Crónica

El barrio argentino en Qatar


Asado, fernet y cumbia en el desierto

Durante 30 días, el Barwa Barahat Al Janoub fue el “barrio argentino” en Qatar. Lejos del lujo artificial del centro de Doha, entre construcciones que se asemejan a un complejo de cárceles, los hinchas de la Scaloneta armaron torneos de truco, encendieron parrillas improvisadas con carritos de supermercado y organizaron picaditos de madrugada en el desierto. Joaquín Roffé cuenta cómo fue vivir un mes en ese barrio artificial que murió tras el final del Mundial y que será reconvertido en un campamento de trabajadores migrantes.

Fotos: Télam.

Durante 30 días, el Barwa Barahat Al Janoub fue el “barrio argentino” en Qatar. Conformado por cientos de edificios idénticos construidos en medio del desierto, que se asemejan a una cárcel o a construcciones soviéticas de los años cincuenta, fue el lugar preferido de los hinchas albicelestes por sus bajos precios: la definición precisa de “voy a Qatar y después veo dónde duermo”.

Cuando llegué al país -luego de la derrota frente a Arabia Saudita- el Barwa estaba repleto de mexicanos, árabes y argentinos. Tres selecciones que compartían grupo encapsularon casi la totalidad de las habitaciones del barrio. Ya para la segunda ronda, el Barwa se argentinizó por completo. En las esquinas se veía gente tomando mate o jugando al truco mientras los árabes fumaban shisha. En los supermercados se hablaba más castellano que árabe o inglés.

Cada mediodía y cada noche se encendían parrillas improvisadas con changuitos de supermercado en los que asaban carne de vaca, cordero, pollo o incluso camello, mientras sonaba una cumbia de fondo. Algunos, los más preparados, montaban una cruz para asar un costillar. A veces aparecía una botella de fernet, uno de los bienes más preciados en un país en el que casi no se vende alcohol. Había quienes, en los grupos de reventa de entradas, la intercambiaban por tickets para los partidos. 

El Barwa funcionó como una resistencia frente al lujo artificial del centro de Doha. Lejos de los restaurantes caros y los hoteles seis estrellas. Cerca de la pasión y el calor de la mixtura cultural, creando así una atmósfera única. 

En este pequeño barrio, que tiene alojamiento a 30 mil personas, todo se divide en clusters o conjuntos de edificios que van de la A hasta la V. Cada letra tiene cerca de doscientas habitaciones y una recepción propia con al menos diez trabajadores. Ninguno es qatarí: la mayoría proviene de países como India, Pakistan, Kenia, Uganda, Bangladesh o Filipinas. Son habitaciones compartidas para dos y, durante el mundial, costaban cuarenta dólares la cama, bastante menos que los hoteles céntricos que arrancaban en u$s 200 la noche. La habitación es simple: dos camas, un par de lockers metálicos y un baño. Afuera había una cocina compartida y café gratis. Muchos, al llegar, hicimos lo mismo: reservamos tres noches, que era lo mínimo requerido por la FIFA, y luego definimos qué hacer. A priori era una incógnita que tan controlado estaría todo. 

A los pocos días, estaba durmiendo sobre un colchón inflable en una habitación compartida entre tres. Algunos amigos llegaron a dormir de a cuatro en las dos camas.

El Barwa es un sitio alejado del centro de Doha pero muy bien conectado, con buses gratuitos que -al menos durante el mes del mundial- funcionaban a toda hora. Hay restaurantes, supermercados, lavanderías, y hasta pantallas gigantes para ver los partidos. También un servicio de taxis sin costo para moverse dentro del barrio, sims gratuitas para el celular en cada esquina y viajes a diversas playas también cubiertos por la abultada billetera del gobierno qatarí. 

En cada esquina había una persona de la organización para responder cualquier pregunta. Todo estaba perfectamente organizado. Para llegar al metro ni siquiera era necesario preguntar indicaciones: había cientos de voluntarios con flechas gigantes y altoparlantes que señalaban “metro, por acá”. Los primeros días, cuando apenas acababa de llegar al país, toda esta perfecta sincronización, todo este exceso -por momentos innecesario- de organización, me había parecido como vivir en una serie de ciencia ficción, un cóctel compuesto por Black Mirror y El Juego del Calamar. Luego, con el correr de los días todo se volvía natural. Ya estaba dentro del juego.

