Gracias a la ayuda de un gran compañero y amigo pude entrevistar a Carlos Elizagaray. Estaba por desistir en mis intentos de contactarlo por teléfono, cuando una tarde me encontré con Marcos Lolhé. “Dejá –me dijo– que yo te arreglo una entrevista y vamos juntos, Carlos está un poco renegado y no quiere ver a nadie, menos para hacer entrevistas.” Nos recibió en su casa de San Isidro junto a su familia en el verano de 2001. Venía de soportar un serio problema de salud, pero se sobrepuso para hacer ameno el encuentro. Con cuatro hijos –uno de ellos asesinado en 1975– y 11 nietos, este excelente abogado que ejerció su profesión hasta hace pocos años, tenía en los años setenta, uno de los estudios más prestigiosos de Mar del Plata. El tiempo que duró la entrevista, tuve la sensación de estar sentado a la sombra de un añoso roble. Con 76 años y una vida azotada por fuertes tempestades estaba en pie. (Gonzalo L. Chaves)
El día que bombardearon la Casa de Gobierno las circunstancias hicieron que estuviera presente para defenderla. Esa tarde en el interior del edificio éramos, entre civiles y militares, unas 400 personas. Cuando cesaron los bombardeos, todos creíamos que la cosa seguía. A la mañana siguiente ya nos dimos cuenta que no y salimos a explorar a la calle; era un cuadro terrible, cada 15 ó 20 metros había un automóvil incendiado. Vimos un ómnibus con chicos muertos y sus cabezas desparramadas en el techo. En la plaza, muñecas tiradas en el piso, abandonadas por niñas que habían corrido despavoridas por el bombardeo. Cuando volví a mi casa en Mar del Plata, no podía contar lo que había visto, estaba shockeado por la cantidad de muertos y las cosas horribles que había presenciado. No podía enhebrar un relato, aún hoy recordar me trae mucha congoja. Ésta es la primera vez que hablo desde aquel entonces.
Los hechos fueron un poco así: en el año 1955 era teniente primero del Ejército, con destino en la Escuela Antiaérea de Mar del Plata. En el mes de junio viajé a Buenos Aires a buscar unos motores que tenía que traer a la Unidad. Cumplida la tarea me fui a comer al Círculo Militar. El capitán Molinari, que estaba almorzando conmigo, me dijo en voz baja:
– ¿Sabés que están bombardeando la Casa de Gobierno?
Cómo sería mi asombro que agregó:
– Bueno, si no me creés.
El tipo era medio gorilón, así que no había por qué dudar de lo que me decía. Salí a la puerta y veo pasar una escuadra de aviones Gloster Meteor en vuelo rasante. En un camión Mercedes Benz el suboficial Zapata y dos soldados venían a buscarme para emprender el viaje de regreso. Me trepé urgente al vehículo que conducía el suboficial y marchamos con los soldados en dirección a la Casa de Rosada. Fuimos a ver qué pasaba, a preguntar si hacíamos falta. Tomamos por avenida de Mayo, dimos unas vueltas y al llegar a la esquina de Rivadavia y Leandro Alem, dos camiones del Batallón de Granaderos cruzados en la calle nos cerraban el paso. A un costado, tirados sobre el asfalto estaban varios soldados, uno estaba aparentemente muerto, los demás heridos. Le digo al suboficial:
– Pare Zapata, vamos a auxiliar a estos muchachos.
Descendimos del camión, yo bajé primero, Zapata detrás de mí, en ese momento una ráfaga de ametralladora pegaba en el parabrisas y literalmente le borraba la cara a Zapata. El suboficial logró arrastrarse unos metros y se desmayó. Del interior de la sede gubernamental salen tropas y logran meterlo adentro. Les tomo el pulso a los soldados, uno estaba muerto, los otros muy mal heridos. Cuando los estábamos levantando, nos vuelven a ametrallar. Los marinos hacían fuego de fusilería y ametralladora desde la Plazoleta Colón y la playa de estacionamiento del Automóvil Club Argentino, ubicada en Azopardo y la prolongación de la calle Rivadavia. Mientras tanto los aviones seguían arrojando bombas y no podíamos hacer nada. Le digo a los muchachos:
– Cuando haya un silencio de fuego vamos a entrar corriendo a la Casa de Gobierno por la explanada que da sobre la calle Rivadavia.
