Crónica

Movilidad humana y pandemia


La paciencia migrante

La pandemia afectó diferencialmente a las comunidades migrantes que viven en Argentina. En esta crónica, se reconstruye y analiza cómo lxs migrantes armaron redes de contención en medio de la crisis para asesorar, acompañar y hasta distribuir alimentos a las familias que no llegaban a fin de mes. ¿Cómo sortear los obstáculos migratorios y sobrevivir el impacto del COVID-19 siendo migrante?

—Estamos acá porque tenemos don de voluntad: queremos que nadie se quede sin documentos.

Sábado en el barrio Libertador, partido de San Martín, a Herminia González el sol le pega recto y fuerte aunque todavía sea de mañana. Varios vecinos caminan de un lado a otro de la calle y acomodan los hierros que pronto van a sostener las dos hileras de puestos en las que se venderá ropa, comida, bebidas y demás infaltables de cualquier feria de colectividades. Al final de la cuadra, los primeros en llegar forman una fila en la entrada del Club Paraguayo Argentino para empezar el laberíntico desafío de tramitar su residencia. Allí, Herminia se encarga de recibirlos y empezar una larga guía que terminará dentro, en muchos casos, de seis meses.

Dentro del Club los esperan doce personas divididas en grupos de dos. Algunos ayudan a acomodar a las personas que entran, en su mayoría de Paraguay y Bolivia, en sillas de plástico negras. Participan en organizaciones territoriales que llevan años de trabajo comunitario en San Martín: el Merendero Los Amigos y la Casa de Acompañamiento Kuña Guapa, del Movimiento Evita. Son intermediarios entre aquellos que necesitan acceder o renovar sus papeles y distintas instituciones que, en el barrio, llegan poco y nada: ellos trabajan golpeando y abriendo las puertas del Estado.

Planificaron el encuentro durante cuatro semanas. María González, una mujer paraguaya nacida en Villarrica que participa en Kuña Guapa, da fe. Sufre de insomnio y hace un mes que, cuando se levanta de madrugada, revisa su celular, manda recordatorios y repasar cada uno de los turnos por gestionar. Desde que empezó la pandemia ya siguieron los trámites de 300 personas.

María, que es delegada de la UTEP, está sentada al lado de Lourdes. Juntas escriben los datos personales de Roberto, un joven boliviano que ha ido con su mujer y su hija que vive hace cinco años en el país. Su pareja ya está regularizada y su hija nació en un hospital del conurbano bonaerense. Mientras Roberto habla, Lourdes, de 28 años, costurera y estudiante de la Universidad Nacional de San Martín, carga la información en Radex, el sistema virtual que la Dirección Nacional de Migraciones implementó para tramitar documentación desde 2018.

“Nuestra gestión es gratuita. Una de nuestras tareas es que nadie tenga que pagar de más, porque en el barrio hay gestores que cobran entre quince y veinte mil pesos para empezar el trámite, y después dejan a la gente tirada”, explica María.

Lourdes pregunta: edad, profesión, barrio. Roberto responde: veintisiete años, pintor, Barrio Libertador. El trámite tiene varios pasos y en todos hay que revisar varias veces la información. Cualquier error de tipeo en un nombre, un número, genera complicaciones. Porque después de este día Roberto tendrá que conseguir más documentos, caminar por distintos pasillos estatales, visitar la Dirección Nacional de Migraciones. Y valerse de paciencia, mucha paciencia.

Roberto cuenta que su hijo nació en Argentina y Lourdes piensa que el trámite será sencillo. Error.

—Soy el padre, pero no aparezco en el documento.

—¿Y en el acta de nacimiento?

—Tampoco. Es que el médico que nos atendió nos dijo que como yo no tenía documento no me podía anotar. Pusieron sólo el nombre de la madre- responde. 

Lourdes no se termina de acostumbrar a estas situaciones, a pesar de que los escucha a diario en escuelas, hospitales, en el servicio social. Cuando termina de ingresar los datos de Roberto, imprime cuatro hojas: la primera parte del trámite acaba de terminar. Todavía quedan varias.

