunque repita que no quiere regalos.

Martín piensa como empresario, pero sufre las penurias de la economía informal. 

El aprendiz

Todas las tardes, cuando termina su trabajo en el taller, a eso de las cinco, Ezequiel tiene una rutina más o menos fija: vuelve a su casa, se cuelga un rato con el celu, charla un poco con su novia y después se va al gimnasio. Es flaco pero fibroso, tiene el pelo corto, la barbita adolescente de días, las manos engrasadas de meses, y lleva puesta la campera de la selección.

—Desde que soy pibe hago esto. En mi familia casi todos saben armar y desarmar sus propios autos. 

La práctica de arreglar autos le resulta natural y sencilla, pero la teoría ajena. Dejó la escuela técnica en primer año. Su plan no es lidiar con motores toda la vida. Por ahora va contento al taller, pero teme que la repetición termine por arruinar la magia. Le gustaría trabajar en otra cosa, y solamente en los ratos libres meterle mano a su cacharro viejo. Tal vez manejar un camión; lo entusiasma la idea de perderse en alguna ruta sin saber muy bien la fecha de regreso. O aprovechar su habilidad innata para arreglar casi cualquier máquina. Si le dan un rato, podría desarmar una de las picadoras de plástico, los molinos o las extrusoras que van a recibir en la cooperativa de reciclaje donde trabaja su madre. Ver cómo funcionan y arreglarlas. Le basta mirar cómo encastran las piezas unas con otras, la forma en que el mecanismo mueve los engranajes. No es ninguna ciencia, dice. En definitiva, todo se parece al motor de un auto.

Cuando trabaja, a Ezequiel no le gustan los clientes que se quedan mirando por encima de su hombro. Aunque lo hagan por curiosidad, incluso por cierta admiración, siente que ponen en tela de juicio su honestidad, o la de Martín. 

Se acuerda de uno. El auto había entrado para que le hicieran tapa de cilindro, pero estando en el taller se le rompió una electroválvula de la torta de gas, que está en la otra punta del motor. La corriente fluía pero no había caso, no andaba. El cliente soltó esa frase hecha que casi todos han pronunciado alguna vez y que Ezequiel y Martín detestan: “yo te lo traje andando”.

—Como se rompió acá se podría haber roto en la puerta de tu casa —quiso hacerlo entrar en razones.

Ezequiel no le cobró el arreglo y le pidió a Martín que lo sacara de su vista porque lo iba a “cagar a trompadas”. Sabe, de todas maneras, que son parte de las reglas de su oficio: se reniega con los clientes, pero más con los autos. En la mecánica, dice, nunca dos por dos es cuatro. 

—Porque vos capaz que ves este tornillito así y lo estás sacando y se te corta el tornillo. Y ahí empezás a enredarte en un arreglo que un rato antes parecía fácil.

Hoy en día, cada pieza que hay que cambiar, por irrisoria que luzca, sale su plata. Por eso cuando encuentran algún arreglo mal hecho, algo roto que no estaba en los planes, Martín le avisa al cliente para evitar posteriores reclamos. Acaso por eso, y por algunos otros detalles, el taller El Perro sólo recibe clientes conocidos, o recomendados. Un universo cada vez más reducido, con dos virtudes fundamentales: no da dolores de cabeza y garantiza el pago. Como muchos otros mercados y oficios, el mundo de la mecánica termina regulándose a través de la confianza y la “palabra”. Un mundo que incluye clientes, distribuidores y colegas.

—Hoy nosotros, los mecánicos, generamos dudas —dice el Perro, que seguía la conversación de cerca—. Ése es el problema real. Como ya te garcaron cuatro, cinco, seis veces, la séptima vez no querés que te garquen. Lo vas a controlar de cerca. Yo lo entiendo eso, también.

La mecánica es un rubro que está “muy quemado” porque está lleno de “garcas”. Ezequiel lo reconoce. Pero para él, muy en el fondo, la culpa no es de los clientes ni de los autos. Ni siquiera de los garcas.

—Esto es Argentina. Si te vas a otro país, donde la gente no tiene necesidad de cagarte, no vas a pensar que te caga. 

Ezequiel es parte de la tercera generación de una familia fierrera. Su abuelo tuvo taller; su papá se asoció con el cuñado y pusieron uno también, aunque después se pelearon. Él se inició con su tío, que improvisaba un taller en la vereda de la casa. Fue una buena escuela: aprendió a arreglárselas con poco. Pero le incomodaba trabajar con él. Aunque no llegue a decirlo taxativamente, su tío es uno de esos casos que arrastraron al resto a esta crisis de credibilidad. No compraba una herramienta nueva hasta que era la única opción para sacar alguna pieza; a veces salvaba el repuesto -decía que lo cambiaba, pero apenas lo limpiaba- y se jactaba de cobrar la mano de obra barata. Cuando el cliente retiraba el auto, Ezequiel tenía que repetir lo que su tío había prometido que le harían; y no lo que le habían hecho realmente. Todo eso cambió -cuenta- cuando llegó al taller El Perro.