Había cuatro ametralladoras tirando desde la Rosada contra el edificio de enfrente y sobre todo contra el Ministerio de Marina. En un momento los infantes habían llegado hasta el Ministerio de Asuntos Técnicos, quedando calle de por medio, pero la férrea defensa, los persuadió de no tomar la sede del ejecutivo. Yo estaba de civil, entré gritando:
– ¡No tiren, soy oficial del Ejército!
Dejaron de disparar y llegué. Con el primero que me topé fue con un capitán de nombre Virgilio Di Paolo, estaba herido y me dijo:
– Preséntese al coronel Gutiérrez que le va a dar instrucciones.
El suboficial que estaba disparando con la ametralladora me comentaba:
– Usted tiene un Dios aparte, todavía no me explico por qué dejé de tirar cuando entraba corriendo.
Cada bomba que caía levantaba tal polvareda que no se veía ni medio, colaboraban para esto las paredes de adobe con que está construida la Casa de Gobierno.
Me presenté al coronel Guillermo Gutiérrez, jefe del Regimiento de Granaderos a Caballo General San Martín. Me pregunta de qué arma era, me ordena que vaya a la terraza, monte la ametralladora Madsen 12,7 y dispare sobre los aviones. Cuando llego a la terraza, todo el personal estaba resguardado detrás de los parapetos, pero la ametralladora estaba desmontada, me puse a la tarea de armarla. Me costó un laburo bárbaro por el peso que tienen las Madsen. Quise disparar, pero resultaba que los aviones pasaban a mucha velocidad y no podía cumplir mi cometido.
Yo era artillero antiaéreo y sabía manejar las reglas para acertar a un avión que viene a toda velocidad, pero era evidente, que estas armas no eran adecuadas para disparar sobre un aparato a reacción como el Gloster Meteor. No alcanzaba a girar el arma, que ya el avión quedaba fuera de alcance. Hubiese hecho falta un director de tiro para anticipar el disparo. Después, me di cuenta que esta dificultad era la razón por la cual el teniente primero Carlos Mulhall había desistido de su uso.
Cuando dejaron de pasar bajé, serían las dos o tres de la tarde, el coronel Gutiérrez me dice que me quede como de auxiliar, luego me pregunta:
– ¿Está armado?
Yo estaba de civil, no portaba nada.
Me dieron una pistola Ballester Molina calibre 45 y me aposté detrás de las ventanas con los demás oficiales. Pensábamos que nos iban a atacar; pero no lo hicieron; cayeron siete bombas en la Casa de Gobierno, muchas no explotaron. Era un día nublado, caía una llovizna finita. A eso de las cuatro de la tarde, llegó un grupo antiaéreo que se instaló en Plaza de Mayo. Después, recuerdo que estaba buscando un teléfono para hablarle a mi mujer y tranquilizarla, decirle que estaba bien, que estaba vivo.
En el despacho del Secretario de Asuntos Técnicos, Raúl Mendé, que daba sobre Plaza de Mayo, conseguí una línea que funcionaba, eran entre las cinco y seis de la tarde. Por la ventana veo la Plaza totalmente vacía, empezaba a oscurecer y tampoco se observaban civiles en los alrededores, solamente las tropas del Grupo de Artillería Antiaérea general Tomás Iriarte de La Tablada ocupaban la calle. En eso veo un fogonazo fenomenal en la Curia Metropolitana, me pregunté ¿quién pudo haber sido? ¿Un grupo enardecido o directamente los Comandos Civiles? Poco antes por la avenida Alem avanzaba el Regimiento Motorizado Buenos Aires para intimar la rendición del Ministerio de Marina. El coronel Marcos Calmon iba al frente y entre sus subordinados estaban los capitanes Rodolfo Elizagaray y otro de apellido Philippeaux, el primero primo mío. Entrada la noche, el coronel Gutiérrez me dice:
– Ayude al capitán Luciano Benjamín Menéndez, en lo que usted sepa para redactar el Diario de Guerra.
Estoy hablando del mismo Menéndez, que después del golpe de 1976 fue Comandante del III Cuerpo de Ejército, del cachorro Menéndez, hijo del general Benjamín Menéndez que se sublevó contra el gobierno de Juan Perón el 28 de septiembre de 1951. Estábamos instalados en el subsuelo, Menéndez con una cara de perro bárbara, evidentemente tenía el corazón en otro lado. Después, logré reunirme con los soldados que me habían acompañado desde Mar del Plata, al suboficial Zapata no lo pude ubicar, porque ya lo habían derivado a un sanatorio.