—Ahora tenés que cargar los documentos que te vayamos pidiendo y pagar las boletas que te dí. Después te van a dar la cita para Migraciones —dice, mientras manda whatsapps a sus contactos preguntando cómo puede hacer Roberto para figurar en el acta de su hijo.

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En 2015, el gobierno de Mauricio Macri promovió varias políticas que buscaban criminalizar o ubicar a la migración como amenaza. La más conocida fue el DNU 70/17 que, entre otras cuestiones, asociaba migración con delito y endurecía controles y sanciones. Este decreto se derogó en marzo de 2021, pero muchas dificultades de la regularización migratoria se complejizaron durante la pandemia. 

Repasemos los números: si entre el 2011 y 2018 la Dirección Nacional de Migraciones había sostenido un piso 200.000 radicaciones anuales, a partir de ese momento la situación cambió. Cuando promediaba el gobierno de Mauricio Macri, el trámite se modificó sensiblemente a partir del Sistema de Radicación a Distancia de Extranjeros (Radex): se volvió virtual, aumentó de arancel y empezó a demorarse más. En el 2019, cuando empezó a funcionar exclusivamente de modo online, llegaron a 161.700. En el 2020, en buena medida por la pandemia y el cierre de fronteras, disminuyeron los trámites: se resolvieron 89.000 radicaciones.

Como buena parte del proceso se digitalizó, muchas personas que no manejaban internet, no tenían conectividad -principalmente sectores populares- o tenían dificultades con el idioma quedaron imposibilitadas de realizarlo. En 2021, la Dirección Nacional de Migraciones retomó el Programa de Abordaje Territorial que se había discontinuado durante el macrismo: en total se hicieron 1082 en 385 localidades. También se abrieron Centro de Integración y otros canales de consulta. Aún así, la demanda no se agota. Por eso el trabajo de distintas consultorías realizadas por organizaciones se volvió fundamental. Quienes están detrás de ellas hacen un trabajo de asistencia y contención tan delicado como sostenido.

Pablo Cossio sabe de qué se trata. Es sociólogo y milita en el Bloque de Trabajadores Migrantes, una organización liderada por jóvenes migrantes o hijos de inmigrantes latinoamericanos. En 2018 pusieron en marcha la Red.Co.Mi, una iniciativa formación para que las consultorías de base se multiplicaran en los barrios. Semana a semana forman a trabajadores y trabajadoras que participan en espacios como el Frente de Organizaciones en Lucha la unión de Trabajadores de la Tierra para que puedan asesorar a compañeros de trabajo, vecinos y familiares en distintos puntos de la Capital y el Conurbano bonaerense. En este tiempo, el BTM también puso en marcha acciones de contención para que familias migrantes atravesaran la pandemia, cursos gratuitos de español, y las Brigadas Antirracistas Migrantes, en las que combinan arte, asesoramiento y militancia.

Pablo está por terminar la tercera BAM, en la Villa 31, Se sienta al lado de un mural que dos personas están terminando de pintar en La Territorial, una organización de base del barrio. Dice: “Venimos capacitándonos entre organizaciones, pero también es importante que la Ley 25.871 llegue a los agentes del Estado. En algunas escuelas los directores no quieren recibir estudiantes porque tienen la residencia precaria. Y en los hospitales, para hacer operaciones muchas veces, piden la permanente. Aunque eso no sea necesario. ¿Qué pasa si tenemos una Ley de avanzada pero dentro del Estado la conocen muy pocos?”

En un escenario en el que tres de cada diez personas en Argentina se muestran a favor de prohibir el ingreso de cualquier tipo de migración, las propias organizaciones se ocupan de mitigar el deterioro de las condiciones de vida de las personas y familias migrantes, refugiadas y solicitantes de asilo. Durante la pandemia, han sido y son esenciales -con o sin reconocimiento como tales- porque no dejaron de asesorar, de resolver consultas de asistencia social o distribuir bolsones con alimentos y productos de limpieza para las familias que no llegan a fin de mes. 

