Fotos : Casa Rosada y Federico Cosso
Pese a que afecto, subjetividad y política han ido siempre de la mano, en los últimos años el llamado “giro afectivo” parece haber ganado terreno en la reflexión de las ciencias sociales, en particular en el mundo anglosajón, en sintonía con cambios significativos de las sociedades contemporáneas, que se manifiestan tanto en la vida cotidiana, los hábitos y comportamientos, como en relación con la política. “Vivimos en una sociedad afectiva” –dicen algunos- una condición que se despliega en múltiples registros, donde los medios tienen indudable primacía: talk shows, realities, expansión de lo auto/biográfico y lo subjetivo, culto a la intimidad, exaltación confesional en las redes sociales, hibridación de géneros, voyeurismo y emociones vicarias en la TV, justicia restaurativa –y juicios mediáticos-, “branding” publicitario, inteligencia emocional, carisma y liderazgo como valores prioritarios, en definitiva, una esfera pública emocional -con la obligada distinción normativa entre emociones tóxicas y saludables- que ha permeado con gran éxito la política, al punto tal que, con una nota de humor, alguien decía que la “emocionología” parece haber tomado el lugar de la ideología.
Un estado de cosas donde las neurociencias tienen un lugar preponderante, ya sea puestas en relación con la filosofía – Spinoza, Bergson, Deleuze, Guattari- para pensar los cambios en las subjetividades o la lógica de la multitud -según Negri-Hardt, por ejemplo-, o se las utilice en versión mercantil, cercana a la autoayuda, donde ciertos gurúes nos alientan a descorrer el velo de nuestro cerebro para dominar nuestras emociones, tener éxito y ser más felices (Facundo Manes, Durán Barba, etcétera). Lo notorio es que en ambos usos –o perspectivas- el afecto aparece como previo a intenciones, razones, significados y creencias, como común a lo humano y lo no humano (otros animales) pre-subjetivo, visceral, corpóreo, el afecto como fuerzas e intensidades que influyen en nuestros pensamientos y juicios pero separados de ellos. Según un paradigma clásico habría 6 ó 9 afectos básicos y biológicos: interés/excitación; disfrute/alegría; sorpresa/susto; disgusto/angustia; indignación/ira; miedo/terror; pena/humillación/vergüenza; repugnancia/repulsión. Afectos que, a diferencia de la pulsión freudiana, no estarían conectados con objetos del mundo.
Una postura antiintencional, anticognitivista, antidiscursiva –y también, en el plano político, anti-hegemonía según Laclau-Mouffe- que es en cierto modo el mainstream pero que suscita a la vez duras críticas entre académicos no ajenos al tema. En efecto, la consideración del proceso afectivo en total desconocimiento del objeto que lo causa supone una desconexión entre ideología y afecto, una de cuyas consecuencias es la relativa indiferencia ante el rol de las ideas y creencias en la política, la cultura y el arte, en favor de una especie de “involucramiento ontológico” con las reacciones corporales afectivas de la gente [“la gente”], en una nueva división entre sujeto y objeto, mente y cuerpo, como terreno de lo subliminal, visceral, natural, fisiológico –¿un nuevo determinismo?- donde la conciencia vendría después, en un cierto margen temporal.
No es mi intención desarrollar aquí este tema, que tiene muchas aristas y merece su propio espacio, sólo tomarlo como punto de referencia para repensar hoy la relación entre afecto, subjetividad y política en el umbral del Bicentenario –en un momento en el cual sólo parecen imperar los afectos, a menudo los peores, desligados de toda argumentación- sin caer en la contraposición entre lo afectivo/emocional y lo racional/cognitivo, que para mí son indisociables –aunque no reductibles solamente al lenguaje- y aunque alguno de ellos tenga primacía según la ocasión, con su propia carga significante.