(...)
Estábamos recorriendo el lugar de los acontecimientos con Ignacio Cialceta y el médico del Regimiento de Granaderos, doctor Catalano. Había sido tan espantoso lo sucedido, ver el tránsito de cadáveres, ver gente como el suboficial Zapata con la cara volada que, Catalano pese a ser un profesional experimentado no pudo contenerse y se descompuso. Llegaban los heridos de afuera, les metían una compresa y los derivaban a los distintos sanatorios, era lo único que podían hacer. Se calcula que hubo de 300 a 400 muertos, eso fue lo que publicó el diario La Nación. Buenos Aires es una ciudad abierta. Ese jueves era día laborable, los chicos yendo a la escuela, los autobuses cruzando de un lado a otro de la ciudad repletos de pasajeros. La gente estaba tranquila, veía pasar los aviones y no se alarmó hasta que escuchó la explosión de las bombas, la población no atinaba a darse cuenta realmente de lo que estaba ocurriendo. Uno de los civiles muertos en el bombardeo se llama Rojas, era el padre de Mario Rojas. Mario es un chico que trabajó de chofer en la Side cuando yo fui asesor en el último año del gobierno de Carlos Menem. En uno de los viajes que hicimos me contó que su papá era colectivero, estaba en la parada, esperando que llegara el ómnibus para tomar servicio y en ese lugar estalló una bomba. Pasó la noche y a la mañana siguiente cuando estaba charlando con el mayor Ignacio Cialceta, sobrino político de Perón y Secretario de Investigaciones Administrativas, una brigada de explosivos hacía detonar las bombas que no explotaron.
***
El objetivo de los sublevados era matar a Perón, presuponiendo aquello de que, “muerto el perro se acabó la rabia”. El servicio de inteligencia del Estado había alertado al gobierno. Tenían información, porque habían pescado una conversación telefónica, donde se decía que a eso de las 10 u 11 de la mañana, aprovechando el desfile de los aviones, intentarían matar a Perón, dando inicio a una sublevación a gran escala, para tomar el poder. Ellos creían que Perón estaba en la Casa de Gobierno. El General, cuando recibió la información se trasladó preventivamente al Comando en Jefe, instalado en el Ministerio de Ejército. El edificio ubicado en el vértice de un triángulo formado por el Ministerio de Marina, la Casa de Gobierno junto a Plaza de Mayo, demarcaba el espacio donde se desarrollaba el punto más crítico del combate.
***
Cuando todo volvió a su normalidad, me sometieron a un interrogatorio jerárquico. Me preguntaron por qué me había presentado en la sede del gobierno, si yo tenía destino en Mar del Plata. El coronel que me indagaba, seguramente no era peronista, porque no entendía mi razonamiento. Pero mi coronel —le decía— yo soy oficial del Ejército, me enteré que estaban bombardeando la sede del gobierno y no lo pensé dos veces, me fui a defenderla. Todo lo que ocurrió después fue obra del azar, de las circunstancias, cómo quiere que tenga la mente tan fría, como para ir a presentarme a mi unidad. Me retó, al fin me absolvieron y ahí terminó mi episodio en la Casa Rosada. Valoraron mi actitud en defensa del gobierno constitucional y me propusieron para una condecoración. El Ministerio de Ejército, general Franklin Lucero me preguntó si quería un auto o un departamento. En esa época a los que se destacaban los premiaban también con cosas materiales. Mire mi general –le dije– yo quiero estudiar en la Escuela de Guerra y no tengo vivienda en Buenos Aires, prefiero un departamento. Rendí examen para ingresar a la Escuela de Guerra y aprobé con la mejor nota, pero nunca me permitieron cursar. Unos meses después, cuando triunfó la Revolución Libertadora, que condecoración ni condecoración, me mandaron castigado a la localidad de Apóstoles en la provincia de Misiones. En ese lugar ubicado a unos 70 kilómetros de Posadas, había un Grupo de Artillería de Monte y una Unidad de Comunicaciones. Mi participación en estos hechos me trajo algunas complicaciones con los Libertadores. En cambio, cuando Perón regresó en 1973, me ascendió a mayor conjuntamente con otros oficiales.
