Crónica

AMIA


Así espiaron a los familiares

Las fuerzas de Seguridad Federales y los Servicios de Inteligencia tenían participación activa en la investigación del atentado a la AMIA, pero espiaban a los familiares de los 85 muertos. En lugar de investigar a los responsables seguían de cerca a las víctimas, aunque no están claros los motivos. ¿Qué buscaba la “inteligencia” argentina? ¿Se trataba de tener controlados a quienes podían ponerlos en aprietos? ¿De qué se cuidaban? En esta nota los cronistas Cecilia Devanna y Ariel Zak revelan cómo fue el espionaje que consta en los documentos desclasificados: seguimiento físico y confusiones entre dos referentes que desafiaban públicamente al gobierno de turno y no aceptaban las explicaciones oficiales.

El policía se movía inquieto detrás del escritorio hasta que no lo soportó más.

- Señora, le tengo que decir algo: el auto que usted identificó era nuestro.

Diana Wassner de Malamud no alcanzó a comprender en toda su dimensión el significado de las palabras que acababa de escuchar en una comisaría de Nuñez. A los 37 años, viuda y con dos hijas chicas, había llegado ahí después de hacer una serie de maniobras disuasivas en el intento de sacarse de encima al auto que la había seguido desde su trabajo en el barrio de Congreso hasta el local que tenía una amiga sobre la Avenida Libertador, a pocos metros de la cancha de River. En el camino, pasó por las avenidas Entre Ríos, Callao, Libertador, anotó la chapa del auto que la seguía y llamó a su amiga por celular. Lo que no pudo hacer fue imaginar que la Policía Federal Argentina la estaba siguiendo.

Todo ocurrió el atardecer del 29 de julio de 1996, 11 días después de que diera un discurso crítico contra el gobierno nacional de turno en el segundo aniversario del atentado a la AMIA en el que había muerto su marido, Andrés Malamud, el arquitecto encargado de las refacciones de la mutual judía. En la esquina de Pasteur y Tucumán, a metros de donde estaba el edificio, Diana le había dicho al entonces presidente Carlos Menem que tenía una deuda con toda la sociedad y no solo con la comunidad judía, por lo que no resultaba oportuno que le enviara sus condolencias al embajador de Israel, como había hecho: en el atentado murieron ciudadanos argentinos, chilenos, polacos y bolivianos.

Ese lunes de julio de 1996 empezó como tantos otros. Diana llegó a su trabajo en las oficinas del Conicet, en Rivadavia al 1900, a media mañana. Como eran las vacaciones de invierno en las escuelas de todo el país, sus hijas estaban con una amiga en una casa alquilada en Pilar. Apenas su trabajo en el Conicet se lo permitiera, ella también se iría para esa zona de la provincia de Buenos Aires. Todo estaba calculado, pero el plan debió ser modificado.

Habían pasado unos minutos de las 16 cuando bajó las escaleras de mármol del edificio en el que trabajaba y encontró un revuelo en el hall de entrada. Intentó enterarse de lo que estaba pasando, pero nadie lo sabía a ciencia cierta. La encargada del edificio le dijo que hacía más de 5 horas que una pareja de jóvenes, o no tanto, aguardaba dentro de un Peugeot estacionado en la puerta. Creían que estaban espiando a una dirigente gremial del prestigioso Consejo de Investigaciones. La mitad de la información estaba equivocada como quedó registrada en los documentos desclasificados incorporados a la investigación del atentado a la Amia.

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Diana subió a su Fiat Regata blanco y emprendió su viaje a Pilar. En el primer semáforo vio por el espejo retrovisor que el auto que había hecho guardia frente a su trabajo ahora estaba detrás del suyo. No quiso apurarse a sacar conclusiones. Siguió una cuadra y el auto hizo lo mismo. Dobló. El Peugeot también. Volvió a hacerlo y el Peugeot también. Ya estaba segura de que la seguían. Pero lo terminó de comprobar sobre Entre Ríos. Cuando estaba por frenar ante un semáforo aceleró, cruzó en rojo y dobló de inmediato. El Peugeot imitó sus movimientos. Y entonces lo confirmó: la estaban siguiendo.

Para esos días Diana ya tenía teléfono celular y desde el auto llamó a su amiga, que estaba a cargo de sus hijas, le explicó lo que estaba pasando y le dijo que no se animaba a seguir manejando hasta Pilar en esas condiciones. La preocupaba alejarse del movimiento de la ciudad con un auto que la seguía de cerca. Ya casi anochecía y acordaron encontrarse en un local ubicado cerca del cruce de las avenidas Udaondo y Libertador, donde se bajaría del auto para luego irse juntas. Pero no fue la única que se bajó al llegar al local: lo mismo hizo la pareja que venía en el auto que la seguía. Una vez adentro los vio hacer una llamada. Después se fueron.