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—Hay que tener paciencia- dice Yolanda Flores, sentada bajo un gazebo repleto de banderitas latinoamericanas sobre la calle Varela, en la villa 1.11.14. 

Es viernes a mediodía, han pasado cinco horas desde que empezó su turno y ahora espera a Wilmer Quispe, la última persona que atenderá en el día. Yolanda es boliviana y nació hace 32 años en San Ignacio de Moxos, en el departamento de Trinidad. Desde marzo integra una de las cuadrillas del Frente de Organizaciones en Lucha (FOL) que inicia los trámites de regularización migratoria en el sur de la Ciudad. Wilmer también es boliviano. Vive en Buenos Aires hace siete años, tiene su precaria vencida y llegará de un momento a otro.

Yolanda tiene la mirada perdida en un colectivo 23 que acaba de detenerse entre una casa de repostería peruana y el restaurante La Caleta, también conocido como la Universidad del Ceviche. Como Wilmer fue a buscar un papel para iniciar su trámite, Yolanda aprovecha y cuenta su historia. Cuando tenía 19 su hermana la invitó a Buenos Aires para que conociera y paseara.

—Hace 13 años que sigo de vacaciones, todavía no volví —dice y se ríe. 

En este tiempo trabajó como empleada doméstica, pastelera y costurera. Hasta que llegó la pandemia y se quedó sin nada. La pandemia del COVID-19 afectó diferencialmente a la población migrante en términos del mercado de trabajo. Conforme datos del Anuario Estadístico Migratorio de la Argentina 2020, durante el primer año de la pandemia el 53% de las personas migrantes perdió parcial (17%) o totalmente (36%) sus ingresosSegún un estudio de la OIM publicado a fines del año pasado, durante 2020 la tasa de empleo se contrajo 6,8 puntos porcentuales para las personas migrantes contra el 4,5 de las no migrantes.

Yolanda sabía que en el FOL estaban organizando cuadrillas para realizar distintas actividades y en marzo empezó a participar. Allí volvió a cobrar mes a mes, como trabajadora de la economía popular. En la primera etapa recorrieron varias zonas de Bajo Flores para identificar dónde se las necesitaba más: caminaron los barrios Rivadavia y Charrúa, atendieron en el comedor Berta Cáceres y pusieron una mesita en el cruce de Cobo y Curapaligue. Hasta que detectaron que sobre Varela circulaba más gente y había más demanda. Ahí se instalaron, justo delante de uno de los comedores que tiene la organización. Justo donde, ahora sí, está llegando Wilmer.

Wilmer tiene una remera del Manchester City y en su barbijo está estampado un Michael Jordan que vuelca la pelota de basquet. De su bolsillo saca su precaria vencida y arrugada y se la muestra a Yolanda.

—¿De dónde la sacaste, estaba debajo del colchón? —pregunta Yolanda Flores, integrante del FOL, para romper el hielo, mientras se toca un colgantito del que prenden tres nenas y se acomoda el pelo negro largo partido con raya al medio-. Hoy es la más experimentada de un grupo de cinco. Las nuevas la miran y copian qué anotar, qué preguntar, cómo dirigirse: aprenden en la práctica. 

—Le hago una pregunta mi querida amiga. ¿A dónde tengo que ir ahora?- dice Wilmer.

Yolanda le explica que primero tiene que iniciar el trámite y para eso hay dos formas. Le pregunta si pagará la tasa migratoria o lo hará a través de la eximición de tasa, con una “carta de pobreza”. 

—Por la carta. Es que acá en el barrio no todos tenemos esa plata.

Para obtener la eximición de la tasa tiene que juntar más papeles e ir a una Agencia Territorial de Acceso a la Justicia (ATAJO), donde deberá acreditar frente una asistente social y dos testigos que no tiene recursos para pagar.