Pero como toda conmemoración convoca la memoria de otras celebraciones, antes de hablar del hoy me gustaría recordar dos momentos o dos escenas de nuestra historia reciente que, desde mi propia subjetividad, tuvieron la potencia de expresar cabalmente una concepción de la democracia entendida como forma de vida en común, alentada por el entusiasmo, la solidaridad, la alegría y la esperanza, las pasiones buenas, según Spinoza.
La primera tiene que ver con el retorno a la democracia, o mejor, con la “primavera democrática”, esa metáfora que expresaba el florecimiento de la vida en común, el entusiasmo por la recuperación del espacio público, abierto a la circulación de los cuerpos y las aglomeraciones, los cambios en las subjetividades e identificaciones, el fluir de la palabra y la multiplicación de las voces. Recuerdo los actos previos, en la campaña electoral, a los que asistía obligadamente porque me había propuesto ensayar la nueva metodología del Análisis del discurso en los presidenciables, donde Alfonsín lograba articular admirablemente lo emocional y lo cognitivo en una alocución que se atenía estrictamente a las reglas canónicas del discurso político: la interpelación, cada vez más amplia, el diagnóstico preciso de la situación, su transformación radical, paso por paso, su apelación al futuro, tiempo de la política, pero a partir de la recuperación valorativa del pasado histórico: mitos, emblemas, símbolos, como el Preámbulo de la Constitución, recitado con énfasis y poder de convicción. La fuerza performativa del lenguaje se reafirmaba allí en los “realizativos explícitos”, como diría Austin; prometer, comprometerse, jurar, pero estaba además la comunidad del nosotros inclusivo, lo que haríamos todos, todos juntos, como un pueblo, sin olvidar tampoco la singularidad de cada uno. Y en ese devenir de las palabras –y en esa sintonía de los cuerpos- había una pregunta reiterada, después del famoso “mito argentino” ese país que lo tiene todo y sin embargo…“¿Cómo hemos venido a parar a esto?”. Pregunta retórica pero no menos inquietante, que tal vez también nos asalte, sin respuesta cierta, hoy. Así fue también el llenar la plaza el día después, con el entusiasmo y la esperanza, con los hijos a cuestas y los carritos de bebés, en el nuevo oficio de compartir, en el espacio abierto, la expresión de la política antes vedada. El entusiasmo no atenuaba por cierto el horror de lo acontecido, cuyos pliegues ocultos se fueron revelando en el histórico Juicio a las ex juntas, donde los “derechos humanos”, un significante que recién emergía en el discurso público, se unió por primera vez al reclamo legendario de “Verdad y Justicia”. Después, como siempre, vinieron desilusiones y desesperanzas, pero esa escena fundacional no ha perdido para mí su aura luminosa.
La segunda, más reciente, es la del Bicentenario de la Revolución, donde nuevamente una multitud jubilosa y solidaria invadió las calles en una celebración interminable, familias enteras desafiando la eterna muletilla de la inseguridad y las prudentes recomendaciones de los medios hegemónicos para que se quedaran en su casa evitando la congestión del tránsito. Fuera de todo precedente, la “fiesta populista” como algunos la llamaron, recreó, con la parcialidad del caso, una historia conocida con una espectacularidad irreverente, donde la emoción del momento no opacaba la potencia de los significantes míticos, evocados una vez más: patria, libertad, igualdad, soberanía, entes intangibles que sin embargo no aparecían desligados de la escena plebeya de la calle, donde acertó a pasar también la “bandera más larga del mundo”, que venía de Rosario, su pequeña patria, llevada con orgullo por la mas heterogénea y conmovedora multitud. Millones de personas, varios días, ningún vallado de seguridad, ningún casco a la vista y ningún incidente.