Conmocionada por lo que acababa de vivir, Diana llamó a su abogado, León Smoliansky, y le preguntó qué hacer. Él le dijo que llamara al entonces juez de la causa AMIA, Juan José Galeano, para pedirle que le pusiera una custodia y que fuera a hacer la denuncia. En la comisaría de Núñez se encontró con los miembros del Departamento de Protección del Orden Constitucional (DPOC) de la Policía Federal que le había mandado el magistrado para que la protegieran. Y ahí hizo la denuncia (ver imagen). Le dictó al policía que le tomó testimonio el número de patente del auto que la había seguido y lo supo: la propia Federal la estaba espiando.

Dos días después, al enterarse del episodio denunciado por una de las integrantes de la agrupación de familiares y amigos de víctimas del atentado a la AMIA, Memoria Activa, el entonces titular de la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas (DAIA), Rubén Beraja −uno de los trece acusados por encubrimiento en el juicio que se realiza desde hace casi tres años−, se comunicó con Diana para sugerirle que aceptara las disculpas del entonces titular de la Policía Federal, Adrián Pelacchi, y se quedara con la custodia del DPOC. Ella no quiso. Le dijo que solo aceptaría tener custodia del Departamento de Asistencia Comunitaria (DAC) que se ocupaba de tareas de seguridad dentro de la comunidad judía. “Me sale más barato invitarte a comer a las Islas Caimán”, escuchó como respuesta.

Aún así Diana fue con Beraja a un encuentro con Pelacchi que quería darle las explicaciones relacionadas con el episodio. El jefe de la Federal le aseguró que no la estaba siguiendo sino cuidando porque tenían información de que la Policía Bonaerense le había “puesto precio” a su cabeza. Una amenaza velada y una verdad que comenzaba a salir a la luz. La Policía Federal, que había fallado en la protección del edificio de la AMIA, quería meter en el barro a la Bonaerense.

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La Policía Federal, como la entonces Secretaría de Inteligencia de Estado (SIDE), era una de las fuerzas con participación activa en la investigación del atentado a la AMIA que había ocurrido el lunes 18 de julio de 1994. Las familias de 85 muertos y cientos de heridos reclamaban justicia a viva voz. La sociedad todavía estaba conmocionada y necesitaba respuestas que, 24 años después, todavía no llegan. Pero la Policía y los servicios de inteligencia, como si tuvieran algo que ocultar, en lugar de poner toda su energía en encontrar a los asesinos apuntaron también para otro lado: investigaron a las víctimas.

Diana supo en 1996 que la habían seguido, pero no tuvo una cabal dimensión de lo sucedido hasta más de dos décadas después. En 2016, la Unidad Fiscal de Investigación del atentado a la AMIA accedió a la documentación que había ordenado desclasificar la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner. La cantidad de archivos es tal que, de ser ordenados en línea recta, ocuparían casi dos kilómetros. Esa documentación también fue puesta al servicio de las partes. Allí aparecieron documentos que prueban más seguimientos contra los familiares de las víctimas de la AMIA.

Según surge de la documentación, el espionaje incluyó seguimiento físico. En 1996 el uso de internet era incipiente, no estaba desarrollado como ahora y en los documentos se leen, entre otras cosas, detalles de aulas, direcciones, materias en las que trabajaban los objetivos de la Inteligencia local: en especial Diana y Laura Ginsberg, otra referente de los familiares. Lo paradójico, o no tanto, es que quienes se suponían hacían Inteligencia se confundían y mezclaban nombres y datos.

Entre los episodios extraños que Diana vivió en 1996 hubo otro que incluyó al juez Galeano. Por entonces ella aún confiaba en él, que la llamó y le pidió que fuera a su despacho de inmediato. Cuando llegó, Galeano sacó una pila de fotos. Le dijo que eran de sospechosos, pero que en el medio habían aparecido fotos de ella. Diana las miró. No era ella, ni tampoco nadie parecida. Se lo dijo. Nunca entendió lo que sucedió ese día, pero está convencida de algo: si querían hacerle llegar un mensaje, ella no lo captó.

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El seguimiento detectado por Diana Malamud no fue el último intento de la Policía Federal de monitorear la vida de los familiares de las víctimas del atentado a la AMIA. Una veintena de años después, cuando por fin pudieron conocer los archivos desclasificados de la SIDE, los familiares de las víctimas supieron que las fuerzas de seguridad tenían información detallada sobre sus vidas. Aunque con gruesos errores: también ahí los encargados de descifrar el atentado habían fallado.