—Acá viene el cliente y podría decirle sentáte al lado mío, si querés. No tengo problemas porque Martín es sincero y no hay nada que esconder. Si te tiene que cobrar de más no te lo va a sumar a los repuestos, te va a decir ‘te cobro tanto por el arreglo’.

A Ezequiel lo que más le gusta de su trabajo son los autos que llegan con algún problema inédito. Los puzzles nuevos.

—Te viene un Peugeot y tenés que sacarle el tablero, por ejemplo. Tienen pantalla, botones por todos lados. Ese sí es un verdadero desafío. Porque aunque sea nuevo, está parado en la calle todo el día. El sol le pega, el plástico se reseca. Entonces tenés que sacarlo despacito. No es lo mismo hacer mecánica que hacer eso. Vos a los fierros tenés que tratarlos a lo bruto. Les tenés que dar. Y ahí adentro no. Ahí adentro tenés que tratarlo como a una Barbie.

La pedagogía del Perro

Martes de principios de octubre, hay un puñado de herramientas desordenadas en el piso. Ezequiel se asoma de atrás de un auto donde tenía las manos en el motor. No hay una fila de autos, pero están entrando “lindos laburos”. Ya no matan el tiempo mirando videos en youtube en el celular. Martín atribuye el repunte al momento del mes (“hay que ver qué pasa después del 15”), pero hay cierto optimismo. Después despliega una teoría sobre la naturaleza de los motores:

—La física de los motores son todas iguales —explica—. La clave es prestar atención a las posiciones de las piezas durante el desarmado: ver si tiene algún sensor raro, algún detalle que no resulte familiar. 

Los avances tecnológicos supusieron la incorporación de circuitos electrónicos en el vehículo, y algunos mecánicos con años en el oficio manual quedaron en el camino.

La revolución tecnológica supuso la incorporación de circuitos electrónicos en el vehículo, y algunos mecánicos con años en el oficio manual quedaron en el camino, dice Martín. Se necesitaron nuevas herramientas, más específicas. El que no sabe usar un scanner, no encuentra la falla.

Él hizo algunos cursos para aprender sobre los componentes computarizados, pero está convencido de que lo único realmente efectivo es “chocarse con la falla” una y otra vez. Ese es su principio rector y lo aplica con su asistente a rajatablas.

—Él, ¿por qué aprende? —pregunta, mientras señala a Ezequiel con un movimiento del mentón. Y responde:— Porque viene acá y cuando aparece cualquier quilombo yo le digo: ‘mirá, la noción básica es esta, pero usá la cabeza’.

Martín tiene para Ezequiel unas cuantas lecciones como ésa: “usá la cabeza, usála, todo funciona con lógica”.

—Yo la electrónica la empecé a implementar con él —dice Ezequiel, mientras restriega en un trapo las manos engrasadas—, porque yo hacía mecánica y sólo metía mano en el cablerío de mi auto. Él me explicó todo.

Y Martín explica.

—Las electrónicas de los autos son todas complejas. Que se yo, Volkswagen tiene el bulbo de freno conectado con el encendido. La distribución del Fiesta 500 tiene el avance por aceite. Es complejo. Pero una vez que lo sabés, no suele fallar. La electrónica del Peugeot Citroën es la más, cómo te diría… la más nena. No resiste nada.  

Martín no es un exégeta de Freire, está claro. Hay autos que son “de mina”, hay maniobras en falso también “de minas”. Pero Ezequiel está a gusto y su pedagogía funciona.

—Cuando ya renegaste lo suficiente te empezás a dar maña —concluye el chico, satisfecho—. Vas como desbloqueando niveles.

Dice Martín que los autos nuevos no están preparados para la mayoría de los argentinos, que no toman conciencia de que duran cinco años. Salvo los más pudientes, que compran el auto, lo tienen dos años, lo venden y logran mantener el capital del auto sin dilapidarlo en el motor ni en las gomas, el resto no lo aprovecha. Sobre la vida útil de los autos y la obsolescencia programada, Martín tiene una sugerencia terminante:

—Si vos me decís ‘me voy a comprar un 307’, yo te pregunto cuántos kilómetros tiene. ‘150 mil’. Yo te contesto: ‘ya está para tirarlo’.

Un país en serio

Martín es un hombre con calle. Y la calle, dice, te da astucia y te enseña a ser creativo en los momentos más difíciles. Nació en 1973, en el mismo barrio donde hoy tiene su taller, y se movió casi toda su vida dentro de un cuadrante de veinte manzanas. Su madre escapó de su padre y se mudó con él -muy pequeño- y su hermana diez años mayor a una casa que compró su abuelo materno. Sola con dos hijos, la madre de Martín atravesó las sucesivas crisis con trabajos esporádicos, casi siempre informales, hasta que puso un taller de costura en el fondo de la casa. Empezó remendando ropa para la gente del barrio y terminó cosiéndole a la marca Cheeky.