¿Cómo será la escena de este Bicentenario? ¿Qué es lo que celebraremos, en homenaje a aquellos históricos días? Poco, al parecer, dado que los significantes fundadores –pueblo, igualdad, independencia, emancipación-, brillan por su ausencia, cuando no son explícitamente desalojados del discurso público por arrastrar una rémora populista. También el “relato”, despojado de su valencia universal –no hay historia sin relato, no hay política sin relato, no hay vida sin relato- va al trasto de las cosas inútiles, ésas que alentaron una fantasía colectiva que ahora hay que pagar. La virulencia antidiscursiva, anticognitiva, antiintelectual, se sostiene en el borde infamante del discurso, al que el lunfardo presta esa chispa del reconocimiento fácil de lo denigrado, que se inviste rápidamente de realidad. Es verdad que la realidad no ayuda mucho y que no da respiro en el asombro y el rechazo. Y que tal vez teníamos mayores esperanzas en cuanto al igualitarismo y la equidad. Pero lo que seguramente no pensamos –o no pudimos siquiera imaginar- es la inclemencia de este tiempo de despojo, no solamente de los activos financieros, ese capitalismo metafísico que Scott Lash describía como misteriosos fulgores en las pantallas del planeta, sino de los derechos adquiridos, que ampliaban la cobertura democrática más allá de los planes sociales, cobijando concepciones progresistas del derecho, la seguridad, los derechos humanos y su correlato indisociable de Memoria, Verdad y Justicia, junto con gestos de inclusión simbólica además de material. Así, detrás de la pantalla insomne de la televisión, que en su mayoría ejercita el monologismo más radical, tanto temático como enunciativo -corrupción, narcotráfico, inseguridad, jueces, casos, condenas- y cuya “cobertura” responde muchas veces a la doble acepción de esa palabra, se deroga sin demasiado anuncio el histórico decreto de Alfonsín del gobierno civil de las FF.AA, el Nunca Más pierde su prólogo de 2006, que pone en cuestión la teoría de los dos demonios, se desarticulan instancias de un Estado un tanto más benefactor y se castiga toda adhesión pasada con una violencia no sólo discursiva. Una enumeración por cierto no exhaustiva y que no olvida el primer plano del ajuste, cuya brutalidad inocultable no logran dulcificar los neologismos.
¿Qué hay entonces de las subjetividades, aquellas que parecían vivir con cierto desahogo, disfrutar vacaciones, realizar algún proyecto, tener planes de futuro? ¿Habrán sucumbido a las promesas de felicidad? ¿Se contentarán con los devaneos de la justicia, con el prestigio del juicio moral? ¿Y qué hay también de las identidades políticas –si puede usarse con propiedad esta expresión-, que parecen hacerse y deshacerse como las marcas de olas en la arena?
Lo que me parece, volviendo al martilleo mediático –donde incluyo por supuesto a las redes sociales-, es que se hace difícil, para cualquier persona, ejercer una cierta soberanía del pensar, ponerse a resguardo de las antinomias –cuando son tan flagrantes- y encontrar el rumbo de una distancia crítica, más allá de toda pretensión de objetividad. Si la pregunta de Alfonsín resultaba difícil de responder porque traía aparejada la historia de un país –ya decía Hannah Arendt que al preguntar ¿Quién… hizo o dijo algo la respuesta cabal era la historia de una vida-, las que nos formulemos hoy tampoco se agotan en la “pesada herencia”, van mucho más allá. Complejos mecanismos psíquicos y emocionales seguramente actuaron en la esforzada carrera de los números y su resultado –una cifra que se repitió, sintomáticamente, en el Brexit- y seguirán actuando hoy ante la escena moral del juicio mediático -que nos aleja todo el tiempo de “toda la verdad” como decía Alejandro Grimson en un artículo, aquí mismo-, una ecuación que no se explica simplemente con decir que muchos sectores votaron en contra de sus propios intereses –aunque sea una verdad “objetiva” cuya prueba más rotunda es la boleta del gas. Yendo entonces al “humor social”, ese algo intangible que las consultoras dicen saber medir, el domingo 26 de junio La Nación sacó un título principal en su primera plana diciendo que “La mayoría cree que Cristina conocía las maniobras de López” -un enunciado de difícil comprobación- pero lo más interesante era, en la bajada, este fin de frase “…cae la aprobación de Macri pero se mantiene el optimismo”. Ya Eliseo Verón explicaba las variables semánticas –y políticas- de la palabra adversativa, lo que el pero trae al sentido de lo que se dice. Y lo que me trajo a mí, en ese momento, fue el recuerdo iluminador de un concepto: Cruel optimismo, un libro reciente de Lauren Berlant, de la Universidad de Chicago, que tiene una obra muy significativa en torno de las subjetividades, las fantasías, las emociones y su impacto en la configuración de lo social y lo político.
