Crónica

Especial 70 años de los bombardeos a Plaza de Mayo


Objetivo: los puntos negros

Los puntos negros se cubren las cabezas, no creen lo que ven, hay quienes corren, otros se esconden. Un hombre volverá a casa, pálido abrazará a su padre y dirá: antes de explotar, mientras caían, parecían tulipanes rojos. Julián López compiló y prologó “El bombardeo” (Penguin Random House), una antología que reúne a escritores y escritoras con la consigna de abordar el trauma colectivo de esos días. “Los puntos negros”, de Marcela Araujo, imagina el punto de vista de uno de los pilotos de los aviones que arrasaron con Plaza de Mayo: podría haber vacilado, pero no, presiona el dedo corazón mientras murmura: Guerra santa, Cristo vence.

El río martillea la costa rabioso. Los edificios han perdido sus cúpulas, cabezas y terrazas entre la niebla. Las nubes forman una muralla peltre que el viento empuja, debajo los cuerpos son puntos negros sobre la ciudad pálida.

Abandonar las sábanas, el hombre alto se olisquea y atesora los perfumes nocturnos del sexo, se afeita. El último botón de la pechera entra en su ojal, acomoda los flecos de las charreteras rojas, ajusta el correaje y sirve leche al gato, una caricia de mano larga y huesuda.

Bajo otro techo, una mujer torsiona los mechones canos del rodete y lo sujeta con una cinta de raso azul. Corta unas rebanadas de pan, el aire perfumado a café, lo vuelca en el jarrito enlozado. El mestizo barbudo y paticorto que la festeja ladrará enfurruñado cuando la puerta se le cierre contra el hocico. 

A cinco asientos de distancia, en el trolebús oscilante que avanza traqueteando sobre adoquines, ambos cabecean. Los vahos son densos, espiralados. Él sopla sobre el vidrio y dibuja con el dedo un corazón. Ella teje. Cuatro pasajeros más se bambolean, una mano en el bolsillo, la otra entumecida sobre el caño.

El canillita grita el matutino. Tiene las mejillas rojas y medias altas. Una sucesión de abrigos con solapas levantadas y sombreros lo cruzan como a un molinete.

La mujer del rodete ahora descansa la cartera sobre el escritorio, desata el pañuelo, se pone el delantal gris sobre el vestido y en el espejito repasa el rouge. Hace varios días que el corazón se le acelera, los despachos a puertas cerradas, murmuraciones y silencios, la bandera quemada y el revoltijo de versiones. Ajusta los anteojos, se refriega las manos, los nudillos crujen. Tac, tac. Diez dedos sobre teclas negras y la escala monótona de un expediente suena.

El hombre está erguido e inmóvil, con las botas en cuña, a pesar del metro noventa y cinco que alcanza con el penacho rubí que sale desde el morrión, el portal lo empequeñece, los guantes blancos sobre la empuñadura de la espada larga; la nariz le gotea, olvidó el pañuelo sobre la mesa de la cocina.

Ya son las once de la mañana del jueves 16 de junio de 1955 y ese día, el hombre alto y la mujer que teje morirán junto a trescientas siete personas más.

Desde las diez, cinco bombarderos livianos Beechcraft AT-11, bimotores con dos bombas de ciento diez kilogramos cada uno, dan vueltas sobre el Río de la Plata. El cielo no se les abre, el cielo está cubierto de pus.

El plan se acordó la noche anterior. Cuatro hombres bajaron de sus autos, entraron en un piso de Barrio Norte en Buenos Aires, quizás oyeron en silencio el chirrido metálico del ascensor y evitaron mirarse o simplemente murmuraron algo sobre el clima. Un paso y ya estaban en el palier, no sabemos si reconocieron el lugar o era la primera vez, si las rosas amarillas de tallos largos que asomaban desde un jarrón chino, algunas con pétalos abiertos y otras apretujadas en pimpollos, llamaron su atención. La puerta estaba abierta, no de par en par, entornada. Se quitaron los sombreros; en los bolsillos del sobretodo quedaron los guantes de cuero.

La reunión podría parecer excepcional pero estaban habituados, el pulso no latió más que de costumbre. La Junta de la Revolución Democrática: radical, demócrata y socialista en el piso de un empresario. Uno lucha contra su gastritis crónica y el reflujo ácido lo hace carraspear, el otro transpira en exceso y cabeceó el sueño imposible, desde hace años sus propios ronquidos lo despiertan; el tercero se disculpó y en medio de la reunión corrió al baño urgido por la próstata hinchada. Al volver a sus casas, tenían las narices rojas y las orejas ateridas como cualquiera, ninguna otra novedad visible en las máscaras tiesas.

Las once y media de la mañana y los cinco bombarderos Beechcraft AT-11 siguen detenidos en el aire. El horizonte está clausurado; los pilotos rezan, en un par de horas se quedarán sin combustible. Acarician las cuentas del rosario y desdeñan cualquier oposición divina en el cielo encapotado.

Casi regresan sobre sus propias estelas hacia la base militar de Punta Indio. Aún así, con la convicción intacta, al día siguiente habrían hecho rugir motores, las hélices chocando el aire, un nuevo intento. Sin embargo, al filo de pegar la vuelta —a las 12:40— una ráfaga de aire seco disipa la neblina, un resplandor tenue y el claro aparece: el río está plateado y reluciente. Se encolumnan. Puerto Madero, Colón, Plaza de Mayo.

