Ese 16 de junio de 1955 Ricardo Alfredo Panazzolo se despertó temprano. Se lavó la cara con agua fría, repasó con cuidado su mentón recién afeitado y desayunó con rapidez. En la casa, aún silenciosa, Elsa, su esposa, dormía junto a Nilda, una bebé de apenas siete meses. Ricardo trabajaba en el Banco de Londres hacía diez años y hacía dos se habían mudado con la familia a un chalet estilo californiano de La Tablada que habían podido construir gracias al Plan Eva Perón, un programa de crédito para la construcción de viviendas impulsado en el segundo gobierno peronista.
Ricardo vivía a tres cuadras de la estación de tren de La Tablada, a seis del Regimiento 3 de Infantería “General Manuel Belgrano” y a una de la casa de su cuñada, la hermana de Elsa. Todos los días viajaba desde allí hasta el banco, en el Microcentro porteño, a una cuadra de Plaza de Mayo. Ese día, luego de despedirse suavemente de Elsa y de Nilda, Ricardo atravesó la neblina espesa de La Tablada y caminó hasta Avenida Crovara para tomar el colectivo de la línea 10. Ese viaje inicial —un breve trayecto para tomarse otra línea, la 126— era apenas el comienzo de una rutina que no admitía sobresaltos. Bajó en Primera Junta, entró al subte A, salió en Plaza de Mayo y caminó una cuadra hacia Reconquista 101, la dirección exacta del banco.
Era insospechable, para Ricardo, que esos dos lugares tan familiares, tan cotidianos, se convirtieran en escenario de un capítulo tan siniestro de la historia argentina.
La mañana avanzó como cualquier otra, entre la revisión de endosos de títulos y el registro en los libros contables de la compraventa de bonos. Cerca del mediodía, Ricardo junto a Eduardo, el tesorero, y Osvaldo, un cajero que tenía un sentido del humor inmenso, hicieron una pausa para almorzar. Salieron del banco e hicieron dos cuadras hasta un restaurante que ofrecía un modesto menú del día a un precio razonable. En ese trayecto vieron una Plaza de Mayo algo más concurrida de lo habitual. Voceros oficiales y la prensa gráfica habían anunciado un acto en desagravio a la bandera como respuesta a un episodio ocurrido unos días antes. Eran tiempos de una tensión política creciente a raíz de un conflicto que enfrentaba al Gobierno con la Iglesia, a quien se le había sumado en bloque toda la oposición: la UCR, el socialismo, sectores históricamente anticlericales e incluso algunos abiertamente ateos. La tradicional procesión de Corpus Christi, prevista para el jueves 9 de junio, había sido reprogramada para el sábado 11 con el objetivo de facilitar una mayor concurrencia. La estrategia resultó exitosa: la procesión se transformó en una multitudinaria manifestación que partió desde la Catedral y se disolvió al llegar al Congreso. Allí, en circunstancias no muy claras, se arrió la bandera argentina, se la incendió y en su lugar se izó la bandera amarilla y blanca del Vaticano.
El acto de reparación organizado por el Gobierno incluía el sobrevuelo de aviones militares sobre la plaza y el lanzamiento de flores desde el cielo. Lo cierto es que las nubes y el frío no contribuían al disfrute del espectáculo y la pila de expedientes acumulados sobre su escritorio desalentaron a Ricardo a contemplar lo que, de todos modos, se intuía invisible bajo esa cubierta gris.
Regresaron al banco a paso apretado, pero apenas Ricardo alcanzó a sentarse en su escritorio notó un movimiento inusual: el gerente general recorría los pasillos con prisa, con voz firme reunía a los empleados y los guiaba con cierto nerviosismo hacia el segundo subsuelo del banco. Ricardo se sumó a la fila algo desorientado y antes de atravesar la puerta de la sala del subsuelo creyó escuchar un estruendo que electrizó su espalda. Una vibración lenta, profunda, como truenos de una tormenta lejana atrapados en el concreto de los muros del banco. Le siguieron más explosiones. Sordas, secas, inquietantes. Cada estallido estremecía las paredes y reverberaba con intensidad en los huesos de quienes, asustados, permanecían en ese refugio improvisado bajo tierra. Desde el interior del banco era imposible sospechar que los aviones de la Armada habían decidido cambiar las flores por bombas de entre cien y cuatrocientos kilos.
Un delegado gremial que había logrado cruzar la puerta del banco antes de que cerrara sus accesos dejó caer una frase, una explicación tan breve como escalofriante:
—Están bombardeando la Plaza, quieren derrocar a Perón.