Durante la estadía mundialista el fantasma de la eliminación sobrevolaba el Barwa. Sabíamos -desde el partido con Arabia- que una derrota significaba armar las valijas y partir mirando el suelo. Eso generaba algunas dudas: ¿Vale la pena desarmar toda la valija? ¿No sería un desperdicio comprar un paquete grande de arroz? ¿Y un shampoo? Si perdemos va a sobrar todo. Intentábamos hacernos los sotas y no pensar en eso pero el fantasma estaba ahí, para percibirlo bastaba levantar la vista y ver como el barrio se convertía en un cementerio de objetos cada vez más grande: banderas saudíes abandonadas en las ventanas, sombreros mariachis por el suelo, disfraces de samurai, bandanas brasileras. Como un jueguito de computadora, el objetivo era estirar lo máximo posible el game over y, por qué no, incluso evitarlo. Pero cada objeto abandonado te recordaba que vos podías ser el próximo.

A las 4:00 AM, cuando buena parte de la población de Qatar dormía, el Barwa vivía su prime time. La gente llegaba de los estadios o del Fan Fest luego de dos horas de viaje. Había fila en la puerta de los restaurantes -manejados por gente de India o Pakistan- en los que por tres o cuatro dólares se conseguía un abundante plato de arroz con pollo o una hamburguesa en combo. Mi ritual era siempre el mismo: pedir por favor que la comida sea sin picante. El muchacho pakistaní respondía sonriendo que sí, que por supuesto. Y minutos después, al probar el primer bocado, comprobaba que estaba más picante que el Pájaro Caniggia en Italia 90. 

Un entretenimiento en el día a día solía ser el fútbol tenis usando tablas de planchar como red. En el Barwa jugaban todos, desde jóvenes hasta futbolistas profesionales como el Puma Gigliotti. Ya por la noche, cuando corría el viento, se iban armando las canchitas de fútbol. 

Cierto día, luego de la primera ronda, dejó de existir la posibilidad de extender la estadía en el Barwa pese a que estaba casi deshabitado. Exceptuando a los argentinos, ya se habían ido los turistas de los demás países con más hinchas: Arabia, México, Túnez, Ecuador. Veía a través de las ventanas los cuartos vacíos -aunque extrañamente tenían las luces y el aire acondicionado encendido-. Tampoco permitían extender la estadía. Cuando iba a la recepción a pedir explicaciones me encontraba con casi todas las llaves colgadas de las habitaciones vacías. Decían que era un tema logístico. Un sanjuanino gritó “logístico es un libro de Sherlock Holmes, maestro, esto es un robo”. 

La gente por las calles se miraba preocupada. Además de ser una medida sin lógica, solo dejaba una alternativa: ir a los hoteles caros. Justamente eso querían: que la gente comenzara a alquilar alojamientos más costosos, departamentos que arrancaban en u$s 200 la noche. Entonces, los argentinos se agruparon gracias a la cuenta de instagram @barwargento y armaron una especie de piquete en una de las recepciones. Los laburantes de Kenia, India y Pakistán no entendían nada. El grupo de argentinos solo pedía poder extender las noches en el barwa, como quien se abraza al juguete más preciado. Cada vez se sumaba más gente. Tuvo que intervenir la Embajada de Argentina en Qatar y, esa misma tarde, el Barwa volvió a estar disponible. 

Muchos de los argentinos que paraban en el Barwa pidieron préstamos monstruosos o asumieron, mucho tiempo antes, rutinas de trabajo extenuantes para poder ahorrar. 

—Dormimos durante meses en un auto en Estados Unidos mientras laburábamos para poder venir acá — me contaron Ezequiel y Gabriel, dos hermanos de Lanús a quienes conocí en el Barwa. 

—Yo estoy trabajando en un hotel de Qatar hace seis meses solo para poder vivir este momento —dijo Ludmila, de Córdoba. 

Un rasgo distintivo de este mundial también fue la cantidad de hinchas argentinos nacidos en todas partes del mundo. Al ser el primer mundial celebrado en Medio Oriente, es la primera vez que árabes, pakistaníes, hindúes, bangladeshies están tan cerca del evento y son protagonistas en las calles. Es, por ende, la primera vez que Argentina es tan local en tierra mundialista. Según un cálculo propio, al menos ocho de cada diez neutrales alentaban a nuestra selección.  

—Vine manejando desde Omán para cada partido de Argentina y luego volvía a mi país —me comentó Murad mientras fumaba una pipa con un polvito llamativo. 

Me ofreció una pitada que me mareó al instante. 

—Se llama dokha, es la droga permitida en Medio Oriente. 

A los cinco segundos me recompuse. Mientras se reía me explicó: “dokha significa mareo en árabe. Es simplemente un tabaco pero más fuerte”. 

Murad nos contó que era fanático de Boca. Se despierta a la madrugada omaní para ver los partidos. Historias como esta había de a miles.