El oxímoron intenta dar cuenta de la dinámica relacional en la cual los individuos crean ciertos lazos, en términos de un cúmulo de promesas hacia objetos de deseo que sostienen la fantasía de una buena vida aunque esas ataduras sean en verdad una amenaza para el florecimiento personal y la realización de esas promesas. Y no son los objetos en sí mismos los “crueles” sino las relaciones –de doble restricción- que suelen establecerse con ellos. Tampoco el “optimismo” se refiere a la emoción en sí misma sino a la estructura afectiva de apego que la gente establece, pese a la inadecuación a sus fantasías, para sobrevivir en un permanente estado de crisis. Pensémoslo en relación a ese letargo temporal del “segundo semestre” y a la fantasía del “vamos a estar mejor”, que sostiene quizá, para algunos –o para muchos, según la encuestadora en juego- el tremendo cimbronazo del presente. ¿Pero qué pasa ahora, con los que no pueden esperar, pese a que también creyeron en las promesas de antes?
Retomando la pregunta sobre la escena probable de este Bicentenario, el anuncio de las festividades es pródigo en Tucumán: reinauguración de la histórica Casa, con un nuevo recorrido, exposiciones de cuadros llevados desde Bellas Artes, mercados y ferias de artistas y artesanos, conciertos populares de la Filarmónica, desfiles militares, por supuesto, una sesión especial del parlamento nacional con la presencia de sus integrantes –los 9 de julio Tucumán es por un día la capital de la república. Un escenario de fiesta con interesantes y sintomáticos detalles: para evitar malentendidos “que afecten el tono de unidad que se le quiere dar” (La Nación) no habrá, por primera vez, ex presidentes en el acto para evitar la presencia “disruptiva” de la ex presidenta. El presidente firmará con todos los gobernadores un acta, remedando el acta de la independencia, “por los próximos 100 años”. Un gesto que simbólicamente se superpone al gesto original pero que no se sabe a qué “independencia” se referirá: ¿significará también una borradura de la historia, como la de los nuevos billetes y los discursos asépticos? No habrá movilizaciones masivas como en el Bicentenario de la Revolución y “Para evitar cualquier posibilidad de incidentes, ya trabaja un comando unificado de fuerzas nacionales y provinciales, a cargo de la policía de Tucumán”. El presidente celebrará la vigilia no en Tucumán, junto a los funcionarios e invitados especiales sino en Humahuaca, donde cerró su campaña, y junto al gobernador Morales. Recién al otro día llegará a Tucumán. Y para concluir el programa, es interesante ver el spot “Bicentenario”, donde con la habitual estética del individualismo publicitario se nos invita a que “seamos independientes”, es decir, dependamos de nosotros mismos (así dejamos tranquilo al Estado), y por ende independientes de ideas, adhesiones, constricciones, que nadie nos impida hacer lo que soñamos, independientes del otro, en definitiva, porque “todo está en vos”, todo depende nada más que de vos, y de esa manera vas a lograr todo lo que quieras, y todos vamos a lograrlo, pero cada uno en su casa o en su empresa o donde sea, sin integrar ningún colectivo de identificación: ni agrupación política, ni nación, ni pueblo ni –sobre todo- patria.
*Este texto es una ponencia originalmente titulada Afecto, subjetividad y política. Fue presentada en el Foro Universitario del Bicentenario, Facultad de Ciencias Sociales UBA, el 7 de julio de 2016