Wilmer empieza a entender. A los documentos se suma un impedimento más: trabaja en un taller de costura y su patrón no lo deja salir en horario laboral. Yolanda anota con birome verde todos los requisitos y le explica que hay que saber esperar, que no va a ser rápido. Para algunos de los papeles, el sistema de turnos tiene una demora de un mes. Pero hay otras citas que son una lotería, como la que Yolanda acaba de sacar con su celular.

—¿Cómo que para mañana? ¿De qué me sirve sacar el trámite si no junté todos los documentos? —pregunta Wilmer, incrédulo, al enterarse que todo lo que debía juntar en varias semanas tiene que estar listo de un día para el otro.

A los otros documentos, ahora se suma sacar un nuevo turno en Migraciones. Parece un lugar común, pero Yolanda no tiene más explicación que decirle que la culpa es del sistema.

—Hay que tener paciencia —repite.

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A principios del siglo XXI hubo dos grandes novedades en la política migratoria de Argentina. La primera fue la Ley de Migraciones 25.871, que en 2003 cambió el paradigma securitista de su predecesora, la Ley Videla, y puso un fuerte énfasis en la protección y promoción de los derechos humanos. La segunda fue la implementación del Programa Patria Grande, un plan de regularización migratoria que entre 2006 y 2010 llevó adelante el Estado, sostenido por distintas organizaciones de migrantes. Entre ellas, Mujeres Peruanas. Olinda Pérez es una de sus fundadoras y actual vicepresidenta.

Olinda llegó a Buenos Aires en 1991 escapando del terrorismo que se vivía en Perú. Era líder sindical en Huancayo y militante de la Izquierda Unida. En esa época, recuerda, habían asesinado a su alcalde. Y a ella, que trabajaba en la municipalidad, la habían amenazado varias veces.

—Tuve que salir de la noche a la mañana. Dejé a mis hijos, a mi familia: dejé todo. 

En los noventa internet era ciencia ficción y para comunicarse a Perú había que llamar con tarjeta telefónica. Olinda empezó a vender esas tarjetas en el microcentro porteño junto con mujeres oriundas de Trujillo, Lambayeque, Chiclayo y demás lugares de su país. Muchas tenían un pasado de militancia: empezaron a organizarse y de ahí nació Mujeres Peruanas. Una de las primeras preocupaciones de la organización fue el acceso a documentos.

—Sacar el DNI era el gran problema. ¿Cuántas chicas pagaron para casarse con un argentino y tener papeles? ¿Cuántas tuvieron hijos con argentinos para poder tener la radicación? Muchas pagaban a gestores pero las terminaban estafando -recuerda.

La sanción de la Ley de Migraciones fue un cambio enorme, pero faltaba que miles de personas accedieran a su documentación. Cuando inició el Programa, Mujeres Peruanas y otras organizaciones de la colectividad paraguaya, boliviana, peruana y chilena ya habían articulado con la Dirección Nacional de Migraciones para encargarse de recibir trámites.

Fue un trabajo artesanal, quirúrgico y desmesurado. Trabajaron en casas de compañeras, en locutorios, en mesas improvisadas en la calle. En Retiro, en la Villa 1-11-14, en Flores, en Abasto. Pagaban de sus bolsillos o con bonos contribución los costos de internet, de las impresiones y las lapiceras. Durante cinco años llevaron el trabajo a casa cargando datos, pasando planillas, haciendo llamados, sacrificando su tiempo, sosteniendo el peso de expedientes que demoraban o se complicaban.

En cinco años empezaron el trámite 423.697 personas: de todas ellas 224 mil obtuvieron una radicación permanente o temporaria. Casi 190 mil no pudieron terminarlo. Olinda todavía recuerda algunas de las imágenes de las personas que atendió.

—La primera que recibió su DNI nos hizo llorar, porque al llorar la gente lloramos nosotras. Entonces nos preguntamos. ¿Y ahora qué hacemos? Acá no se tiene que terminar, tenemos que ver qué hacemos con nuestro DNI: tenemos que votar. 

