¿Qué quedará de Cambiemos?


Autopsia de la nueva política

La “nueva política” nació como retrato invertido de la cruzada moral que el progresismo usó contra Menem en los ’90 y se crió en un ecosistema hecho de neoliberalismo, consultorías y estudios de opinión. Sin cruzar la General Paz, buscó clausurar las narrativas épicas de lo colectivo y decretó el inicio de una nueva era del disfrute privado. La “rosca” fue reemplazada por los equipos técnicos y las buenas intenciones. Ante el escenario de una derrota próxima, ¿qué quedará de la nueva política?

El gobierno termina el 10 de diciembre de 2019 pero los científicos sociales ya estamos armando una fila para diseccionarlo y hacer una autopsia anticipada de la experiencia Cambiemos. Eso no implica, claro está, que el radicalismo, el PRO, la personalista Coalición Cívica o el centenario Partido Demócrata Progresista vayan a esfumarse; más lógico es esperar que, si el país no se asoma al precipicio durante los próximos meses, a partir de 2020 comiencen a recomponerse, reconfigurarse y planear nuevas líneas de acción. Sin embargo, la alianza partidaria que hoy gobierna con una “marca Cambiemos” devaluada corre riesgos de resquebrajarse entre pases de facturas. En todo caso, si esta coalición logra mantenerse incólume, probablemente deba repensar su arquitectura a partir de un análisis de lo acontecido.

Cambiemos naufragó en las PASO y hoy muchos coinciden en que la nave estaba condenada de antemano a no llegar a puerto. Algunos datan la inauguración de la debacle el 18 de mayo de 2019, cuando Cristina Fernández de Kirchner anunció que no sería ella sino su ex jefe de gabinete, Alberto Fernández, quien encabezaría la fórmula presidencial de un peronismo que se reunificaría. Otros apuntan su mirada al segundo trimestre de 2018, cuando el peso se devaluó frente al dólar y el gobierno terminó acudiendo al Fondo Monetario Internacional. También están los que prefieren retroceder algunos meses, hasta diciembre de 2017, cuando el gobierno de Macri se mostró incapaz de desplegar su agenda de reformas aun después de haber triunfado en las elecciones de medio término. Incluso hay quien dice que, como Cambiemos habría ganado solo por casualidad en 2015, el resultado estaba preanunciado desde el inicio. Por nuestra parte, aunque creeemos que la frustración de Cambiemos no era ineluctable, lo que sucede con la alianza gobernante preferimos leerlo retrospectivamente como la crónica de una muerte anunciada. No nos referimos a la muerte de Cambiemos, sino a la de una parte de su construcción: la que se dio en llamar “nueva política”.

La nueva política nació como retrato invertido de la cruzada moral que el progresismo usó contra Carlos Menem en la década de 1990, pero se crió con los rescoldos de la crisis de 2001 en un bioterio hecho de neoliberalismo, consultorías y estudios de opinión. En sus inicios, se orientó a acabar con lo que llamó el cinismo “ladriprogresista”, que hablaba mucho y ejecutaba poco, con la rosca que permitía la perpetuación de una casta política deslegitimada y con los debates interminables de pucho y café plagados de clichés improductivos, con el peso de las ideologías duras y los razonamientos complejos que solo podrían interesar al “círculo rojo”.

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Para eso, se dedicó a clausurar las narrativas épicas encarnadas por colectivos y así decretar el inicio de una nueva era del disfrute (o el padecimiento) privado, pero también a despreciar la historia, las tradiciones políticas y a obturar de forma más bien banal (e interesada) la diferencia entre derecha e izquierda. El nuevo estilo proponía nombres en lugar de apellidos, meditar en lugar de reflexionar, pensar en positivo en lugar de criticar, escuchar en lugar de hablar, administrar en lugar de gobernar, y, sobre todo, hacer en lugar de polemizar. En suma, la nueva política consistía en una visión del mundo según la cual el maridaje entre una determinada técnica y “buenas intenciones” podían hacer la diferencia.

Cuando PRO era el partido político que solo llegaba hasta la General Paz, la nueva política tenía un lugar importante, pero no exclusivo. Los “PRO puros” provenían del mundo empresarial, técnico-profesional o el de las ONGs, se habían “metido en política” por primera vez en el marco del PRO y eran los principales defensores del nuevo evangelio. Pero tenían que convivir de modo tenso con la vieja política que practicaban aquellos que provenían del peronismo, el radicalismo, el liberalismo o el conservadurismo. Estos últimos insistían en lustrar los bustos de sus próceres, respetar rituales sempiternos y mantener sus gramáticas y liturgias; para ellos era fundamental dialogar para persuadir, debatir ideas y doctrinas para después ponerse a negociarlas, abrir líneas internas en base a intereses o tradiciones (pro-peronismo, pro-liberales, pro-radicales) no solo para “sumar” sino también para ganarse el derecho a sentarse en la mesa chica en la que se tomaban las decisiones. Pero, sobre todo, para los partidarios de la vieja política era esencial mantener “la rosca”, esa que tanto aborrecían sus propios compañeros. Es obvio que la rosca tiene mucho de intercambios en beneficio de la reproducción de una elite dirigente que tiende a anquilosarse, pero, como dijo Emilió Monzó en su tardía elegía, es también una herramienta para establecer confianza y achicar las diferencias entre los que piensan de modo opuesto; el instrumento imprescindible para arribar a acuerdos y llevar adelante proyectos que requieren de la colaboración de colectivos más amplios que la tropa propia.