A los 14 años, Martín acompañó a un amigo a robar un estéreo. El dueño del auto los vio y soltó unos tiros al aire. Se asustó tanto que saltó el alambrado del tren y rodó por el terraplén hacia abajo. Quedó paralizado; nunca más hizo algo parecido. “La mayoría de mis amigos del barrio están muertos o en cana”, dice. En otro momento, para escapar de una depresión, tuvo que aprender a tallar madera y vender artesanías en la costa. De alguna forma, lo salvaron los autos, los fierros: un oficio. 

"Si yo volviera a tener plata, la mitad de las cosas que hice no las haría".

Hubo un tiempo, aunque no le gustaba, que trabajó en el taller de costura de su mamá. Le pidió que lo dejara crear su propia marca, que llamó “la caricia de mi sueño”. Durante esos meses fue un pequeño empresario. Perdió la empresa, pero le quedaron algunas nociones sobre el respaldo económico que se necesita para crear una.

—Cualquier negocio que vos abras, sea un kiosco, una cervecería, un restaurant, tenés que tener espalda para bancar tu vida, tu ambiente, y el negocio el primer año —dice—. Si vos no tenés esa plata guardada, no emprendas nada porque te va a ir como el culo. Eso lo aprendí laburando para otro.

Ese otro fue uno de los dueños del Hipermercado Jumbo. Martín llegó a ser Gerente de Operaciones de la Central Oeste: las responsabilidades que tuvo que asumir le revelaron algunos secretos del mundo empresarial. “Analizábamos hasta cuántas personas pasaban por la puerta por minuto”, recuerda. En el subidón de esos tiempos prósperos y la prepotencia de la juventud, se creyó en la cima del mundo. Y malgastó mucho dinero.

—Mi economía es como la de Argentina: yo vivía en Capital, tenía dos autos, moto, y al otro día estaba en el fondo del mar: vivía en Suárez y tenía un taller. Uno no se da cuenta de las cosas que pierde —dice, y le envuelve la voz una nota de nostalgia—. Si yo volviera a tener plata, la mitad de las cosas que hice no las haría. Invertiría en un mega taller. Lo pongo a Ezequiel de jefe y nos vemos: me voy a pescar todos los días.

Su papá fue estampador de la empresa Puma hasta jubilarse, e hizo changas de pintura varios años más. La relación con él es apenas cordial. Lo conoció a los 11 años, cuando después de mucha insistencia su madre cedió a decirle dónde estaba, porque hasta entonces no había querido que lo viera. Su padre tenía una conciencia de clase muy clara, pero resignada: 

—Nosotros, los negros —solía decirle cuando hablaban de cosas serias—, no tenemos que tener auto. Porque no podemos mantenerlo. 

La frase se le grabó para siempre. Martín la repite, la siente verdadera. Mientras le da la última chupada al mate de pezuña, ejemplifica con su moto Rouser 200 centímetros cúbicos, modelo 2021: la compró a fines de ese año con 150.000 pesos y doce cuotas fijas de 30.000. Además paga cuatro lucas de seguro, la patente, la nafta: una aventura financiera. 

—Acá cualquiera se compra un auto. Se mete en un crédito, tenés un laburo estable y pagás cuatro veces lo que vale. Pero lo pagás. El tema es mantenerlo. Si tenés un auto 2006, 2007, tenés trescientas lucas de cubiertas. La economía ya te la hizo bosta. 

"Nosotros, los negros, no tenemos que tener auto. Porque no podemos mantenerlo", solía decirle su padre.

Cuando habla de dinero, los términos de la jerga van cambiando: los miles a veces son lucas, otras veces palos. El Perro deja un silencio adrede que decora con una risita, casi un regodeo.

—Es todo así, acá. Todo.

Todos los días hábiles, Martín y Ezequiel abren el taller a las nueve de la mañana y lo cierran a eso de las cinco y media, seis. A veces, algunas horas, el Perro deja al frente del negocio a su aprendiz y va a buscar a sus hijos a la escuela pública -su hija estudia en la técnica- o lleva al varón a entrenar. Es bueno en serio, dice, ataja en un club de San Martín. Hace algunos veranos los llevó a los dos a trabajar al taller. Quería que entendieran cuánto cuesta “comprar boludeces”. Una suerte de legado intergeneracional de esa “meritocracia”: las cosas cuestan un esfuerzo diario, horas de trabajo y de tiempo muerto. Su idea es que se reciban y “ponerles un voleo en el culo” para que se muden a Alemania, donde la mayor de sus hijas estudió industria de indumentaria y vive en la actualidad: un país en serio. Ninguno de los dos aguantó más de un día trabajando en el taller. Pero tampoco fue en vano. Martín lo condensa en una frase terminante, inapelable:

—Por varias semanas no pidieron boludeces.

Coordinación foto: Cristina Sille