La incredulidad se instaló en el rostro de todos. No era una noticia completamente extraña, aunque el momento no permitía claridad alguna. Lo cierto es que el gobierno peronista ya había desactivado dos intentos de golpe de Estado: uno en 1951, impulsado por el general Benjamín Menéndez; y otro en 1952, cuya cara visible fue el coronel Francisco Suárez. A estos episodios se sumó un atentado terrorista en 1953, que no fue esclarecido en el momento, donde se detonaron tres artefactos explosivos en los alrededores de Plaza de Mayo durante una concentración organizada por la CGT.
Desde el refugio del subsuelo, el oído era el único contacto con el exterior, el único vínculo con el caos que se desataba encima de ellos. Ricardo recordará años más tarde, con cierta ironía y resignación, que el banco le parecía entonces un lugar seguro: “Era un banco inglés, no lo iban a bombardear”. Algo que seguramente le sirvió de consuelo ese mediodía en el que nadie se sentía a salvo.
Tras cada explosión, los ecos confusos y persistentes se mezclaban en una sinfonía oscura y opresiva. Ricardo sentía cómo el tiempo mismo parecía detenerse durante breves segundos hasta que un nuevo impacto reanudaba aquel ritmo macabro. Los silencios que se creaban entre un retumbar y el siguiente le instalaron la preocupación por su esposa y su hija. Pero no tenía forma de saber: en su casa no había teléfono y las radios habían sido tomadas por los rebeldes. La intuición le trajo una sensación intensa de peligro.
La Tablada había sido otro de los objetivos del fuego aéreo, específicamente el Regimiento 3 de Infantería, leal al Gobierno constitucional. Como no se tenía en ese momento armamento de precisión, eran bombas “bobas”: todo dependía de la pericia de los pilotos, una pericia sesgada por el odio.
Elsa, aprovechando que Nilda estaba dormida, salió a buscar la leche a lo de doña Anita, una vecina que tenía una vaca y vivía apenas a unas casas de distancia, muy cerca de la Escuela Primaria N°8, en la esquina de Avenida Crovara y Argentina. Mientras volvía, sintió la vibración de una explosión bajo sus pies y corrió a buscar a su hija para refugiarse en la casa de su hermana. Estuvieron horas debajo de la cama, solo salieron de allí dos veces: una para buscar agua y otra para calentar la leche de la bebé.
Tiempo después Elsa recordará esa tarde en La Tablada: “No les importó nada, bombardearon igual y las metrallas alcanzaron la escuela. Largaron a los chicos a la calle en medio del caos”. El colegio fue parte del “daño colateral”. Los objetivos eran las columnas que salían del Cuartel hacia la Plaza de Mayo y hacia el Aeropuerto Internacional de Ezeiza, que había sido tomado ese mismo día como parte de la estrategia golpista. También se bombardeó una concentración obrera reunida en las puertas de la fábrica Jabón Federal, en Crovara y Avenida General Paz, donde se registró al menos un muerto.
Para Ricardo era imposible calcular cuántas horas habían pasado desde que entraron a la sala de subsuelo. Tampoco sabía si afuera había gente herida, si los militares estaban en las calles o seguían tirando municiones desde un cielo encapotado. Nuevos sonidos se filtraban desde el exterior a través de las paredes del banco: un zumbido agudo, el silbido delgado y afilado que precedía a una explosión rápida y contundente. Un tiempo después, pudo distinguir otro sonido, algo diferente, similar al ruido de arena lanzada con violencia contra una chapa. Eran los Gloster Meteor de la Fuerza Aérea, los aviones a propulsión más modernos de la época, que barrían a la población indefensa y despedazaban sus cuerpos con ráfagas de municiones de 20 milímetros.
Apenas cayeron las primeras bombas sobre la Plaza de Mayo, el Gobierno ordenó el despegue de tres aviones Gloster Meteor desde la VII Brigada Aérea con base en Morón, cuya misión fue responder el ataque rebelde. Allí ocurrió el primer derribo que realizó la Fuerza Aérea Argentina en su historia: fue sobre un avión de la Armada que se desplomó en el Río de La Plata. Entre que los primeros aviones decolaron y regresaron, la Base Aérea de Morón fue tomada por un grupo interno que se plegó a los golpistas. Alrededor de las 15 se confirmó que la Fuerza Aérea, que había salido a dar la batalla en el aire contra los aviones de la Armada, había cambiado sus lealtades.
Entre las 12:40 y las 17:40, sucesivas oleadas de aviones atacaron el corazón de la ciudad, dejando a su paso muerte y destrucción. Los objetivos eran precisos y simbólicos: la Casa Rosada, el Departamento Central de Policía Federal, la Residencia Presidencial (ubicada donde hoy funciona la Biblioteca Nacional), las antenas de Radio del Estado, ubicadas en la terraza del Ministerio de Obras Públicas, la Radio Pacheco, que era el nudo de enlace de las comunicaciones radiotelefónicas, y el Ministerio del Ejército (hoy Edificio Libertador), donde el presidente Perón había sido trasladado minutos antes de que comenzara el ataque a la Casa de Gobierno.