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El éxito de PRO en la Ciudad de Buenos Aires e incluso el armado original de Cambiemos le debían mucho a la política tradicional, tal como lo muestran numerosos estudios, desde Mundo Pro hasta Socios pero no tanto. No es que la “nueva política” no hubiese cumplido un papel (sobre todo identitario), sino que hasta ese momento, vieja y nueva política parecían alimentarse mutuamente. Sin embargo, cuando Macri asumió la presidencia, armó un gabinete en el que los adherentes a la nueva política (sobre todo quienes venían del mundo de las empresas) se quedaban con la parte del león. Con más prisa que pausa fue quedando claro que a los políticos profesionales (y a aquellos técnicos que se habían vuelto políticos) se les retaceaba poder para apostar a una forma de gobierno profesional/gerencial similar a la que Vicente Fox había intentado implementar sin éxito en México unos años antes.

Unas semanas más tarde del triunfo de Macri en 2015, en el libro Cambiamos del entonces flamante funcionario Hernán Iglesias Illia, la nueva política hizo gala de su desprecio por la vieja con un cúmulo de ataques a quienes insistían en el diálogo, los territorios y las cuestiones crematísticas de modo tal que todos sus defensores (kirchneristas o antikirchneristas, radicales o peronistas, izquierdistas o conservadores) quedaban en la misma bolsa de los que no entendían el cambio cultural que se avecinaba. Al cabo de unos meses, se pasó de las señales a la práctica, cuando Macri decidió romper sus relaciones con el Frente Renovador. Entonces, al líder del único sector al que el gobierno había reconocido como interlocutor válido, Sergio Massa, le tocó ser retratado en público como un tribunero y un ventajero incapaz de comprender la nueva etapa.

Pese a todo, en el Congreso y en los teléfonos de la Casa Rosada se mantuvieron abiertos algunos canales de comunicación con diferentes espacios opositores porque, lógicamente, había que hacer leyes y ejecutar programas. En lugar de un acuerdo o un espacio de diálogo, se ofreció un toma y daca minimalista como para “ir tirando”. Incluso ese remedo de política alcanzó para que algunos gobernadores aliados se animasen a presentar la idea de “ampliar la mesa de decisiones” y para que los opositores propusieran avanzar hacia un acuerdo social. Sin embargo, a estas alturas el rumbo ya estaba claro y a unos y a otros se les respondió de forma negativa. 

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Cambiemos pudo haber hecho un gobierno de derecha o centro-derecha (no vale la pena discutir eso en este texto) razonable o incluso exitoso. Pero lo cierto es que, parafraseando a Alfonsín, no quiso, no pudo o no supo cómo hacerlo, aun cuando puedan señalarse áreas específicas en las que se produjeron avances. Si no quiso/pudo/supo hacerlo fue al menos en parte porque se optó por despreciar a la política que identificaron como vieja justamente cuando más se la necesitaba.

Si los líderes de Cambiemos pensaron seriamente en producir un cambio cultural, lo que precisaban no era poca, sino mucha política porque, en tiempos normales y democráticos, los cambios culturales son procesos lentos que requieren de una sucesión de articulaciones y combinaciones políticas y sociales que vayan sedimentándose. Pero entre 2015 y 2019, mientras se hacían constantes alusiones a “el valor del diálogo” y el “trabajo conjunto”, lo que se pedía a diferentes actores era más bien acompañamiento. Lejos de los cánones liberales que suponen la existencia de una pluralidad de intereses, el nuevismo político insistía en que solo valía la pena conversar con quienes estaban de acuerdo en el rumbo que había decidido el gobierno. Así, la mesa chica se fue empequeñeciendo cada vez más, quizás no en número de integrantes, pero sí en términos de voces disímiles.

La faz más negativa de la ausencia de la política en el gobierno apareció de forma cristalina junto con el empeoramiento de la economía. En la medida en que las consecuencias negativas de las decisiones tomadas se hacían patentes, desde la cima del gobierno no se buscó recalcular o establecer medidas paliativas, sino que se consideró que era el momento oportuno para acelerar ensanchando la fractura cultural y profundizando la polarización política.

Es cierto que a la promesa del discurso inaugural de Macri de “unir a los argentinos” nunca se le puso demasiada energía (si alguien lo intentó en solitario alguna vez debe haber retrocedido frente al “resistiendo con aguante” que muchos kirchneristas eligieron como estrategia de supervivencia). También es verdad que los dos primeros años de desprecio por los acuerdos y las tradiciones no eran la mejor plataforma para iniciar una política reparadora dirigida a quienes no se sentían bien representados por las decisiones que se tomaban. Aun así, lo que comenzó a suceder desde finales de 2018 fue pasmoso. Varios funcionarios de primera línea (incluyendo al presidente) se dedicaron a repetir invectivas contra la oposición con el objetivo de “abroquelar el voto duro”. Se convirtieron así en locutores de lugares comunes poco sustentables y dicterios infundados que tuvieron como consecuencia facilitar la reunifación de una oposición que todavía se encontraba dispersa.