“Relevamiento de unidades de la Policía Federal Argentina: la interna de la colectividad”, dice el título de uno de esos informes encontrados en las oficinas de la SIDE que, según pudo reconstruir esta investigación, supieron estar ocupadas por Marta y Gabriela, las dos mujeres que trabajaron en el área de terrorismo bajo las órdenes del espía Antonio “Jaime” Stiuso, ex director de operaciones del organismo de inteligencia.

Los documentos que todavía nadie explicó contienen información recolectada, al menos, durante 1996 y 1997 y se refieren tanto a los familiares de las víctimas como a los dirigentes de las instituciones de la colectividad judía, a los periodistas, escritores y personalidades influyentes de la misma comunidad, entre otros. Desde el filósofo Santiago Kovadloff hasta el escritor Marcos Aguinis, todos aparecen retratados, con mayor o menor precisión, por el o los escribas de la Policía Federal que elaboraron los informes que terminaron en manos de la SIDE.

En esos textos se detalla que Diana Malamud tiene dos hijas en nombre de las cuales le reclamó al Estado la indemnización por la muerte de su marido, a través de una demanda judicial. La denuncia era por “incumplimiento de los deberes de funcionario público” y estaba apuntada contra aquellos que debieron velar por la seguridad de la población que, además, ya había sufrido otro atentado en 1992, cuando una bomba explotó en la Embajada de Israel.

Diana no fue la única retratada por las plumas de la Federal. Los ojos también estuvieron puestos sobre Laura Ginsberg, por esos días vinculada a Memoria Activa, a quien le atribuyeron el perfil más combativo dentro de las agrupaciones de familiares de víctimas del atentado. La señalaron, además, como la impulsora de otra de las causas contra el Estado, radicada en el fuero Contencioso Administrativo.

Pero hay más. En los informes de esas dos mujeres que lucharon desde el primer día por el esclarecimiento del atentado aparecen datos que no pudieron haber sido obtenidos por alguien cuyo único ¿talento? fuera patear tribunales. Allí se aclara que Laura Ginsberg vivía en Parque Centenario con sus dos hijos y que tenía “muy buena relación” con Jorge y Norma Lew, padres de Agustín, otra de las víctimas del atentado.

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Las mismas fuerzas que debieron proteger a la sociedad víctima del atentado y fallaron y que luego tuvieron que investigar el ataque y fallaron, no podían tener mejor resultado con las tareas de inteligencia realizadas sobre los familiares. En los informes que pudo reconstruir este medio, confundieron el pasado de Diana con el de Laura. “Ginsberg es una profesional de 39 años que residió en México entre 1976/86 (fecha de su retorno al país), luego de lo cual desempeñó funciones administrativas en el Congreso Judío Latinoamericano (CJL), entidad de la cual Beraja es su Presidente”, aseguraron en los informes. Pero no. La que vivió en el exilio fue Wassner de Malamud que en 1976 se trasladó a Israel para luego sí irse a tierras mayas.

A 24 años del atentado, las revelaciones surgidas de los documentos desclasificados vuelven a arrojar sobre la mesa un montón de preguntas sin respuesta. ¿Qué buscaba la “inteligencia” argentina entre los familiares de las víctimas del atentado? ¿Se trataba de tener controlados a quienes podían ponerlos en aprietos? ¿De qué se cuidaban?

Para los servicios de inteligencia, los responsables del atentado están en Irán. Sea cierto o no, esa es una teoría en la que trabajaba desde antes del atentado a la AMIA, desde que una bomba voló la Embajada de Israel en 1992. El propio Stiuso logró que un agente de su entorno se infiltrara en la embajada de Irán en Argentina antes de 1994. Los espió, los escuchó, estuvo cerca de ellos. Logró obtener fotografías del entonces agregado cultural Moshen Rabbani, uno de los principales acusados, en la búsqueda de una camioneta Trafic similar a la que, según la justicia, se utilizó para el atentado. Pero no los detuvo.

¿Qué pasó? ¿A Stiuso se le escapó el atentado o los iraníes no fueron los que pusieron la bomba? ¿Qué vínculo lograron construir los infiltrados con sus investigados? ¿Acaso esa era la historia que los servicios de inteligencia no querían que se sepa? ¿Fue por eso que intentaron tener controladas a las víctimas? A 24 años del atentado, en lugar de respuestas cada vez hay más preguntas.