La madrugada no solo es cuando la gente cena: es el único momento en que no hace calor en Qatar, cuando el sol abrasador de Medio Oriente da tregua. Las noches pertenecen a los soñadores. Los grupos de amigos, marroquíes o argentinos,  daban rienda suelta a la pregunta más hermosa del mundo: “¿y si se nos da?”.

Después de las cinco amanece. El cielo se despliega teñido de un rosa chicle, tan chicle que dan ganas de tomarlo con dos dedos, llevárselo a la boca y saborearlo hasta extirparle la última partícula de azúcar, antes de escupirlo y empalmarlo de volea con el empeine. Bajo esa inmensa tela tan inerte y a la vez tan llena de vida, un grupo de diez argentinos jugaba a la pelota en la canchita del Barwa. Llevaban clavados como estacas sus acentos y tonadas provincianas. Llevaban, también, más de una hora jugando. 

Un petiso con topper gastadas y camiseta retro de Belgrano encaró con una mano detrás de la espalda y la pelota bajo la suela. Al borde del área lo bajaron. Ahí, justo en ese momento y bajo el cielo rosado, comenzó a sonar por los altoparlantes de la mezquita de al lado el llamado para rezar. El partido se detuvo por un segundo. Todos se miraron.  El arquero armó la barrera, el petiso acomodó la pelota y le pegó con la fuerza de todos los rezos de medio oriente. La clavó arriba, inatajable. Un golazo. Apenas la pelota pegó en el alambrado, el llamado a rezar se detuvo. 

Volver de los estadios rumbo al Barwa solía ser tedioso por la duración del viaje, pero era una fiesta. Cuando la selección ganaba -por suerte se convirtió en algo normal-, los subtes para volver eran puro saltos, aplausos y gritos durante todo el recorrido. Los extranjeros nos miraban con estupor y distancia, como si fuésemos animales simpáticos y en peligro de extinción. Los hinchas argentinos éramos eso, un espectáculo dentro del espectáculo mundialista. Incluso se tornaron habituales las visitas de qataries, quienes ingresaban en sus lujosos autos al Barwa para invitar a los hinchas argentinos a comer. 

Tras la coronación Argentina el telón bajó rápido sobre el escenario qatarí. Una noche después de la final ya no quedaba un alma en el Barwa. Esa misma noche saqué un pasaje directo a Estambul. Pero debía esperar unos días. Y fui testigo del vaciamiento, de personas y de espíritu. Desarmaron las habitaciones, desmantelaron la pantalla del fan fest, cerró el supermercado del barwa. No quedó ni el médico. 

Junto a mi amigo Iván salimos a recorrer Doha y la nostalgia se nos vino encima como un topetazo de Otamendi: no quedaba nada, ni un eco de lo que había sido la fiesta mundialista. Eran escenas postapocalípticas: los negocios cerrados, las calles vacías. Los subtes ya no tenían la frecuencia de dos minutos, sino de quince.  No había voluntarios y de a poco volvían a aparecer los molinetes y el boleto. Los habitantes de Doha habían recuperado su ciudad, pero ya no viajarian más en un metro con bailes y canciones marroquíes, argentinas o australianas.

Mi última noche fue, también, la última noche del Barwa. Algunos empleados me dijeron que ahí vivirían decenas de miles de trabajadores migrantes. Aquella última cena fue una obra de arte: los diez o quince argentinos que quedábamos prendimos las brasas y cocinamos a fuego lento la despedida. Un muchacho venezolano apareció con veinte latas de cerveza congeladas -en Doha cotiza más que el Bitcoin-. Luego apareció un fernet. Luego, un hombre qatarí en una 4x4 nos regaló tres vestimentas típicas mientras por los altoparlantes del vehículo sonaba “muchachos”. 

Unos guardias de seguridad vinieron a calmarnos y terminaron bebiendo con nosotros. Al amanecer el fuego seguía prendido. No era posible reservar más noches así que solo quedaba la opción de ingresar a cualquier cuarto y dormir un rato, sin sábanas ni almohadas.

Me alejé del Barwa rumbo al aeropuerto. Había llegado un mes atrás con los mexicanos que decían que nos iban a eliminar mientras los árabes nos filmaban y se reían preguntando dónde estaba Messi. Me fui con la imagen de Messi levantando la copa del mundo fresca en la retina. Fuimos los últimos hinchas en irnos de un país al que seguramente nunca volveremos. Y por ser los últimos, toca apagar la luz. Y, ya en la oscuridad, en la total oscuridad, es momento de sonreir con lágrimas en los ojos mientras sentimos algunos pinchazos en el pecho que se deben a la nostalgia, pero también a que se está bordando una tercera estrella dorada.