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Una década más tarde, el 14 de noviembre de 2021, más de cuatrocientas mil personas migrantes están habilitadas para votar en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Antes también podían hacerlo, pero había que gestionar un dificultoso trámite de empadronamiento y poca gente conocía la posibilidad. Sólo veinte mil estaban habilitadas. Desde que cambió el Código Electoral en 2018 y el empadronamiento para residentes permanentes se convirtió en automático, el número de extranjeros se multiplicó por veinte: ahora votan cuatrocientas mil, un 16% del padrón.

Junto al notorio aumento de electores y electoras, el apoyo a los candidatos cambió en la última elección. Recapitulando: en las legislativas de 2017, en las que votaron 4.446 personas migrantes -el 27% del padrón de extranjeros y extranjeras-, la Alianza Unidad porteña obtuvo el 47%, mientras que la Alianza Vamos Juntos, el 28%. Dos años más tarde, en las presidenciales de 2019, votaron 8.965 -el 43% del padrón-. En aquella elección el Frente de Todos sacó el 66% del padrón; Juntos por el Cambio, el 28%. El año pasado, el número de votantes se multiplicó por nueve: participaron 79.128 personas migrantes. Con el crecimiento del número también cambiaron los porcentajes: el 40,5% se inclinó por Cambiemos y el Frente de Todos obtuvo el 35.72%.

En las últimas elecciones legislativas de 2021, la Facultad de Derecho de la UBA fue uno de los puntos que más personas concentró. Allí muchos migrantes buscaron sus nombres en los padrones para extranjeros y extranjeras: se reconocían porque estaban marcados con rojo. Sus mesas estaban todas juntas, al fondo de un pasillo de la planta baja.

Patricia Mendoza, una venezolana nacida en San Cristóbal, Táchira, casi no tuvo que hacer fila para votar. Viajó en avión a Buenos Aires en 2018. Quince días antes, sacó turno en Migraciones para tramitar su residencia precaria. Para ella el trámite fue sencillo. Vino sola y al año llegaron sus dos hijas y su marido, licenciado en marketing. Durante la pandemia su trabajo de manicurista fue muy irregular, algo común entre las personas que no tienen un empleo formal. Para inicios de 2020 el nivel de trabajo no registrado entre los migrantes llegaba al 47,2%, muy por encima al 33,3% de la población general en Argentina.

Según el Diagnóstico sobre la situación de Derechos Humanos de las personas migrantes y refugiadas venezolanas en la República Argentina, publicado en 2021, el 67% de las personas venezolanas encuestadas no enfrentó dificultades para regularizarse, aunque un caso particular fue el de la tramitación para menores de edad. Frente a ello, la Dirección Nacional de Migraciones dispuso el “Régimen Especial de Regularización para Niños, Niñas y Adolescentes Migrantes Venezolanos” con el objetivo de atender a 6000 niños, niñas y adolescentes que tenían obstáculos en su situación documentaria.

Cuando salió del cuarto oscuro, Patricia llevó el sobre con sus largas uñas esculpidas y pintadas con rosa, celeste y líneas negras, y lo depositó en la urna. Después saludó a su marido y sonrió. Eran sus primeras elecciones en el país 

—Una de mis hijas me dijo: ¡Mamá, tienes que votar! Así que aquí estoy.

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Históricamente, Argentina ha sido receptora de migraciones internacionales, tanto regionales como ultramarinas. Eso lo sabemos desde el primer censo en 1869. Lo que pocas veces se resalta es que las migraciones de países limítrofes han sido tan históricas como contemporáneas. Así lo reflejan el último censo de 2010 y también las estadísticas de radicaciones de los últimos años. 

Sin embargo, desde 1960 y en buena medida por la disminución de migraciones ultramarinas, la migración regional aumentó en términos relativos. Fue en ese momento que el Estado argentino empezó a poner la lupa y a cambiar las condiciones de permanencia. A partir de una serie de decretos se comenzó a dividir en categorías, en un sistema de casilleros, que fragmentó también derechos y posibilidades en el país. Por ejemplo, es la residencia permanente la que facilita el acceso a numerosos programas sociales, como el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), otorgado durante la pandemia y al que no pudo acceder buena parte de las personas migrantes.