***
El enfrentamiento armado estaba entablado sólo entre militares. Cuando la gente acudió a la Plaza, su presencia no tuvo mucho efecto para la decisión del combate. Esa masa de gente, salvo casos aislados, no tomó las armas para defender a Perón. En la Plaza en ningún momento hubo una gran concentración de civiles.
Ignacio Cialceta, hoy fallecido, me contó que no se quiso armar a los sindicatos. Yo creo que si Evita hubiese estado, armaba la C.G.T. Cialceta, concretamente decía que Perón no había querido entregar armas a los trabajadores. El presidente no quería complicar las cosas, ni agravarlas; lo que quería era tranquilizar al país para poder gobernar en paz. Lo del 16 de junio no fue una lucha franca entre soldados, los conspiradores eran un grupo que quería derogar todas las disposiciones puestas en vigencia por Perón, favorables al pueblo y a la justicia social. Quería imponer un gobierno de la oligarquía, quería que la Corte Suprema se hiciera cargo del gobierno. Había un odio a Perón tremendo. Los rumores y la colección de chistes de mal gusto, atacando al gobierno no tenían fin. Así como las difamaciones, las injurias y calumnias al líder justicialista. (...) El resentimiento contra Perón era interminable. El odio de la clase media y media alta era espantoso. Era una cosa difícil de concebir, que seres humanos tuviesen tanta insensibilidad, tanto rencor para aceptar lo que el peronismo proponía.
Siempre me acuerdo de las palabras de Cialceta, el sobrino de Perón. Esa mañana estábamos sentados en la escalera de la calle Balcarce y me decía:
—Yo no sé qué hubiera pasado si hubiéramos armado la C.G.T.
Perón no quería la guerra civil. Él les dio los micrófonos a los opositores para que hablaran, a Vicente Solano Lima, Arturo Frondizi, a todos los políticos que eran enemigos a muerte de él. Les dio tribunas para que se desahogaran, no fusiló a nadie. Perón creía que podía seguir gobernando el país con un poco de consideración de la gente opositora, pero estaban envenenados, tenían un odio fenomenal. Las atrocidades cometidas con los restos de Evita y Perón en los años posteriores lo ratifican.
***
Había muy pocos oficiales dentro de la Casa de Gobierno. Inclusive entre los oficiales del cuerpo de Granaderos, no había peronistas, salvo el coronel Gutiérrez que era su jefe, los demás eran como Luciano Benjamín Menéndez. La mayoría de los oficiales estaban en contra de Perón. Defendieron la Casa de Gobierno porque no tenían otra, tenían que pelear si no los mataban por equivocación. Nunca aceptaron ni la doctrina peronista, ni la pretensión de enseñar la doctrina. Yo era teniente primero y me reía de los planes de enseñar la doctrina nacional a los oficiales del Ejército. Fue una idea del general Lucero, hecha con buena intención, él creía que se podía. Los oficiales se cagaban de risa, no le daban ni cinco de pelota. Yo, para encontrar un oficial peronista en el Ejército, tenía que buscarlo con lupa. En Mar del Plata, por ejemplo, había muy pocos peronistas, y los que se decían peronistas no tenían voluntad de combatir, estaban vencidos de antemano, ya estaban cansados de Perón.
Dentro de la institución, yo era uno de los pocos oficiales peronistas. No tenía con quién conversar de una hipótesis favorable al gobierno.
(...)
Con uno de los oficiales de la Fuerza Aérea que pilotearon los aviones, hicimos juntos la escuela primaria en la ciudad de Azul. El apellido era Carusí, el nombre creo que era Carlos, le decían Curro. Un día hablando en el Círculo Militar con Carusí me dice:
—Mirá qué paradoja de la vida, fuimos tan amigos y yo bombardeando la Plaza de Mayo y vos intentando defenderla.
Entonces me contó que uno de los Gloster lo piloteaba el teniente primero Osvaldo Cacciatore. Me dijo que en otro de los aviones iba Miguel Ángel Zavala Ortíz, cuando vieron que fracasaron, se fueron todos para Uruguay. Este amigo mío, hijo de Agustín Carus, un caudillo conservador de Azul, era un soberbio. Siempre lo recuerdo en su juventud, como un tipo al cual los policías del pueblo le hacían la venia, era el patrocinio de los bailes, siempre fue un prepotente, así que en la mentalidad del Curro Carus, yo entendía perfectamente el desprecio por cualquier ser humano que no fuera de su grupo.