El primero pierde altura y se acomoda en el asiento. Maniobra y se manda a descenso, hasta los cien metros se anima. Los avioncitos serán pesados pero descargan en vuelo horizontal. Señal de la cruz, repasa sus pecados: avaricia, lujuria, ira, gula, envidia, pereza. Los pecadores no andan entre las nubes. Aún así, la mayoría del tiempo se siente un pusilánime. Marino por herencia de padre y abuelo, por devoción a Inglaterra. Piloto, dijo y despertó la curiosidad de sus siete hermanos, le sacó una sonrisa a la madre, piloto de la Marina, aclaró. El padre pasado a retiro no dijo nada, una carcajada socarrona, una ceja levantada. Vestir el uniforme con prestancia, coger con los propios, casarse entre iguales, odiar a Perón, a los puntos negros.

Cepilla la casa de gobierno con la panza del avión. Podría haber oído los estruendos de los proyectiles mientras se acariciaba los bigotes, podría haber sospechado del terror convertido en odio saliéndole a borbotones desde la nuca, imaginado una palabra de ese nadie, ese nadie al que está a punto de asesinar o incluso vislumbrado al mismo Dios exigiendo la rendición de cuentas de su alma; podría haber vacilado, pero no, presiona el dedo corazón mientras murmura: Guerra santa, Cristo vence.

Un tubo negro con cien kilos de explosivos en caída libre. Cien kilos de venganza. Abajo, cabezas peinadas o calvas, quizás un sombrero de fieltro, un gorro de lana hasta las pestañas. El copiloto no espera y, de puro entusiasmo, descarga completo uno de los fusiles semiautomáticos FN, traídos por la Marina de contrabando desde Bélgica. Quinientos setenta disparos por minuto.

Cuatro autos y un colectivo. Alguien repasaría una muela cariada con la lengua o cargaría en los oídos el llanto nocturno de un bebé sin reconocer el siseo de la bomba. Probablemente hubo quien en ese instante de huesos calados recordara las primeras vacaciones en el hotel de playa sindical deseando ser milanesa en la arena o dibujaba con trazos invisibles la casa que estaba a punto de recibir.

Los cristales estallan, atraviesan pieles, ojos, ropa, lo que no se incrusta cae por ahí. La chapa retorcida vuela y se estrola, los restos humanos quedan pegados al metal. Llamas y humareda espesa. Sesenta y cinco muertos y empiezan a contar.

La primera bomba disolvió a Raúl, el hombre alto, el granadero. Dora había terminado de foliar el expediente y caminaba hacia una mercería para comprar más lana. Se acurrucó debajo de un banco de madera, las ráfagas de balas le picaban cerca. En una pausa, tomó la delantera y se pegó a un matrimonio de viejos, los sujetó del brazo y corrieron a guarecerse. Otra vez el tableteo de las ametralladoras y la pierna del hombre se descarnó. Cayó. Quieta, boca arriba, morir, morir mirando el cielo. El techo del Ministerio humeaba.

Los puntos negros se cubren las cabezas, no creen lo que ven, hay quienes corren, otros se esconden. Un hombre volverá a casa, pálido abrazará a su padre y dirá: Antes de explotar, mientras caían, parecían tulipanes rojos. Cómo se puede imaginar semejante cosa, las Fuerzas Armadas bombardeando a la población. 

Él pone el avioncito en punta y se aleja para volver a tomar posición, todavía le queda una. Podría haber pensado en su propia muerte pero la ferocidad lo distrae.

Cuarenta y tres años después, a las diez de la mañana del 25 de agosto de 1998, el capitán de navío morirá sentado, los muslos regordetes ceñidos por un jean ancho sobre la silla de madera frente a la computadora. Camisa rosa arremangada, la cruz de plata al pecho, el cuerpo levemente volteado hacia la izquierda y la cabeza ensangrentada colgando como un melón reseco. El cráneo estallado, el cerebro como baba. La Pietro Beretta, calibre 380, la del disparo, quedará tirada sobre uno de los mocasines color ciruela; más allá, sobre una alfombra persa, la vaina servida y el proyectil ensangrentado. Al lado del teclado, sobre el escritorio, otra pistola calibre 9 mm sin disparar. El ronroneo mecánico de la heladera vieja y adentro dos copas y una botella de champagne nevada. Los píxeles pausados de una película pornográfica destellarán. Sobre la mesa, abierto en la foja 45, una copia del expediente en el que estará siendo juzgado por la venta ilegal de tres embarques de cinco mil fusiles FAL que el gobierno argentino mandó vía Croacia a Ecuador mientras estaba en guerra con Perú. En la máquina negra del fax asomará el papel film con la prueba para su condena: la transferencia de un millón de dólares a su nombre.

Atardeció. La tierra había girado una vez más y el cielo era plomo; los edificios, sombras; las calles, tinieblas, y la plaza en la que los patriotas rebeldes clamaron por la independencia, pozo y socavón.

Llovía. Los soldados retiraron escombros, levantaron cuerpos y se cubrieron de a tres con un solo capote, chapotearon las botas, fijaron la mirada donde el haz de luz de las linternas se posó, calibraron los oídos buscando algún grito desquiciado, un aullido de dolor, pero la lluvia bramaba.

Treinta y tres bombas. Un furgón con el motor encendido; cuando los cuerpos lo rebalsaron, arrancó. Otro morguero llegó y lo volvieron a cargar.