Aun cuando resultó sorprendente, la actitud del gobierno no es inexplicable a la luz del credo de la nueva política y la estructura organizacional de PRO.

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La nueva política implicaba tanto la pasión por lo novedoso como el desdén por todo aquello que oliera a viejo, como la historia, las tradiciones políticas o la ideología. Hace algunos años, cuando junto a Gabriel Vommaro investigamos a PRO, encontramos a varios partidarios de la política tradicional que no terminaban de digerir que su propio partido se rehusase a discutir la conveniencia de adoptar una cosmovisión más clara o a entroncarse con alguna tradición política. Esa ausencia de prosapia y de debate doctrinario (máxime en un partido que no hace congresos o asambleas y en el que las decisiones se toman entre pocos) dejó una suerte de vacío intelectual que los eslóganes, las ideas fuerza, la comunicación política, el mailing semanal y el coaching no alcanzaron a llenar por completo.

Pero la naturaleza aborrece el vacío y el lugar vacante rápidamente fue llenado por otros discursos, desde opiniones de algunos aliados con distintos niveles de responsabilidad a notas de opinión publicadas en la prensa, editoriales radiales o televisivos y hasta comentarios de las redes sociales. Fue de esa usina multiforme, muchas veces poco reflexiva y otras pendenciera, de donde se nutrieron las narrativas de una parte importante de las bases de apoyo al gobierno. Y fue en una suerte de juego de imitación de esas bases, cuya fidelidad se quería mantener, que la dirigencia (con o sin el filtro de los especialistas en comunicación) se inclinó por adoptar un discurso de barricada, de tono soberbio y hasta ofensivo. Las frases que antes eran consideradas exabruptos se convirtieron en moneda corriente; de la crítica dura a la oposición se pasó a su completa demonización y el no peronismo se transformó en un antiperonismo de caricatura que la resurrección tardía del pro-peronismo y la candidatura de Miguel Ángel Pichetto no pudieron ocultar.

En la medida en que se optó por polarizar y endurecer el discurso, se abrieron las puertas para que otras expresiones del campo de la derecha, que hasta ese momento eran muy marginales, encontrasen un resquicio de acción. Neoliberales libertarianos, nacionalistas de derecha y conservadores ultramontanos se convirtieron en pocos meses en actores significativos, al punto que, desde el oficialismo se los empezó a cortejar y a atacar al mismo tiempo, reforzando así su propia radicalización y también su ensimismamiento.

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¿Qué queda de “la nueva política” si, como todo hace preveer, se confirma la derrota de Cambiemos? Por un lado, hay un legado más bien estético (la apelación a la dimensión de lo íntimo, la etiqueta informal, el estar cerca, la centralidad de las redes sociales) que es tanto parte de un recambio generacional como una forma de la política de proximidad que excede largamente a Cambiemos. Por otra parte, quedarán una suerte de aprendizajes. No explicaremos en detalle, pero sí enunciaremos tres que nos parecen fundamentales. El primero es que “meterse en política” no siempre alcanza para gobernar, porque los abordajes gerenciales y las lógicas técnico-profesionales no acostumbran a llevarse bien con el Estado democrático. El segundo es que muchas prácticas de “la vieja política” (la confianza mutua, los acuerdos, las negociaciones, la persuasión) son necesarias, más aun cuando se está proponiendo un cambio de rumbo a una sociedad fracturada política, cultural y económicamente. El tercer aprendizaje que queremos destacar es que las ideas, las críticas, la historia y las tradiciones que el nuevismo asoció a la vieja política no son resabios de un tiempo pasado, sino elementos vivos que construyen sociedad y por lo tanto no pueden ser dejados de lado: la política se hace con palabras y no solo con obras.

Al próximo gobierno (que podrá o no tener en cuenta lo que nosotros entendemos por lecciones) le tocará tener un doble rol terapéutico. Por un lado, deberá comenzar a reconstituir una economía que ha venido oscilando entre el estancamiento, el retroceso y el abismo. Por el otro, tendrá que transitar caminos que impliquen una restauración de la convivencia democrática golpeada durante los últimos años (y aquí valdría incluir no solo al gobierno de Cambiemos sino también al último tramo del de Cristina Fernández de Kirchner).

Que semejante tarea sea factible dependerá mucho de la capacidad de articular e incluir no solo a los propios sino también a quienes no se sientan representados por el rumbo que se tome. No repetir el error de la “nueva política” y “desengrietar” implica vocación por construir mayorías y también disposición para dedicarse a dialogar, debatir ideas, reconocer el lugar de la historia y las tradiciones políticas e incluso llegar a acuerdos con quienes tienen otra identidad, acuden a otros panteones o simplemente eligen pararse en la vereda de enfrente. A fin de cuentas, de ello, en gran parte, se trata la política democrática.