Por la noche después del bombardeo estuve con el capitán Menéndez ayudándolo a escribir el Diario de Guerra. Recorrí todas las instalaciones de gobierno. Suponíamos que un grupo comando nos podía tomar el edificio por asalto, hacíamos guardia, vigilábamos desde las ventanas. En la calle no había gente. Vuelvo a repetir, desde las cinco o seis de la tarde, y después toda la noche la Plaza era un desierto. Lo único trascendente fue la bomba que estalló en la Curia Metropolitana. Nadie de los que estábamos en la Casa Rosada hablaba con Perón, salvo ese contacto que intentó el coronel Goulú. Suponíamos que seguía en el Comando en Jefe, porque las expectativas de que hubiera otro ataque no estaban descartadas, seguíamos en pie de guerra.
Nosotros estábamos convencidos que a posterior del ataque, cuando la situación estuviera controlada, el gobierno iba a reaccionar. Suponíamos que se iba a enjuiciar a los responsables de los bombardeos y se los iba a fusilar. Esa es la razón por la cual se suicidó el contralmirante Benjamín Gargiulo en el Ministerio de Marina. Los sublevados estaban absolutamente convencidos de que los iban a fusilar a todos. Era tan espantoso el crimen que habían cometido, un atentado contra todo sentido y respeto por el ser humano. Estaba totalmente convencido de que se iban a tomar fuertes medidas contra los sublevados. Cialceta también; la sorpresa fue cuando empezaron los discursos conciliadores de Perón, era inconcebible. Allí nos dimos cuenta de que la suerte de Perón estaba echada, porque no reaccionaba ante tamaña bestialidad, ante ese verdadero genocidio perpetrado.
Perón destituyó al Ministro de Marina, vicealmirante Aníbal Olivieri. Me contaba el comandante de aviación –ese que fue corriendo a llevarle un mensaje a Perón– que el almirante Rojas llamó por teléfono al Comando en Jefe, para demostrar su buena disposición. Cuando se lo comentaron a Perón, este dijo:
–Yo sabía que el negrito no me podía fallar.
No se puede creer. Rojas había sido edecán de Eva Perón. En el casino de oficiales de Río de Janeiro había un cuadro de Evita obsequiado por Rojas a los marinos brasileños. Fue la declinación total y las Fuerzas Armadas a la cabeza de esa declinación.
(...)
La verdad es que mi primer impulso no fue ir a defender la Casa de Gobierno, yo fui a ver qué pasaba. Me detuve para auxiliar a los heridos, ese granadero al que le tomé el pulso, que aún estaba vivo, que yo pretendía auxiliarlo y que lo atravesaron con una ráfaga de largo a largo al lado mío. Los aviones tenían unas poderosas ametralladoras Oerlikon calibre 20, lo hicieron pelota al pibe. Pero todas fueron circunstancias que me fueron llevando, me fueron encajonando. No digo que fue como aquel tipo que dijo “¿quién me empujó?”. Yo tuve solamente la intención de ayudar, las cosas me fueron conduciendo. Hice lo que en ese momento sentí que debía hacerse.
(...)
Yo sentí que era peronista poco tiempo después de la revolución del 43. En esa época estaba trabajando en Avellaneda y estudiaba derecho en la UBA.
El 4 de junio mi padre me habla por teléfono a las seis de la mañana y me pregunta:
—¿Qué estás haciendo?
—Estoy aquí —le contesté— en la pensión.
—Pero ¿qué hacés en la pensión, está transcurriendo la historia en Plaza de Mayo y vos estás en la pensión. Vestiste y rajá a la Plaza y contame todo lo que veas.
(...)
Cuando Perón comenzó a hablar lo hizo con un tono desconocido hasta ese entonces. Hablaba de patria, hablaba de pueblo, empezamos a prestar atención cada vez más interesados. Así me convencí de que Perón era el hombre que estábamos esperando. Todavía no se había producido el 17 de octubre, ni nada de eso, así me hice peronista.
San Isidro, noviembre de 2000.
Carlos Alberto Elizagaray nació el 11 de abril de 1925 en Azul, Buenos Aires y murió el 5 de julio de 2006.