Además de estas divisiones, hay otra que fragmenta entre aquellos que vienen de países del Mercosur y extra-Mercosur. Para las primeras, la “nacionalidad” es el principal criterio para regularizar la situación migratoria: alcanzar con provenir de alguno de aquellos países para iniciar el trámite. Pero para las segundas la residencia temporaria, por ejemplo, debe realizarse en base a alguno de los catorce criterios o casilleros estipulados en la Ley. A veces, jugar el juego de los casilleros se vuelve un obstáculo que afecta toda una vida. “Para las personas que provienen de extra-Mercosur tramitar la radicación es un proceso muy complejo”, dice Pablo Cossio.

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Lester Guzmán espera en una larga fila en la Dirección Nacional de Migraciones. Lester tiene 26 años, pasó la mitad de su vida bailando breakdance y otros tantos años en una congregación evangélica, Juventud con una Misión. 

Creció en Guatemala, en el barrio Los Cipresales, y es el más chico de tres hermanos: la más grande tiene 30, el del medio, 28, y él acaba de cumplir 26. La primera vez que hizo break fue gracias a su hermano mayor, que después de un partido de fútbol en la vereda de su barrio le mostró que podía pasar de estar de espaldas contra el piso a ponerse de pie en un solo salto. Después de eso no paró: bailó en batallas de barrio, en parques, en el Teatro Nacional. Hasta que conoció a un profesor afroamericano de break que le habló de Jesús

—Un día, después de un ensayo, nos sentó a todos en círculo y nos dijo: yo creo en dios y voy a orar por ustedes. Me preguntó: ¿Quieres aceptar al señor? No, le dije. ¿Querés aceptar al señor? Y nada. Me dijo: a la tercera mejor no te vuelvo a preguntar más. Cuando lo vi orar de vuelta, muy metido en su mambo, probé para ver qué onda.

Después de ese día se unió a trece personas que predicaban la palabra Jesús a través del break. Algo inusual: “algunos te ven bailar y te dicen que te vas a quemar y vas a ir a con Michael Jackson al infierno”,dice Lester. Querían viajar a Estados Unidos a una formación, pero encontraron un proyecto que los convenció más: una Escuela de Artes enfocada en la cosmovisión bíblica que quedaba en Ituzaingó, un barrio improbable para cualquier guatemalteco que busque a Argentina en el mapa.

Entró al país en una de las categorías del gran casillero de la permanencia: la de los motivos religiosos. Durante dos años practicó salsa, clases de hip hop, break, malambo y contemporáneo. Luego se mudó a Rosario, donde pasó otros dos años en el Ministerio de Artes de Juventud con una misión. Hasta que se cansó y dejó la Iglesia.

En 2019 se instaló en Buenos Aires. Trabajó haciendo shows hasta que lo agarró la pandemia. Poco antes se le vencieron los documentos. Y poco después empezó la pandemia.

 —Me dormí y no hice los trámites. Tampoco llegué a hacer los años para poder tener la permanente. Y ahora se me complica para volver a renovarlo porque no tengo el aval de la organización. 

Lester llega a la ventanilla de informes y escucha. Anota, se lleva papeles, envía mensajes a su país para ver si pueden escanear documentos. En unas horas volverá a entrenar en su espacio de Puerto Madero. Aunque antes tendrá que trabajar.

—Me salvó un amigo que consiguió un empleo en una heladería en Caballito. No es bueno para mi entrenamiento, ¡pero es que es tan rico!

Lester volverá en unos días a hacer una fila. Espera que la espera dé resultado.

* El texto y las fotos de este trabajo contaron con el apoyo del Premio Suramericano de Periodismo sobre Migración de la Organización Internacional para las Migraciones.