Cuando por fin salieron del banco, algo aturdidos por el silencio que siguió a los estruendos, Ricardo y sus compañeros se encontraron con una ciudad que ya no reconocían. ¿Así se vería un campo de batalla? El aire era pesado, impregnado por un humo denso y agrio. Caminaban sobre vidrios rotos; a sus costados, partes de mampostería que les faltaban a las fachadas más próximas. Ricardo quiso retomar el camino que lo devolvería a su casa, pero no pudo. Los servicios de transporte habían dejado de funcionar, el sonido de las sirenas de ambulancias tomaba las calles; los camiones de bomberos y los patrulleros corrían en todas direcciones evitando milagrosamente su impacto.
Entre los escombros asomaban extremidades de cuerpos mutilados o que yacían ya inertes, de transeúntes cuyas historias serían silenciadas durante cincuenta y cinco años, hasta 2010, cuando el Archivo Nacional de la Memoria publicó una investigación sobre 308 víctimas, una cifra que no es definitiva.
Las personas heridas que intentaban levantarse, entre gritos de dolor y lamentos, creaban una atmósfera aún más desgarradora. Ricardo vio cómo a las ambulancias, que no daban abasto, se le sumaban camiones o vehículos particulares para recoger muertos y heridos que eran trasladados a lejanos hospitales que aún no habían colapsado.
Empujado por la multitud, él y Felipe, su amigo y compañero de trabajo, comenzaron a subir por la calle Mitre hacia el oeste. Allí se encontraron con Alfredo, un taxista vecino de Felipe que los levantó con el auto. Eran las cuatro de la tarde cuando comenzó a diluviar. Alfredo les contó que venía de donar sangre.
—Intentando rajar para este lado, pasé por la esquina de La Rioja y avenida Belgrano y vi un cartel en la puerta del Hospital Español que decía: “Los heridos de este hospital se mueren por falta de sangre. Sea usted humano y done un poco”. No lo dude. Dejé el auto ahí y me metí al hospital.
Llegaron a Plaza Once y, desde allí, Ricardo siguió solo. Tras una larga caminata —unas tres horas en las que fue desde Almagro hasta Liniers, siguiendo la traza de Avenida Rivadavia—, y ya con los pies cansados, llegó finalmente a la General Paz. En ese momento, él y un grupo de personas en su misma situación encontraron la solidaridad en un hombre al volante de un colectivo fuera de línea, que iba desde Liniers hacia el sur. El chofer no dudó en auxiliarlos y se ofreció a llevarlos.
Al llegar a Avenida Crovara, debajo del puente, una barrera improvisada de micros bloqueaba por completo el paso, impidiendo que cualquier vehículo continuara avanzando o retrocediendo. Ricardo pudo distinguir agujeros en el pavimento que le daban la certeza de que los bombardeos habían llegado también hasta ahí. Su corazón se aceleró. Evitó imaginar cualquier escenario. Quería llegar cuanto antes a su casa. Los camiones cargados de frutas y verduras, con destino en el Mercado Central, eran detenidos. Los conductores, frustrados, hacían complicadas maniobras para dar la vuelta y regresar o encontrar otra vía que les permitiera circular.
Ricardo logró acercarse a uno de esos camiones, un Mercedes Benz L 3500 con caja de madera. Iba desbordada con bolsas de papa. Se subió al pescante, se aferró con fuerza y vio pasar lentamente las calles conocidas sobre las que se superponían, silenciosas, las imágenes del miedo y el caos.
Ricardo llegó a La Tablada. Saltó del camión agradeciendo al conductor con un gesto rápido y corrió las últimas cuadras hasta su casa. Ya era de noche, aunque no sabía la hora. No había nadie. Sin pensar, corrió una cuadra más soportando la hinchazón de sus pies ampollados. Llegando a la ochava de enfrente vio luces en la casa de su cuñada. Menco, su esposo, lo vio venir y le abrió la puerta antes de que la tocara. Elsa estaba sentada y Nilda en sus brazos; sanas y salvas. No había heridas a la vista, pero sí quedaron marcas.
Esta historia la escuché de la boca de Ricardo innumerables veces. Con más de noventa años y después de un ACV, le costaba hablar. Pero cada vez que podía, en una sobremesa, en una visita, ante cualquier persona volvía a contarla. No lo hacía para explicar, sino para no olvidar. Porque repetir también es recordar. Y a veces, en ese esfuerzo por narrar lo que duele, lo que excede, algo se entrega a los otros. El trauma, dicen, insiste: no sólo en quien lo vivió, también en quienes heredan sus restos. Contar es una forma de reinscribirlo. Escuchar, una forma de compartir su peso. Esta historia no es solo suya. Es nuestra.